Se llamaba Ricardo Mestre Ventura. Despachaba o, mejor dicho, oficiaba en un modesto departamento interior de un viejo edificio en la calle de Morelos, en la Ciudad de México. Era la sede de la Biblioteca Social Reconstruir. Detrás de su escritorio lleno de recortes, diarios y revistas, rodeado de estantes con las últimas novedades y los clásicos del pensamiento anarquista distribuidos o editados por él, Ricardo parecía un Santa Claus catalán: un gordo luminoso de tez clara y gruesos antebrazos, con una hermosa voz de bajo barítono, carcajada estentórea y limpia sonrisa; sus inmensos ojos azules, magnificados por sus gafas, miraban con cariño patriarcal a sus chicos, los jóvenes preparatorianos o universitarios a quienes predicaba las verdades de “la causa”: el anarquismo original, pacífico, constructivo, libertario, el de Kropotkin, Tolstoi y Gandhi. “Ni las bombas, ni los sables, ni las metralletas –repetía Mestre– contribuyen a hacer algún bien a la humanidad”. Su anarquismo vindicaba la dimensión pequeña, natural, libre y espontánea de la vida, frente a las estructuras autoritarias y centralizadas del Estado, las burocracias, las ortodoxias y el gran capital. Culto de artesanos, obreros, pequeños empresarios y editores, no es casual que esa rama del anarquismo haya prendido tanto en países de fuertes estructuras opresivas, políticas, religiosas o económicas, como Rusia, Polonia, España y Estados Unidos a fines del siglo XIX.
Mestre había nacido el 15 de abril de 1906 en el sonriente puerto de Vilanova i la Geltrú, muy cerca de Barcelona. Su educación formal fue casi nula: el paso fugaz de un joven rebelde y pícaro por las aulas de “los escolapios”. Prefirió la escuela de la vida: “¿Qué he sido? Coño: pues he sido desde albañil, tejedor, chofer, ebanista crítico, abarrotero, hasta librero y editor”. Hijo de un obrero de la Pirelli, miembro desde joven de la CNT (central obrera anarcosindicalista, muy poderosa en Cataluña), fundador de la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias y del periódico La Estela, al estallar la guerra civil Mestre fue electo juez. Se preciaba de haber oficiado las primeras bodas y los primeros divorcios libres y revolucionarios en Cataluña. Separado de toda creencia religiosa, creyente sólo en la posibilidad de una sociedad justa y fraterna, Mestre rechazó desde el principio la tendencia profanatoria y asesina de sus compañeros anarquistas y se dedicó a salvar la vida de varios sacerdotes. Preso en el campo de concentración de Argelès, en el sur de Francia, emigró a México en 1939 y se estableció en la compraventa de arte. Con el tiempo volvió a las andanzas anarquistas, pero no en la militancia sindical o partidaria sino en otra de las vocaciones típicas aunque poco recordadas de ese movimiento: la actividad editorial.
Sospecho que su verdadero modelo era Proudhon. Yo me había quedado con la frase de Proudhon repetida muchas veces por mi abuelo: “Roba lo robado”. Pero con Mestre aprendí que aquel fundador del anarquismo era mucho más constructivo: inventó las sociedades mutualistas de crédito, el seguro social, los bancos populares; ponderó las ventajas del autoempleo y propició la libre conversación de los lectores a través del trabajo editorial: “la gente se acerca a mí buscando libros, ideas, discusión, investigación filosófica … me abandonarían si les propusiera formar un partido político o una sociedad secreta”. Era el retrato de Mestre.
Tres o cuatro veces al año, los amigos nos reuníamos con él haciendo una “peña” en el café La Habana, en el restaurante El Cid o en casa de algún miembro del grupo. Corrían los años de Carlos Salinas de Gortari que, como todo gobernante, no era santo de su devoción. No comprendía a los intelectuales que lo apoyaban y vociferaba en su contra dando manotazos indignados. De pronto, la conversación dejaba al México del momento y Mestre rememoraba días pasados. Cuando hablaba de Stalin pedía que el círculo se estrechara y bajaba la ronca voz hasta volverla casi imperceptible, no fuera que el espíritu de aquel carnicero estuviera rondando y nos mandara aprehender y fusilar. Mestre detestaba a Castro. Nadie mejor que un anarquista para descubrir la esencia autoritaria del comunismo: Bakunin polemizó con Marx y Kropotkin criticó a Lenin. Innumerables cartas suyas, fulminantes, inteligentes, apasionadas, aparecieron en Excélsior para revelar la verdadera cara del dictador que ahogaba todas las libertades de la isla. Mestre era un hombre valiente, pero en esos casos usaba el seudónimo de José Riera. Los dictadores, como el “Big Brother” de Orwell (el escritor a quien Mestre, por supuesto, adoraba) siempre escuchan, nunca mueren.
Su vehículo habitual era el teléfono. Sus consejos y reconvenciones tenían un tono conspiratorio. El único problema era su reloj biológico: Mestre llamaba casi de madrugada. Sondeaba los gustos de cada miembro de mi familia (cocina, aventuras, historia) y nos enviaba libros útiles y extraños. Me regaló, por ejemplo, Nacionalismo y cultura y Artistas y rebeldes, de Rudolf Rockert, teórico del anarquismo. “Sin ser judío, Rockert –me informó Mestre– sabía que muchos de sus lectores eran judíos y por eso escribió uno de esos libros en yiddish”. Me dio los libros del anarquista argentino Diego Abad de Santillán sobre la Revolución Mexicana, y las obras del más célebre de los anarquistas mexicanos: Ricardo Flores Magón. Poco a poco, gracias a Mestre, fui rehaciendo mi propio mapa intelectual de la Revolución Mexicana. Pensé que la deuda con el anarquismo era mayor de lo que se ha supuesto. No sólo la trayectoria de Flores Magón o el gesto de Antonio Díaz Soto y Gama en la Convención de Aguascalientes (agitando el “trapo” de la bandera nacional, abriendo el pecho para que lo mataran), sino el zapatismo todo estaba impregnado de un anarquismo natural. Por eso Soto y Gama recuerda haber escuchado que Zapata abominaba del comunismo. Esa veta me llevó a descubrir al gran historiador Frank Tannenbaum. Preso hacia 1914 en Nueva York por encabezar una manifestación de desempleados que allanó una iglesia, Tannenbaum vio en el proyecto educativo y social de la Revolución la encarnación de los sueños anarquistas que le predicaba su maestra Emma Goldman, discípula a su vez de Kropotkin. Amigo cercano de Cárdenas, terminó por desencantarse del colectivismo agrario, el desarrollismo industrial y la acumulación de poder, y en 1951 sugirió –para horror de izquierdas y derechas– el apoyo a “lo mejor de México”, la pequeña comunidad campesina. Sus ideas están vigentes.
Mestre murió serenamente en 1996. Es obvio que era un utopista y un romántico. Una especie extinguida de anarquista pacífico y tolstoiano. Pero la práctica cotidiana de fraternidad que ejercía, esa comunión laica alrededor de las ideas, los libros, las lecturas, los asuntos políticos y morales de cada día, no tiene nada de utópica. Es la esencia de la auténtica vida intelectual. Y hay otra dimensión rescatable en su actitud. Su abjuración del poder. “Ser gobernado
–escribió Proudhon– es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, numerado, reglamentado, adoctrinado, sermoneado, comprobado, calibrado, evaluado, censurado, mandado por criaturas que no tienen el derecho, ni la sabiduría ni la virtud para hacerlo”. Con esa verdad sí comulgaba Mestre. Recuerdo el modo catalán con que arrastraba la letra ele, como cabalgando en la palabra libertad. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.