“Identificarse con los propios estados mentales es la condición natural del ser humano; observarlos no es propio de esa condición, es el resultado de un entrenamiento, algo así como un ejercicio de esquizofrenia controlada”, leemos nada más abrir estos Diarios indios de la filósofa y poeta, o viceversa, Chantal Maillard. Y tiene razón. Que la observación es el resultado de un aprendizaje, nadie lo discutirá. Y que la observación cambia al objeto observado tampoco, creo yo. Claro que en este caso –en el caso del libro de Chantal Maillard, me refiero–, no estamos hablando de un objeto de observación cualquiera, un cuadro por ejemplo, o tal vez un paisaje, sino de un sujeto, un hombre, o una mujer, que por añadidura somos nosotros mismos. Tenemos que reconocer entonces que cuando el que observa y lo que observa son una misma cosa, la operación de observar adquiere su máxima complejidad. Tal vez por eso Chantal Maillard la llama “ejercicio de esquizofrenia controlada”. Y por lo que respecta a identificarse con los propios estados mentales, la dificultad estriba sobre todo en definir esos “estados mentales”, a no ser que los reduzcamos a los “estados mórbidos”. Pero no creo que se refiera a eso Chantal Maillard, sino más bien a esos estados límite en los que el sujeto debe andarse con cautela. De estos Diarios indios dice su autora que “exploran la desorientación que supone franquear los propios límites”. Yo no estoy muy seguro de que podamos franquear nuestros límites, pero con lo de la desorientación estoy totalmente de acuerdo. Hasta es posible que el pensamiento consista hoy en buscar orientación, y que los filósofos, con sus libros, consciente o inconscientemente, estén procediendo a cartografiar de nuevo el mundo, a señalizar nuevas vías, proponer nuevas rutas, modernizar las antiguas, controlar la velocidad, y cosas por el estilo.Formalmente hablando, si es que puede hablarse así, estos Diarios son las notas y las reflexiones que Chantal Maillard tomara en sus sucesivos viajes a la India, viajes que emprendió con un propósito y una voluntad determinados: “la creencia de que traspasando las fronteras de los territorios acostumbrados lograría ensanchar los límites del conocimiento que tenía de mí misma”. No dice si consiguió su empeño, aunque hay empeños, y éste es sin duda uno de ellos, cuyo éxito consiste en no conseguirse nunca del todo, en repetirlos una y otra vez, elevando un poco el listón en cada intento. Eso es lo que son estos Diarios para su autora, “una obra en marcha”, como su propia vida. Para los lectores en cambio, estos Diarios son ante todo un libro, donde filosofía y poesía intercambian sus papeles. Pero su propósito al leerlo, al disponerse a leerlo, viene a ser el mismo que el de la autora al escribirlo: “ensanchar los límites del conocimiento de sí mismo”. Este es un propósito casi nunca declarado, casi nunca explícito, porque incluso a la lectura la hemos privado de su carácter misterioso y “aporético”, como dice la autora de esas situaciones frente a las que nos encontramos inermes y desnudos. Y a nadie le gusta encontrarse
inerme y desnudo. Esta es seguramente la razón por la que son pocos los que se aventuran, los que se exponen, a salir de sí mismos para volver a sí mismos, a pesar de ser éste un viaje de ida y vuelta bastante necesario. ¿Un viaje iniciático? Yo no diría tanto. Los viajes iniciáticos tienen turbias resonancias. Y turbias motivaciones también. Yo lo llamaría más bien, a la manera clásica, el viaje del conocimiento.
Los comienzos son siempre decisivos. También los comienzos de los libros. Sobre todo de los libros de filosofía. En los comienzos del suyo Chantal Maillard asienta sus premisas. De lo que se trata, viene a decirnos, es de invertir la mirada. Para entrar en nuestro mundo interior, tan ignoto como temido, debemos cerrarnos el mundo exterior, tan conocido y previsible. Debemos forzar la entrada, empujarnos a nosotros mismos. Algo así, entiendo, como tirarse al agua sin saber nadar. Parece que funciona. Aunque parece también que algunos se ahogan en el intento. Chantal Maillard no se ahoga. Y pienso que no se ahoga fundamentalmente por dos razones. Ha elegido las aguas a las que se lanza. Y ya sabía nadar. A lo mejor es que lo que nos quería dar era una lección de natación. Incitarnos, con su texto, a que nos arrojáramos al agua con ella, por decirlo metafóricamente. Pero Chantal Maillard prefiere otras metáforas. La ciudad interior por ejemplo. La ciudad amurallada, fortificada, prácticamente inexpugnable que nos hemos ido construyendo. Sólo que no era tan inexpugnable como comprobamos continuamente. Ni siquiera hace falta un enemigo astuto y valiente para forzarla, pues somos nosotros mismos los que muchas veces abrimos las puertas al enemigo. Por lo demás, la ciudad tiene tantas fisuras como defensas, tantos puntos débiles como puntos fuertes. Y en ocasiones son los mismos. Todo esto sólo debe querer decir una cosa: dudar de las certezas adquiridas. Porque pensar, como sabemos hace tiempo, es aprender a dudar tanto como dudar de lo que hemos aprendido. “Que nuestras únicas certezas sean nuestras dudas”, dice un aforismo famoso. Y hay todavía otras muchas metáforas más en este libro de una poeta que filosofa. Sin ir más lejos, las vacas y los camellos que deambulan por él son una metáfora. Y también son una metáfora las ardillas, las palomas y los grajos. Metáforas sin duda de esos estados mentales de que habla la autora, tal vez la única forma de hablar de ellos, para quien estos Diarios no son finalmente, nos dice, más que un punto de vista. Pero, ¿el punto de vista del que observa o el del que es observado? Ninguno de los dos, evidentemente. El punto de vista del que aquí se trata es el del que se observa observándose, el del que anota sus estados mentales, que son también, no se olvide, estados de ánimo, el del que viaja, el del que escribe diarios, en una palabra, el del que escribe yo y lee tú.
O viceversa.~
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).