Personerío, de José de la Colina

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Imposible no leer las páginas de esta novela con personajes del siglo XX mexicano —un personajerío, un río de personajes, una obra en construcción y en continuum— y no corroborar que José de la Colina es uno de los escritores más diestros en el manejo de la prosa castellana sin descuido de los acentos regionales y de cierta retórica caracolera, cuya circulación encauzan y ordenan, sin drenar, delimitadas cláusulas que exhiben la maestría de un periodista que en momento alguno luce la pátina del tiempo.
     Si lo propio de Gironella fue “el loco deseo de aprehender el tiempo”, recordando que en sus fundamentos la pintura es una técnica de conservación antes que de reproducción, lo distintivo del oficio literario de José de la Colina en su faceta de retratista es mostrarnos/presentarnos personajes en su contexto. Y este contexto, amén de las circunstancias de los autores, es su obra, por lo que, siendo retratos de los seres vivos que los autores son y han sido, estos ensayos también fungen como calas y exploraciones, no pocas veces reveladoras, en la obra de los abordados. Para el caso, qué ejemplar esta observación sobre un término caro a Revueltas:

Qué palabra tan de Revueltas esa del quebranto, el momento en que nos quebramos, en que nos “sentimos” como se “sienten”, se resquebrajan, los jarritos de barro: el instante en que ya no hay sino llorar, el instante que precede al gemido, la queja que es primero silencio en las entrañas pero un silencio intolerable que busca estallar en la boca, abierta por la fuerza misma del animal doliente súbitamente despertado en el hombre.

Del mismo modo que el paisaje resulta indisociable de los personajes —la donjuanía bibliotecaria de Reyes, la timidez reconcentrada de Valdés, el rencor triste de Rulfo, el musitativo alcoholismo de Pita Amor—, los hábitos y caracteres se traslucen en sus páginas. Narrador que aprehende al personaje mediante detalles —cada ensayo es una lección de astucia literaria; al reproducir, por ejemplo, el diálogo rulfiano, no sólo muestra las correspondencias con la escritura de Rulfo sino igualmente destila la amargura propia del jalisciense—, De la Colina percibe asimismo elementos centrales en la obra de sus personajes; con una agudeza muchas veces extraña al simple crítico literario.
     Una secreta unidad vincula estos retratos. En principio, la mirada cinematográfica. El primer texto, por ejemplo, es un paseo mediante un traveling a la Hitchcock en Vértigo o, mejor aún, a la De Palma en Ojos de serpiente, sin cortes, pasando de la recepción de don Alfonso, inmejorable imagen del capitán en el barandal de su navío-biblioteca, a su despedida, de nuevo desde las alturas de esta biblioteca, lo que implica también una alteración en la mirada: de la perspectiva desde los ojos de los visitantes, hasta una despedida con los ojos ya del anfitrión y, entre ambos puntos, el paseo en traveling: la circulación por la casa biblioteca; del mismo modo en que, en el retrato de Pérez Prado, al compás del mambo, se va describiendo la actuación de un músico atrapado en el instante mismo del inaprensible ritmo; y aunque el retrato persigue la música, puntuado incluso con un mambo (el “Número ocho”, germen del bogaloo), en realidad el contrapunto, la técnica del montaje es la exacta.
     Imágenes del instante, estos escritos componen uno de los libros más entrañables de los últimos años, amén de ser uno de los mejor escritos. Lo propio de José de la Colina es el gerundio, como lo revelan incluso sus observaciones al sesgo en torno a esta forma adverbial —por ejemplo, repara en lo extraño que resulta que en Paz “apenas haya gerundios porque el gerundio es un estar pasando, algo entre esto y lo otro, un instante hacia lo eterno, o viceversa”; y su acercamiento al personaje Salvador Elizondo es a través de una imagen, una fotografía que muestra al escritor en el acto de escribir, “una foto en gerundio: la pluma se ha alzado en un instante para después, como un ave de presa, abatirse sobre el papel al que su blancura ya no defiende”. Por ello, una de sus frases dilectas, al punto que intitula una de sus varias columnas periodísticas —De la Colina es un artífice de obra sostenida por sólidas aunque móviles columnas, diríamos con un guiño—, es “inmortal del momento”. Y el gerundio, una escritura que congela la muerte, que recupera esa vocación enunciada en uno de sus primeros libros de relatos, “… para vencer a la muerte”, palpita en cada uno de estos textos, donde los personajes están vivos y, por un momento, como en esos cuadros animados, nos confrontan.
     Indisociable de la vida, la escritura de José de la Colina es también una celebración del gozo de vivir, del sentimiento de inmortalidad de la juventud que motivara uno de los más bellos ensayos de William Hazzlitt. Y por ello, Personerío, cuyas claves suenan y resuenan con sutileza no por ello menos sonora, continúa la gran veta autobiográfica del autor, esa vía en la que circulan, se entreveran la vida propia, íntima, con la respiración cívica.
     Concluiría diciendo que, como en cierto ensayo de Borges, al término de estos escritos podemos conocer mejor al personaje elusivo del conjunto: el propio José de la Colina, que atestigua su existencia a través de los demás, que aparece como un niño seducido por el arte del relator (“El tusitala Don Primo”), aspirante a escritor, editando su propio primer libro, asistente a tertulias de café, bailarín contagiado por el ritmo de los Edificios Condesa… Toda una novela, toda una lección de vida de un inmortal del momento y de siempre. –

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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