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La familia Rembiszewski (cuyo nombre fue reducido a Reym tras emigrar a Estados Unidos) vivía en Bedzin, una pequeña ciudad en el suroeste de Polonia no lejos de lo que, en 1939, era la frontera del territorio checoslovaco ocupado por Alemania. Bedzin cuyó en poder de los nazis dos días después del ataque sorpresivo que Alemania lanzó sobre Polonia el 1o. de septiembre de 1939. Con el tiempo, los alemanes terminaron por confinar a la población judía en la parte más pobre de la ciudad, que se convirtió en el gueto donde los judíos vivieron mientras fungían como mano de obra esclava para los alemanes. En agosto de 1943, cuando el gueto fue cerrado y se deportó a sus habitantes a Auschwitz, los miembros de la familia -Dora, Mark y su única hija, Mira o Mirusia, de cinco años- se ocultaron durante siete días en un búnker que habían cavado bajo su casa, y lograron vivir allí sólo para ser agrupados con otros sobrevivientes a los que se asignó a un campo de trabajo temporal, Malobadz, de donde los judíos eran enviados regularmente al campo de exterminio de Auschwitz.
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Entre los internos de Malobadz circulaba el rumor de que pronto seríamos transferidos a viviendas de la sección Koszary, cerca de la fábrica Rossner, y de que seríamos transportados diariamente a Malobadz para trabajar. ¿Qué haríamos con nuestra hija si tuviéramos que trasladarnos? Nos pusimos en contacto con el Judenälteste,1 el SeñorWulkan, quien nos prometió tomar las disposiciones necesarias para que yo saliera a la ciudad con un guardia de las SA2 y comprara artículos de primeros auxilios para el campo. Aunque no sabíamos nada de Marta, la hermana de nuestra antigua afanadora, teniendo en mente que le habíamos escrito una carta, decidimos esconder a Mirusia y sacarla del campo para llevarla a casa de Marta.
Al día siguiente, un viernes por la mañana, soborné a un guardia de las SA antes de abandonar el campo y me arriesgué a llevar a Mirusia conmigo. En lugar de comprar provisiones, fuimos de inmediato a la calle Zawale, donde vivía Marta. Mientras el guardia esperaba en la calle, Mirusia y yo fuimos rápidamente al patio trasero, en la planta baja donde Marta vivía. Llamé a la puerta. Llamé de nuevo. No hubo respuesta. Mirusia y yo permanecimos allí, en el corredor estrecho y oscuro, pero nadie contestó.
Asustada y confundida, intenté convencerla de esperar en el rincón bajo la escalera hasta que Marta regresara. Pero Mirusia lloraba y me decía: "No me dejes aquí, mamusiu, tengo miedo. Tal vez el hombre del balcón me vio cuando entré y supo que soy una judía. No me dejes aquí, por favor. Me da miedo que llame a la Gestapo."
Mi corazón lloraba junto con ella. Al borde del colapso, caminé de vuelta hacia el guardia de las SA y le supliqué que tuviera piedad de mí, que me ayudara a llevar a mi hija de vuelta al campo. Aquel guardia bondadoso me miró con compasión e, incapaz de negarse, nos llevó a ambas de regreso al campo.
Una vez ahí, tuvimos noticia de un búnker bajo el establo donde se guardaban los caballos. Supimos que había un sótano grande, con una mesa, un banco y un catre para dormir. Supimos que había que echar a un lado los caballos y que se debía retirar la paja y el alimento para abrir una compuerta. Habría allí una escalera que nos conduciría al búnker. Una mujer de apellido Dafner estaba oculta allí, con su hijo de cuatro años. Habían llegado poco tiempo atrás, después de esconderse con una familia polaca que temía ser descubierta por los alemanes y les había pedido que se fueran.
Mark y yo fuimos a ver al Señor Wulkan, quien nos dio permiso de utilizar el búnker. A primera hora de la mañana del sábado, llevamos a nuestra hija al búnker. Habíamos conocido a la Señora Dafner antes de la guerra y nos ofreció hacerse cargo de nuestra hija. Nosotros prometimos llevarle comida y otros artículos.
Nuestra angustia por la supervivencia de Mirusia hacía de cada momento del día una tortura. ¿Habría alguien capaz de ayudarnos? Pese a todo, me aferraba a mi fe y guardaba la esperanza. Recordé entonces algo que mi madre solía decir: "Hob betujen", ten fe, ten fe.
Fuimos trasladados a las barracas del barrio Koszary. Los edificios de ladrillo que ahora ocupábamos eran un antiguo cuartel militar polaco, separado de la Escuela Policíaca de Equitación por una valla. Gracias al Señor Wulkan, Mark y yo seguimos trabajando todos los días en Malobadz, donde Mirusia se escondía en la guarida, junto con la Señora Dafner y su hijo. Mark recibió la tarea de seleccionar los zapatos que, enviados desde Auschwitz, aún pudieran ser útiles, mientras yo limpiaba la oficina y lavaba la ropa de un oficial de las ss, el Obersturmbannführer3 Kroll.
Poco tiempo después, mientras éramos escoltados a Malobadz por guardias de las SA —en su mayoría viejos que habían combatido en la Primera Guerra Mundial— y caminábamos como prisioneros por las calles de nuestra propia ciudad, nos topamos con algunos hombres que reparaban la calle y tuvimos que andar más lento para sortearlos. Uno de ellos le hizo señas a Mark. Era el esposo de Marta, que se las arregló para darle una nota a mi marido.
No podíamos esperar para llegar al campo, pero esperamos y sólo ahí abrimos la nota. Marta había escrito: "Temo acoger a Mirusia porque una vecina mía sospecha que quiero alojar a un niño judío. Lo lamento."
Nos sentíamos devastados. Todas nuestras posibilidades parecían cerradas. Nos fuimos a trabajar, llenos de rabia.
Al mediodía, durante el receso, corrimos al búnker. Con la ayuda de unos amigos que montaban guardia afuera, empujamos los caballos, hicimos a un lado su alimento, bajamos hacia Mirusia al tiempo que un amigo cerraba la compuerta sobre nosotros y volvía a colocar la comida y los caballos en su lugar. Llevábamos un paquete de comida, pero Mirusia se negó a comer, diciendo "No tengo hambre, mamusiu". Se sentía sola, nos extrañaba y quería que la lleváramos con nosotros. Intentamos consolarla y convencerla de que pronto estaría con nosotros de nuevo, pero no fue de gran ayuda. Su alegría por habernos visto se desvaneció y cedió a la tristeza.
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Una tarde poco tiempo después, estaba sentada a solas en las escaleras de las barracas en Koszary. Pensaba en mi madre, mis hermanas y mis hermanos, me preguntaba dónde estarían y me torturaba con la idea de saber a mi hija abandonada en un escondrijo.
Perdida en mis pensamientos, sentí que una mano me tocaba. Sorprendida, di un respingo y vi ante mí a una mujer joven. Se presentó como Rozia Taus. "Todos los admiramos", dijo, "por la forma en que escaparon del transporte a Auschwitz, por el modo en que luchan por su hija. Sé lo que están pasando y me encantaría ayudarlos. Como ustedes salen a trabajar todos los días a Malobadz y tienen oportunidad de entrar en contacto con el exterior, permítanme darles la dirección de un polaco que conozco. Tal vez él pueda ayudarlos a esconder a la niña." Sus palabras me conmovieron y me llenaron de gratitud.
Entonces Rozia me llevó a un lado y me contó su propia historia. Había entregado a su bebé de tres meses a una mujer Volkdeutsch4 que vivía en Krolewska Huta, en Silesia. Acababa de recibir una nota donde le avisaban que la mujer se presentaría mañana a mediodía, en una calle frente a Malobadz, para que ella viera a su bebé. Pero Rozia debía trabajar en Koszary. ¿Podría yo asomarme a una ventana a mediodía y ver y mirar a la pequeña? Claro, acepté.
Al siguiente día, la mañana del 18 de agosto, partimos a Malobadz a trabajar, como siempre. Corrimos hacia el búnker con comida en cuanto llegamos y luego nos apresuramos hacia nuestros puestos de trabajo. El día era soleado y luminoso, y a las doce Mark y yo fuimos hacia una ventana para ver a la mujer que traería a la hija de Rozia. Al ver el cielo azul y el trajín de la vida en la calle, sentimos el soplo de la libertad a través de la ventana ligeramente entreabierta. Pero los guardias de las SA nos recordaron nuestro cautiverio.
Fue en esos momentos cuando vimos a dos mujeres caminando lentamente hacia nosotros, una de ellas con un bebé en brazos. Al pasar bajo la ventana una de ellas pronunció el nombre Taus. En ese momento tuve un impulso repentino y le dije a mi esposo: "¡Tal vez una de ellas acoja a nuestra hija!" Me miró sorprendido y luego, emocionado, dijo: "¡Intentémoslo!" y de inmediato comenzó a escribir una nota.
Mark escribió:
Rozia Taus, nuestra amiga, siente muchísimo no poder estar aquí para ver a su hija porque trabaja del otro lado del campo. Nos pidió que enviáramos saludos y que describiéramos cómo se ve ahora su bebé y cómo está. Y les rogamos que tengan compasión de nuestra propia hija, que es la única niña que queda aquí. Todos los demás han sido llevados a Auschwitz y pronto este campo será cerrado. Les aseguramos que no tendrán que preocuparse por su manutención. Les daremos todo el dinero y las joyas que tenemos, suficiente para durar por los muchos años que vendrán. Aquí está una foto de nuestra hija. Rezamos por que nos ayuden.
Sellamos la carta y les hicimos señas para indicarles que la echaríamos por la ventana tan pronto como un guardia cercano se alejara.
Cuando lo hizo, lanzamos la carta. Las dos mujeres se acercaron al edificio y una de ellas, fingiendo que se arreglaba una media, se agachó a recogerla. Con todo mi corazón y mi alma, y sabiendo que mi esposo sentía lo mismo, esperamos con angustia una respuesta. Durante lo que parecía una eternidad, las mujeres cruzaron la calle y pasearon de un lado a otro, de un lado a otro frente a los edificios.
Durante un segundo, me sentí perdida cuando la más alta de ellas, que llevaba en brazos a la niña Taus, alzó al bebé frente a nosotros para indicar que ya tenía un niño judío. De inmediato, instintivamente, señalé a la otra mujer, que tendría unoscuarenta años y mostraba un rostro muy sereno. Comprendió de inmediato que me refería a ella. Así que, sin llamar la atención del guardia, continuaron su paseo por la calle. Mientras esperábamos.
Finalmente las vimos regresar. Se detuvieron frente a la ventana y, en el dialecto de Silesia, la mujer con el rostro tranquilo y hermoso dijo:
"Przyrychtujcie." ¡Preparen a la niña!
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"¡Preparen a la niña!" Era como si las palabras crepitaran alrededor de nosotros como fuego. Ésta era la única manera de salvar a nuestra hija de una muerte segura.
Rápidamente reunimos a varios amigos que nos ayudarían a sacar a Mirusia. Las palabras aún resonaban en nuestros oídos, "¡Preparen a la niña!" Nos apresuramos hacia el búnker y apartamos los caballos y el alimento, y abrimos la compuerta y yo bajé por la escalera. Perdí la noción del tiempo. La vida parecía inmóvil cuando tomé a Mirusia entre mis brazos.
Sentí una mezcla de miedo y alegría al susurrarle: "Mirusiu, kochanie, Mirusiu, querida mía, tu tía está esperando afuera para llevarte con ella a su casa, donde estarás a salvo. ¿Me entiendes?", y con la voz quebrada le prometí que yo la alcanzaría al día siguiente.
Me miró y comenzó a llorar. "Tengo miedo de ir sin ti", dijo. "Mamá, por favor, ¡ven conmigo! ¡Por favor no me hagas ir sola!"
No podía soportarlo. Me destrozaba el corazón.
Pero encontré fuerza en mi interior y le grité: "¡Deja de llorar, Mirusiu, y escúchame! No tenemos tiempo y debemos apresurarnos. Si te quedas aquí, con tu padre y conmigo, nos matarán a todos. Pero si te vas con tu tía, todos tendremos una posibilidad de sobrevivir y estar juntos de nuevo. Tu tía está esperándote fuera del campo."
Aún entre lágrimas, aún aferrándose a mí, sollozó: "Mamusiu, iré. Lo haré. Por favor limpia mis lágrimas."
Limpié su rostro y comencé a vestirla con un abrigo a cuadros con capucha. Aunque temblaba de miedo, abracé y besé a mi pequeña una y otra vez, traté de pensar en más palabras que le hicieran creer que yo estaría pronto con ella.
Tomé el hatillo con las joyas y el dinero y lo amarré a su cuello. Alguien llamó desde arriba: señal de que todo estaba listo.
Nos despedimos de la Señora Dafner y de su pequeño, y ella nos deseó buena suerte.
Al subir por la escalera la sangre se me tornó fría, mientras pensaba en el momento en que tendría que dejar ir a mi hija. Pero el pensamiento de la muerte ineludible que tendría en Auschwitz me dio la fuerza para emprender el camino con ella.
Mark estaba arriba, en el establo, esperando ansioso. Algunos amigos habían salido para distraer a los guardias. Mark me indicó que debíamos ir rápido hacia el muro que daba al otro lado de la calle, donde un hombre rubio y muy alto llamado Tischler nos estaría esperando. El padre de mi hija la atrajo hacia su pecho y la bendijo. La besó brevemente y susurró: "Buena suerte, mi pequeño amor Mirusia. Te quiero."
Yo llevaba puesto un abrigo largo y holgado, bajo el cual sostenía a Mirusia muy cerca de mí. Estrechadas una contra la otra, avanzamos como una sola persona hacia el muro. El día de agosto era caluroso, el sol brillaba, pero el sudor de mi cuerpo era frío. Mark, Mirusia y yo atravesamos el campo con cuidado. Éste era el último momento que habríamos de compartir con nuestra hija, y algo dentro de nosotros anhelaba que no terminara nunca. Junto al muro, su padre la tomó y la entregó a Tischler. Un segundo después, vi cómo los largos brazos de Tischler levantaban a mi hija a lo alto de la valla.
Incapaz de moverme, la vi saltar hacia el otro lado. Las dos mujeres aparecieron y la tomaron de la mano, una a cada lado. Sin ver hacia atrás, mi hija se alejó junto con ellas. Permanecimos ahí, viendo y esperando hasta que las vimos entrar a un tranvía, y sólo entonces suspiramos profundamente y con alivio. Le dimos gracias a Dios por ese milagro y nos alejamos con lágrimas corriéndonos por las mejillas.
Algunos amigos se reunieron con nosotros —Ehrlich, Finder, Krzesiwo, Potok y los hermanos Zaks—, los mismos que nos habían ayudado a distraer a los guardias. Todos sentían que era una maravilla que hubiéramos podido ocultar a nuestra hija y sacarla de ahí a plena luz del día sin que la policía la viera escapar.
Ya en las barracas, lejos del sol, comencé a repetir una y otra vez: "¡Mi hija se ha ido!, ¡Mi hija se ha ido!" y rompí en llanto. ¿Habríamos hecho lo correcto? Aunque su angustia no era distinta de la mía, mi esposo intentó consolarme. Y nuestros amigos no dejaban de asegurarnos que sin duda habíamos hecho lo correcto, y que éramos afortunados de que esa mujer hubiera venido a nosotros y hubiera estado dispuesta a correr el riesgo de acoger a nuestra hija…
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Rozia Taus me dijo que las dos mujeres eran hermanas, ambas casadas con polacos. La mujer que tenía a la bebé de Rozia era Clara Zroski, y la otra, María Dyrda, vivía en Sielce, un suburbio de Sosnowiec, la ciudad contigua a Bezdin.
Esa noche soñé que escapaba del campo, que era perseguida por la Gestapo y que no podía encontrar a nuestra hija.
Por la mañana, salí rápidamente de las barracas de mujeres para encontrarme con mi esposo. Teníamos la esperanza de recibir de alguna manera noticias de la Señora Dyrda en nuestro camino hacia el trabajo. A la hora de la comida, nos reunimos en el lugar de siempre. Mientras comíamos, no dejábamos de ver por la ventana a la gente libre, y nos sentíamos alegres porque nuestra hija estaría entre ellos. Surgió en nosotros la tentación de escapar, pero no había ningún lugar al que pudiéramos ir.
Los días pasaban lentamente, sin noticias de nuestra hija. Pasé noches sin dormir preguntándome cómo estaría. ¿Estaría bien? ¿Dormiría por las noches? ¿Lloraría por su papá y su mamá? ¿Cómo se comportaría entre desconocidos? Rezaba y esperaba que nadie se diera cuenta de que era una niña judía.
Entonces, un día, mientras mirábamos por la ventana de la misma habitación, vimos a un muchacho rubio que al pasar nos mostró una carta. Tan pronto como el guardia se hizo a un lado, abrimos la ventana y el muchacho lanzó la carta hacia dentro. Era de la señora Dyrda:
Mirusia está bien y todos nos hemos encariñado mucho con ella. Mi hija Urszula, de doce años, y mi hijo Paulek, de catorce, juegan con ella y la tratan como a una hermana. Les he explicado que Mirusia es judía y que su vida correría peligro si la hubiéramos dejado en el campo. Y que nadie debe saber que es judía, pero que si alguien lo preguntara, ellos deben decir que es parte de nuestra familia, que es la hija de mi hermana. Cuando llegó, la bañé y la tallé porque estaba llena de tierra del búnker y tuve que quitarle los piojos de la cabeza con nafta. Cenó bien y durmió bien, después de la miseria del búnker, pero cuando despertó comenzó a llorar: "¿Dónde está mamusia?"
La Señora Dyrda escribió que había sentado a mi hija en su regazo y que la había abrazado hasta que dejó de llorar. Mirusia se quejaba de que su madre le había mentido, de que había prometido alcanzarla al día siguiente. Pero la familia Dyrda había intentado consolarla. También escribió que sus dos hijos mayores, Jerzy y Alfred estaban en el ejército alemán y que su esposo Pawel estaba oculto por razones de índole política. Finalmente, nos pedía avisarle a Rozia Taus que su hermana Clara había regresado con la bebé a Krolewska Huta.
Nos sentimos aliviados y esperanzados de que nuestra hija se adaptara a su nueva vida. Quemamos la carta y, mientras la veíamos arder, rezamos para que Dios protegiera a nuestra hija y a esa buena mujer que la había acogido. Nunca olvidaríamos esa carta escrita con tanta ternura, y nuestros ojos se llenaron de lágrimas y agradecimiento por esa mujer bondadosa y por su compasión maternal hacia nuestra niña. Esa noche fue la primera noche en que mi mente estuvo tranquila, con la sensación de que mi hija estaba fuera de peligro.
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Corría el mes de enero de 1944. Justo un día después de que Mark fuera deportado. Los que aún quedábamos en el campo fuimos conducidos a latigazos hacia la estación de tren de Bedzin. Nos decían todo el tiempo que íbamos hacia otro campo de trabajos forzados.
Los guardias de las SS nos empujaron hacia un tren y cerraron las puertas. Comenzamos a alejarnos de nuestro pueblo, donde dejé atrás una vida de recuerdos, sueños y esperanzas. Todos llevábamos bultos con unas cuantas pertenencias e intentábamos hallar un lugar para sentarnos.
Yo estaba acurrucada en una esquina, cerca de una ventana con mi amiga Rozka. Escuchábamos el sonido de las ruedas del tren y tratábamos de adivinar adónde nos dirigíamos. No pasó mucho tiempo antes de darnos cuenta de que íbamos a Auschwitz.
Estaba segura de que debía saltar fuera del tren. Comencé a abrir la ventana y de inmediato sonaron disparos de metralla. Rozka tiró de mí hacia atrás gritando: "¡Cierra la ventana! ¡Te matarán! ¡Nos matarán a todos!" Traté de controlar mis sentimientos, pero era inútil. El paisaje que conocíamos se quedaba atrás, mientras íbamos de camino a Auschwitz. Finalmente, el tren perdió velocidad y se detuvo en una estación; ahí estaba el letrero, y no nos quedó duda alguna.
Había nevado todo el tiempo y la nieve se apilaba afuera. Los SS, con sus perros y sus látigos, abrieron las puertas y nos sacaron gritando: "¡Raus, schnell!"5 Nos hicieron subir a unos camiones. A lo lejos podíamos ver a los prisioneros con sus trajes a rayas en medio del frío cortante.
Nos depositaron frente a unas barracas y fuimos llevados a un gran salón. Nos indicaron que allí dormiríamos y que por la mañana un doctor de nombre Mengele vendría y elegiría a algunas personas jóvenes para trabajar.
Un kapo judío estaba a cargo de nosotros. Su nombre era Berliner y era de Varsovia. Nos dijo que las personas jóvenes y saludables tenían posibilidad de sobrevivir, que muchos judíos y otras personas estaban trabajando allí y en Birkenau.
Nos dijo también que no debíamos ceder al pánico y que él nos ayudaría. Para las mujeres trajo lápiz labial y rubor, y nos indicó que debíamos arreglarnos para parecer frescas y saludables por la mañana, para la visita del doctor Mengele.
Algunos se acomodaron en las bancas de madera, algunos en el piso de concreto. Una mujer joven trató de suicidarse tragando veneno, pero otra prisionera se lo impidió y salvó su vida esa noche. Algunos internos del campo estaban entre nosotros y trataron de animarnos mencionando algunos nombres de gente de Bedzin que vivía aún dentro del campo.
Llegó el alba. El kapo Berliner nos apremió para vernos lo mejor posible a la llegada del doctor Mengele. Poco después, llegó un oficial de las ss. Recuerdo que era alto, joven y apuesto. Tomó asiento frente a un escritorio y comenzó a mandar hacia la izquierda a familias con niños y ancianos, y a los solteros jóvenes hacia la derecha. Todos estábamos aterrados, incapaces de controlar nuestras emociones. Una mujer corrió hacia el grupo de los solteros, dejando atrás a sus hijos. Otra hizo lo mismo, abandonando a dos adolescentes, una hija y un hijo. Una madre rogaba a su hija que hiciera lo mismo, que la dejara, que se salvara. Pero la niña se rehusó, así que ambas fueron juntas a la cámara de gas. Todavía puedo verlos a todos, en especial a las madres y sus hijos, destinados a la muerte.
Al final, un pequeño grupo de mujeres solteras fueron obligadas a quitarse la ropa y permanecer completamente desnudas en una fila, para pasar luego una a una frente al ss Doktor Mengele. Una por una, dominadas por el miedo, pasamos frente al hombre que decidiría quiénes de entre nosotras sobrevivirían y quiénes debían morir. Sólo 35 mujeres fuimos elegidas para vivir.
Más tarde supimos, por boca del mismo kapo Berliner, lo cerca que todos habíamos estado de la muerte. Originalmente, estábamos programados para ir de inmediato a la cámara de gas. Pero, por razones de eficiencia, los SS nos habían dejado vivos durante la noche, ya que constituíamos un grupo demasiado pequeño para ser gaseado. Estaban esperando para reunirnos en la cámara con un grupo de judíos holandeses que no había llegado. Así que por la mañana habían hecho una selección y unos cuantos de nosotros resultamos aptos para realizar el trabajo que los alemanes requerían.
Tras la selección, los kapos alemanes nos condujeron con palos a otras barracas, donde debíamos entregar nuestras pertenencias y nuestra ropa. Rasuraron mi cabeza y el resto de mi cuerpo, y mi cabello y pelos cayeron muertos sobre el piso. Nos hicieron pasar por agua hirviendo y por agua helada, luego nos hicieron formarnos para recoger unos andrajos y unos zapatos que nos aventaban.
Debíamos vestirnos con esos andrajos, unos pijamas a rayas que llamábamos "pasiaki", sin algunos botones y con mangas rasgadas, o con vestidos que eran demasiado pequeños o demasiado grandes. En el campo principal, la mayor parte de los prisioneros usaba pijamas de rayas azules y grises, pero nuestra ropa durante la cuarentena tenía anchas franjas rojas pintadas en la espalda. Eran afortunados quienes tenían un zapato izquierdo y uno derecho, de otra forma, había que caminar con dos zapatos izquierdos o dos derechos y, temerosos de ser golpeados por los kapos, ni siquiera pensábamos en intercambiarlos con alguien más. Cuando veíamos a gente conocida, casi no podíamos reconocerla. Tatuaron números en nuestros antebrazos. Me convertí en el 74733. Ahora éramos esclavos, no teníamos ningún derecho.
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Una calamidad tras otra se sucedían, y ahora los kapos nos habían agrupado y nos decían que todos debíamos pasar por una "cuarentena" para asegurar que nadie portara enfermedades contagiosas. Nos llevaron a unas barracas. Allí, centenares de mujeres yacían en catres, algunas de ellas sumidas en una profunda depresión, con la mirada perdida, otras claramente enfermas, pero temerosas de admitirlo. Nos dijeron que si alguien era llevado al "hospital", el crematorio sería la siguiente parada.
Una mujer judía de nombre Itka, que fungía como kapo, estaba a cargo de la barraca. Nos mostró las literas de madera. Rozka y yo subimos a la parte alta.
La primera noche de cuarentena observé la miseria que me rodeaba y pensé que perdería la razón. El sueño nunca llegó esa noche.
La muerte estaba en cada rincón de la barraca: mujeres jóvenes y viejas yacían sin moverse, aferrándose apenas al aliento vital. Muchas de ellas parecían no tener más esperanza. Otras tenían una chispa en los ojos, un ligero movimiento en sus cuerpos y parecían luchar contra su dolor y su miedo. Había filas y filas de literas y sólo una luz tenue en medio de la noche.
Algunas de las mujeres ya eran musulmanas, como les llamaban en el campo, esqueletos humanos, muertos que aún caminaban. Como el resto de nosotras, debían arrastrarse a las letrinas durante la noche, a través de la nieve, el lodo y el viento feroz. A veces los pies se me hundían en el lodo y no era capaz de contenerme hasta llegar a las letrinas. Allí, el olor era insoportable y solía ver a mujeres debilitadas por la enfermedad, demasiado exhaustas como para levantarse de los hoyos en las tablas de madera, recibiendo allí mismo los golpes salvajes de las mujeres kapos. Obligada a vivir en estas condiciones, acabé por contraer una infección urinaria grave. Agradecía las pocas ocasiones en que nos enviaban a las duchas, aunque se alternara el agua helada e hirviente, pues eso parecía ayudarme a mantener mi cuerpo y mi alma con vida.
La cuarentena se guardaba en Birkenau, en el banco izquierdo del río Sola, a tres kilómetros de Auschwitz. Birkenau estaba rodeado de cercas eléctricas y había guardias de las SS dentro y fuera. No pasó mucho tiempo antes de que viera a mujeres que se arrojaban contra las alambradas para terminar con su agonía.
En Birkenau trabajaban sin tregua cuatro cámaras de gas, cada una con su crematorio. Todo aquel que llegaba era despojado totalmente de sus pertenencias. Todo lo que dejaban era almacenado en edificios llamados Effektenkammer,6 depósitos para pertenencias confiscadas, que otros prisioneros debíanclasificar con el fin de que cualquier cosa de valor fuera enviada a Alemania. Muchos grupos fueron asesinados en su totalidad inmediatamente a su llegada. Algunos prisioneros eran asignados a los "Sonderkommandos", unidades especiales forzadas a realizar la mayor parte del trabajo en las cámaras de gas y a quemar los cadáveres en los crematorios.
Nunca, nunca vi un cielo azul en Birkenau. El cielo era siempre gris: el humo no cesaba de manar día y noche de laschimeneas en los cuatro crematorios.
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A mediados de enero de 1945, justo el día en que cumplí treinta años, los prisioneros recibimos la orden de recoger nuestras raciones de comida y prepararnos para ser evacuados a un campo dentro de Alemania. Sabíamos que los rusos se acercaban y corría el rumor de que los alemanes destruirían Auschwitz-Birkenau y enviarían a Alemania camiones con toda la mercancía acumulada en los almacenes.
El caos se apoderó del campo y los SS perdieron el control. Los prisioneros y los kapos deambulaban sin saber qué debían hacer. Pasé frente a un almacén lleno de ropa. Los prisioneros habían forzado las puertas y tomaban todo lo que podían. Corrí al interior y tomé un vestido azul marino con saco y un pañuelo rojo de seda. Ninguna de estas prendas estaba marcada con franjas de prisionero.
Puesto que la evacuación tenía lugar en medio del invierno, todos trataban de ponerse la mayor cantidad de ropa posible. Me puse el vestido bajo mis pijamas rayados. Algunos prisioneros se vistieron con varias capas de ropa y otros echaron mantas sobre sus hombros.
Fuimos escoltados fuera del campo durante la noche del 18 de enero; al pasar las rejas del campo de exterminio, bajo un clima que debió haber alcanzado los veinte grados bajo cero, dejábamos atrás a los cientos de miles de almas inocentes que los nazis habían asesinado.
Caía la nieve. Los guardias de las SS y sus perros nos escoltaban. La caminata parecía no tener fin. Mi amiga Rozka y yo, temiendo que nuestros pies cedieran al frío y al dolor, nos sosteníamos la una a la otra, ayudándonos a mantenernos en pie. Los guardias no dejaban de gritar que debíamos apresurarnos, seguir caminando, avanzar. A cualquiera que cayera y no pudiera levantarse le disparaban ahí mismo.
La nieve que caería después cubriría los cuerpos de los muertos, sus últimos destellos de esperanza y su último hálito de vida.
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Una mañana gris, llegamos a una granja polaca en Poremba, en el distrito de Pszczyna. Los kapos nos ordenaron refugiarnos en los establos, desperdigados por la granja, mientras los SS montaban guardia fuera.
Nos sentíamos aliviados de tener un techo y de poder descansar. Se nos informó que seguiríamos caminando hacia el Oeste al anochecer, ya que durante el día los alemanes temían el ataque de las bombas rusas.
No tuve manera de conciliar el sueño. Pensaba y pensaba, añorando la libertad, añorando a mi hija. La libertad parecía estar tan cerca, y a la vez tan lejos. Entonces, escuché a cuatro mujeres jóvenes planeando una fuga. Tenían objetos de valor ocultos para sobornar a quien fuera necesario. Yo no tenía nada, pero ésta era mi tierra en Polonia. Conocía el campo, así que fui hacia ellas y les dije que yo podría encontrar un escondite para todas. Les gustó mi idea y la aceptaron. Pero se rehusaron a incluir a mi amiga Rozka, temiendo que el grupo fuera demasiado grande.
No teníamos tiempo que perder. Pronto caería la noche y continuaría la evacuación. Había un baño cerca del establo y decidimos utilizarlo como el primer punto de nuestra huida. Comenzaba a atardecer cuando logré llegar ahí. Me quité el pijama a rayas y me quedé con el vestido azul. Cuando abrí la puerta, las cuatro mujeres ya me habían alcanzado.
Ellas se habían encargado de informar a las mujeres polacas de la granja que éramos polacas huyendo de la evacuación y que necesitábamos un refugio por esa noche. Las mujeres estaban dispuestas a que permaneciéramos ahí. Súbitamente, llegó un joven, su vecino, y comenzó a hablar con nosotras. Nos dijo que los rusos se acercaban y nos preguntó sobre el campo y sobre la clase de trabajo que realizábamos ahí.
Cuando se marchó, comenzamos a sospechar, temimos que nos traicionara. Decidimos dividir el grupo en dos y buscar refugio con otros campesinos.
Una de las cuatro mujeres, Rachela, dijo que iría conmigo. Dijo también que tenía monedas de oro encontradas en las ropas que había clasificado. Rachela y yo atravesamos sigilosas la oscuridad hacia otra granja. Una mujer joven nos permitió entrar cuando llamamos a la puerta. Le dijimos que éramos polacas huyendo del combate y buscando refugio para la noche, y Rachela ofreció sus dos monedas de oro. Entonces, apareció la madre de la chica y aceptó escondernos. Subimos al desván por una escalera y nos cubrimos con el heno almacenado ahí.
Nos dejaron solas y quitaron la escalera. Poco después escuchamos gritos y disparos de metralla que venían de fuera. Los disparos no cesaban. Rachela y yo yacíamos entre el heno, sin movernos. Poco a poco, se dejó de escuchar el ruido de la metralla y la noche se tornó silenciosa de nuevo.
En medio de la oscuridad, escuchamos la voz de la chica que nos llamaba. "Gracias a Dios que están bien", dijo, "los evacuados se han ido. Pueden bajar". Salimos de entre el heno y bajamos. Madre e hija estaban sentadas cerca de la estufa, entrando en calor. La madre nos dijo que éramos afortunadas porque nos habíamos ocultado. Muchos prisioneros que trataban de huir habían sido asesinados por los ss, quienes habían entrado a algunas granjas. Algunos prisioneros habían sido descubiertos y forzados a reunirse con el resto. La hija, llamada Martha Copek, dijo: "Nos alegra que todo haya terminado."
Pero para Rachela y para mí, que pensábamos en las SS y la Gestapo, nada había terminado. Nos preguntábamos qué habría sucedido a nuestras amigas. Yo miraba hacia fuera y pensaba en Mark, hoy, 19 de enero, décimo aniversario de nuestra boda.
Aún teníamos miedo de salir y las mujeres estaban dispuestas a alojarnos. Un día, Martha regresó del pueblo y nos dijo que los rusos estaban cerca, pero nadie sabía qué tan cerca. Nos dijo que podríamos quedarnos ahí el tiempo que quisiéramos.
Sin embargo, yo ansiaba ir a Sielce, ese suburbio de Sosnowiec donde mi hija estaba escondida. Traté de convencer a Rachela de ir conmigo. Al principio, no quería dejar la granja, por temor a ser reconocida como judía. Pero finalmente la convencí de que los alemanes estarían más ocupados salvando su propio pellejo, ante la llegada inminente de los rusos.
A la mañana siguiente, comunicamos a Martha que habíamos decidido continuar hacia Sosnowiec donde vivían nuestros parientes. Ella nos dijo que los alemanes habían tomado el control de todos los vehículos y, a menos que corriéramos con la suerte de encontrar un coche y un caballo, tendríamos que caminar de un pueblo a otro.
Cuando Martha se dio cuenta de que realmente partiríamos, nos dijo que le preocupaba que nos congeláramos en este terrible frío invernal. Trajo un abrigo y una chaqueta para nosotras y nos dio algunos marcos. Me dio una fotografía de ella misma, con su cabello rubio recogido en una trenza e incluso se ofreció a acompañarnos al pueblo vecino para darnos indicaciones. Le agradecimos y le dijimos que eso no era necesario. Entonces escribió para nosotras los nombres de algunas aldeas cercanas. Nosotras les dijimos a ambas lo agradecidas que estábamos por todo y nos despidieron lamentando nuestra partida.
En las carreteras circulaban tanques. Los alemanes avanzaban prestos hacia su frontera; los había a pie, en bicicletas, a caballo. Los polacos iban hacia todas partes. Nadie prestó ninguna atención a estas dos mujeres que viajaban a pie hacia el pueblo más cercano.
Caminamos por la carretera y pasamos por campos y bosques cubiertos por la nieve. En cierto momento, a la distancia, vimos a un policía alemán en la carretera. Corrimos hacia el bosque y avanzamos por senderos estrechos. Las ramas de los árboles se vencían bajo la nieve y el hielo.
Vimos el brillo de una luz y avanzamos hacia ella. Las luces enmarcaban una vía de tren y seguimos esa vía por algún tiempo, pero nuestra energía se terminaba, y temíamos quedar paralizadas por el frío en aquella temperatura por debajo de los cero grados.
Cuando abandonamos el bosque, comenzó una tormenta de nieve, y se hizo difícil respirar con tanto viento.
Vimos una casa y llamamos a la puerta. La puerta estaba abierta, así que entramos. Una mujer mayor estaba sentada a solas en una mecedora. Le dijimos que estábamos en caminohacia Sosnowiec, para reunirnos con nuestras familias. Habíamos dejado atrás Pszczyna por la mañana y ahora no podíamos más con el frío y buscábamos calentarnos. La mujer nos dijo: "Hay leche fría en la estufa y pan y mantequilla sobre la mesa. Sírvanse." Mientras comíamos le dijimos que era difícil conseguir un medio de transporte. "Vayan al centro del pueblo", dijo, "allí podrán encontrar un coche y un caballo." Nos sentimos tan agradecidas con ella que le preguntamos si podíamos ayudarle de cualquier forma. No pidió nada; sólo dijo que ahora, cualquier día, esperaba que su hija regresara finalmente a casa.
Fuimos al centro del pueblo y allí vimos un coche tirado por un caballo que se acercaba. El coche se detuvo en mitad de la carretera, cerca de donde nos hallábamos. Escuchamos a los pasajeros hablar en polaco. Nuestros corazones palpitaron y corrimos hacia el conductor para pedirle que nos llevara. "¿Hacia dónde se dirigen?"
"Sosnowiec", respondimos.
"Suban", dijo, "las llevaré a Katowice y de ahí pueden tomar un tranvía a Sosnowiec." Rachela y yo subimos al coche. El conductor nos proporcionó una manta y nos acurrucamos juntas.
El caballo galopó a través de la nieve, pasando aldeas y granjas. Había gente viajando en todas direcciones. Nos rebasaron convoyes de camiones militares alemanes que se dirigían a Alemania. Rachela se durmió, pero yo estaba inquieta y despierta. De pronto, escuché al conductor decir que ya estábamos en Katowice. Detuvo el coche y Rachela y yo descendimos. Nos despedimos con un viejo dicho polaco: "Bog saplac", que Dios se lo pague.
Cruzamos la carretera hacia un tranvía dirigido a Sosnowiec. Compramos dos boletos con el dinero que Martha Copek, la hija de la campesina, nos había dado.
Había poca gente en el tranvía. No escuchábamos otra lengua más que el polaco. Parecía como si los alemanes hubieran abandonado Katowice.7 Ya casi terminaba el día cuando nos acercamos a Sosnowiec. Cuando descendimos, un viejo estaba de pie en la parada del tranvía, en plena calle, frente a una reja de acero. Le preguntamos si sabía dónde encontrar la calle Swieta Barbara. Señaló hacia una calle empinada, una cuadra a la izquierda, y nos dijo que Santa Bárbara estaba ahí. Nos indicó que debíamos darnos prisa, pues ya comenzaba el toque de queda. Rachela y yo emprendimos la subida y giramos a la izquierda en la calle de Santa Bárbara.
Ya casi llegábamos al número 128 cuando me detuve. "¿Por qué no sigues?", escuché la voz de Rachela, "¿Qué esperas?" Yo me hallaba frente a la casa en que estaría mi hija y, sin embargo, no podía moverme.
Tenía miedo de lo que pudiera haber pasado desde que la dejé. Mientras estaba de pie ahí, inmóvil, en la tarde oscura, vi a un muchacho rubio cuyo rostro me era familiar. Era Paulek Dyrda. Y, como si estuviéramos en otro mundo, escuché su voz llamando: "Marysiu! Marysiu! Twoja mamusia wrocila!" ¡Mirusia! ¡Mirusia! ¡Tu madre ha vuelto!8
Vi a mi hija correr hacia mí y abrí los brazos.
Ella brincó y me estrechó. Sentí su cuerpo junto al mío.
Nos abrazamos y nos besamos, llorando de alegría por encontrarnos vivas.
La sostuve entre los brazos, como en un trance, tocándola una y otra vez para asegurarme de que era real.
Sentí que estaba en un sueño, y que podría despertarme y encontrarme de nuevo en el infierno de Auschwitz. ~
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1.El decano de la comunidad judía local.- N de la R.
2. Las Sturmabteilungen ("agrupaciones tormenta") o tropas de aslto: pequeños contingentes paramilitares, muy violentos, de los que se sirvieron Hitler y el nazismo al principio. Demasiado numerosos y pulverizados, resultaron difíciles de manejar —además de que juraban lealtad a sus jefes inmediatos, no al Führer. Fueron sustituidos —tras el temprano asesinato de sus líderes principales— por las poderosas y ultradisciplinadas SS (Schutzstaffeln, "relevos defensivos"), la policía militar secreta de Hitler, bajo el mando de Heinrich Himmler, encargada de llevar a cabo la "Solución Final" o asesinato en masa de los judíos, de otras minorías "eliminables" y de los opositores al régimen —alrededor de seis millones de víctimas inocentes—, decidida y ordenada por Hitler y la cúpula del partido nazi, y perpetrada con una muy amplia participación, activa o pasiva, de numerosísimos simpatizantes (decenas de miles o más) provenientes, en primer lugar, de todos los estratos sociales de Alemania y, secundariamente, de los paises aliados a ella u ocupados por ella.- N de la R.
3. "Ultraguía de grupo de tormenta": alto rango paramilitar, equiparable a un brigadier.- N de la R.
4. De etnia alemana. En la vieja Polonia había numerosos núcleos de etnias no polacas: alemanes, luituanos, ucranianos y, desde luego, judíos. Estas etnias no se deinían racialmente (se mezclaban desde siglos atrás), sino por su lengua familiar y sus tradiciones culturales.- N de la T.
5. "¡Largo de aquí, de prisa!".- N de la R.
6. "Habitación de efectos personales".- N de la R.
7. Katowice (en alemán Katowitz) tenía de antiguo una porción minoritaria de población alemana, y habría formado parte del Imperio Alemán de 1870 a 1919.- N de la R.
8. La familia Dyrda recibió la medalla Yad Vashem para los "Justos entre las naciones" por salvar la vida de Mira. el proceso para otorgar este reconocimiento a la familia Copek en Poreba, está en marcha.