A mediados del siglo XX, los precios de los libros mexicanos eran fijos, sin ley que lo exigiera. El editor fijaba el precio, los libreros compraban en firme (sin derecho a devolución) y su ganancia (si el libro se vendía) estaba en el descuento que le había hecho el editor (menos los gastos de operación). Selectivamente, el librero hacía un descuento del 10% a algunos clientes, lo cual reducía su margen bruto en un porcentaje importante (digamos, del 35% al 25%). Ocasionalmente, lo reducía a cero para rematar los libros que llevaban muchos años sin venderse. Uno podía ver un libro interesante, no comprarlo de momento y decidirse varios años después, porque el libro seguía ahí. (Ahora no se exhiben más que unos cuantos meses, porque prevalece el derecho a devolverlos; con la complicación adicional del plástico retractilado que impide hojearlos, pero hace falta para protegerlos en el viaje de regreso al editor.)
La situación era distinta con los libros importados. Los de otras lenguas, se concentraban en librerías especializadas: la Francesa, la Británica, la American Book Store. Los de Argentina y España se mezclaban con los mexicanos, y no eran tantos. España no era todavía la potencia editorial mundial que ahora es. Para los libros importados en español había mayoristas que tomaban el precio del país de origen con una paridad convencional. Si el dólar estaba a $8.65, el importador lo fijaba a $10, $12, o lo que, a su juicio, compensara sus gastos y riesgos, porque compraba en firme.
México crecía vigorosamente. La agricultura se modernizaba, abastecía el país y exportaba. Sus excedentes (de producción, divisas y mano de obra) facilitaban la industrialización y el crecimiento de las ciudades y el Estado. Se gastaba cada vez más en educación pública. La exportación de libros mexicanos crecía al 10% anual en toneladas (se triplicó de 1945 a 1955). Parecía el despegue del país al desarrollo. Desgraciadamente, aquella economía próspera a cargo de abogados se empantanó cuando la tomaron los economistas. Desgraciadamente, la educación resultó un fraude: costaba mucho y educaba poco. Ahora hay millones de universitarios mexicanos, pero no aprendieron a leer libros. Desgraciadamente, la oportunidad que parecía llegar para el libro mexicano se esfumó.
1. El libro fue una de las primeras manufacturas mexicanas con potencial exportador, sin que algún secretario de Industria y Comercio o de Hacienda dijera (como sus contrapartes en España): Ojo, aquí tenemos una oportunidad internacional. Las autoridades mexicanas, no sólo no apoyaron la oportunidad externa, tampoco apoyaron la interna con una buena red de bibliotecas (apoyo decisivo en muchos países, que en México ha empezado tardíamente). Pero sí apoyaron los oligopolios de las fábricas de papel. En vez de bajar los costos del libro (por vía de la demanda nacional e internacional), los subieron (por vía del costo del papel).
Una clara muestra de que la industria del libro es más competitiva que la del papel, es que el papel mexicano para hacer libros no es exportable, a menos que se transforme en libros exportados. Pero la oportunidad pasó de noche. Durante muchos años, las autoridades no permitieron la importación de papel, mejor y más barato. Optaron por el desarrollo de la industria del papel, a costa del desarrollo del libro. El apoyo que sí dieron fue la exención del impuesto sobre la renta a la edición de libros (no a las librerías, quién sabe por qué), que después fueron retirando. Poca cosa, en comparación con el decidido apoyo del Estado al libro español.
2. Los libros de texto, que son fundamentales para la industria editorial de todos los países, pasaron en gran parte al sector público, desde que se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos en 1959. Esto redujo el mercado y encareció los libros que no eran de texto, porque estaban apoyados (como en otros países) por el negocio de los libros de texto. Además, afectó el negocio de las librerías, sostenido en buena parte por las ventas de temporada: Navidad y libros de texto.
3. El auge del libro español afectó a México por vía del dumping. Las tiendas Aurrerá empezaron vendiendo saldos, sobre todo de ropa, pero no los conseguían de los editores mexicanos, que se negaban a saldar, para no enemistarse con autores y libreros; como le sucedió al Fondo de Cultura Económica cuando remató a Gigante buena parte de su bodega. Fue una barata memorable y una competencia desleal. Los mismos libros que estaban en las librerías, comprados en firme y todavía en exhibición, se ofrecieron al público a precios menores que el que habían pagado los libreros. Muchas librerías dejaron de comprar libros del Fondo.
Alguna vez salió en la primera plana de Excélsior que había llegado a México un barco cargado de libros españoles. Era un saldo comprado por Aurrerá. Los editores españoles no tenían problemas, sino incentivos fiscales y comerciales, para saldar en México. El exceso de producción en España, los incentivos para exportar y los precios altos que fijaban los importadores mexicanos creaban una oportunidad ideal para Aurrerá y otros que canalizaron el dumping español. Lo hicieron, con éxito espectacular, la Librería Gandhi y la Librería Parroquial (que de hecho acabó con las librerías católicas). Naturalmente, el poder de compra que acumularon los grandes importadores de saldos y las cadenas de tiendas (aunque no entraran al negocio del dumping), los hizo fuertes frente a los editores mexicanos. Acabaron comprando también los libros mexicanos en condiciones especiales (descuentos, plazos, derecho a devolución). Esto creó dos niveles de precios al mayoreo: bajos para los fuertes y altos para las otras librerías. Lo cual sirvió para debilitarlas más.
4. La inflación y las devaluaciones desatadas por el presidente Echeverría y sus economistas (que despreciaban el “desarrollo estabilizador”) fueron la puntilla para el precio fijo de los libros. Los costos del papel y la impresión subieron mucho, la demanda de libros bajó. Por ambos lados, los precios de los libros se volvieron insostenibles. Muchos editores y libreros trataban (absurdamente) de sostener cuando menos los precios de los libros que ya tenían, y se llevaban la sorpresa de que, al venderlos, no recuperaban lo suficiente para editar o comprar nuevos. Hubo un desbarajuste en el mercado. Hasta en la misma librería, era posible encontrar dos ejemplares del mismo libro a precios distintos.
5. Los precios inestables, el mercado revuelto, la desaparición de librerías, rompieron otro tabú: los maestros y directores de escuelas empezaron a actuar como librería para los padres de familia, eliminando al odioso intermediario y ganándose algunos pesos, con el apoyo de los editores, que dejaron a los libreros sin un ingreso fundamental: los libros de texto no gratuitos.
Todo esto ha llevado las librerías independientes al colapso. Venden poco y con márgenes reducidos que difícilmente sacan los gastos. Muchas han cerrado. Una persona que sepa de libros, que tenga mucha vocación por difundirlos y mucho sentido comercial, puede sobrevivir, hasta que se cansa. El mismo esfuerzo luce más en otras actividades. A pesar de lo cual, nunca faltan entusiastas que sueñan con poner una librería. Hay que decirles: A menos que tengas dinero para pagarte una afición costosa, no te metas. En México, todo está organizado para acabar con las librerías.
Los darwinistas ven todo esto filosóficamente. Si la ley de la selva destruye el medio ambiente en vez de mejorarlo, y convierte la selva en un desierto, el resultado (por definición) es óptimo, inmejorable. Cualquier intervención para que no se extienda el desierto, o para que reverdezca, sería antinatural. Si los bosques, el agua y la vida desaparecen, no hay que lamentarlo: no eran competitivos.
Lo competitivo de una librería está en el surtido (amplitud, foco), el lugar (agradable, de fácil acceso), el personal (conocedor, cumplidor, ayudador, sin ser metiche) y, desde luego, el precio, si no es igual en todas partes. Una librería que está lejos, casi no da servicio y ni sabe lo que tiene, pero vende con el 20% o 30% de descuento, se vuelve muy competitiva. Pero ¿cómo es posible dar el 30% de descuento al lector, si la librería recibe 35%? No es posible. Excepto, claro, si algunas librerías consentidas reciben descuentos altísimos. Y ¿cómo es posible para el editor dar descuentos altísimos? Subiendo los precios. Con lo cual resulta que el descuento es puro cuento.
En los tratados de comercio internacional, suele haber una cláusula por la cual ninguno de los países contratantes puede negar a los otros las condiciones que ofrezca al país más favorecido. Si todos los editores ofrecieran a todas las librerías las condiciones que ofrecen a la más favorecida, hasta la más pequeña podría dar los descuentos de las grandes, y entonces se vería cuál es la más competitiva: la más cercana y agradable, la mejor atendida, la que tiene un surtido más amplio y enfocado, la que de veras cumple, consiguiendo el libro que se le encargue. No sólo eso: bajaría el nivel general de precios, porque los descuentos altísimos son artificiales. Aparecieron para proteger a las librerías consentidas de las que no los son, y, sin esa función, salen sobrando.
Los grandes descuentos distorsionan la economía del libro. Un pequeño editor llega a dar hasta el 70% de descuento a su distribuidor (que todavía es menos que pagar el sueldo de un vendedor, mientras su volumen sea bajo) porque el distribuidor, a su vez, tiene que dar hasta el 50% a los clientes consentidos. Y ¿cómo es posible dar el 70%? Subiendo los múltiplos.
A mediados del siglo XX, el precio al público de un libro se fijaba multiplicando por cuatro el costo de su producción industrial (composición, formación, papel, impresión, encuadernación). Los libros de texto podían bajar el múltiplo a tres, por su venta grande, rápida y segura. El Fondo de Cultura Económica, gracias al subsidio, se daba el lujo de hacer lo mismo, en beneficio de los lectores, aunque sus libros no eran de gran demanda, ni de salida rápida. Los careros multiplicaban por cinco. Con un múltiplo de cuatro, un libro que el lector pagaba en $100 dejaba como ingreso bruto para el librero $35, la imprenta $25, el autor $10 y el editor $30, lo cual era muy buen negocio, si el tiraje se vendía todo y pronto, cosa poco común. Si se le quedaba la mitad, el costo real de producción por ejemplar vendido subía a $50, lo cual dejaba $5 para el editor, $35 para el librero y $10 para el autor.
A partir del desbarajuste, los múltiplos de tres, cuatro y cinco se volvieron insostenibles. Subieron, digamos, a cuatro, cinco y seis. Con los grandes descuentos, subieron todavía más. Si un pequeño editor da 70% al distribuidor y 10% al autor en un libro cuya producción cuesta $25, el precio ya no puede ser de $100, que dejaría una pérdida bruta de $5 al editor, si el tiraje se vende todo y pronto; y de $30, si no vende más que la mitad. ¿Debe, entonces, subir el precio, digamos, a $150? No basta, porque el 80% del aumento de $50 se lo llevan el distribuidor y el autor. Aunque el lector pague $50 más, al editor no le tocan más que $10 más, que es insuficiente. Para que el editor reciba $30 más, el aumento tiene que ser del triple. O sea que el libro tiene que venderse a $250, con un múltiplo de diez, no de cuatro.
Los grandes descuentos inflan el múltiplo: obligan a subir el nivel general de precios. Es algo artificial, que sirve para forzar a los lectores a concentrarse en unas cuantas librerías, donde les bajan los precios previamente inflados. Para que el gran descuento parezca realidad es indispensable que las otras librerías no lo puedan dar, lo cual es fácil de lograr. Basta con que los editores obliguen a las otras a vender más caro, negándoles el trato que dan a sus clientes consentidos. Las obligan a ser, de hecho, paleras involuntarias, que montan un escaparate para que la gente vea los libros, tome nota y vaya a comprar con el consentido del editor. Las pequeñas librerías existen (mientras existan) para que se luzcan las consentidas. Cuando desaparezcan, no habrá comparación de precios y el truco de los grandes descuentos resultará obvio. Es el mismo que funciona en multitud de ofertas, baratas y promociones: subir los precios para bajarlos, y que la gente se vaya muy contenta.
No hace falta aclarar que, en ningún momento, hubo una conspiración de los editores a favor de la Gandhi. Por el contrario, había molestia porque choteaba los precios. Sin embargo, finalmente, uno a uno, se fueron rindiendo, y acabaron subiendo los precios para que la Gandhi pudiera bajarlos. Y ¿qué ganaron los lectores? Un país cada vez más desierto de librerías. Con oasis como la Gandhi, que es un inmenso basurero, aunque nos da la felicidad de andar de pepenadores en el caos, buscando maravillas. La Gandhi puede darse el lujo de no saber lo que tiene (ni en su página de internet, ni por teléfono, fax o correo electrónico, ni yendo a preguntar personalmente) porque no necesita competir en servicio.
En el mercado de los libros, no hay, ni puede haber, competencia para un título, porque cada uno es monopolio de su autor y editor. Hay excepciones: los títulos de dominio público (varias ediciones del Quijote) y, en cierta forma, los libros de texto (compiten varios para cada curso). El monopolio lleva, naturalmente, a la regulación de precios. En el caso de los libros de texto, el contenido y los precios tienen que ser autorizados. Para los demás títulos, que son infinitos, el editor fija el precio al público y, en varios países, está obligado a estamparlo en cada libro. Paralelamente, la ley obliga a los libreros y cadenas de tiendas a respetarlo, limitando el descuento a un máximo de 5%. Esto tiene como efecto bajar los precios y ampliar la red de librerías, favoreciendo la competencia en surtido, servicio y ubicación.
En México, hay ahora un proyecto de Ley de Fomento para el Libro y la Lectura que promueve algo semejante. Ojalá que se apruebe, y que el desierto reverdezca. –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.