Soy un ladrón de tumbas. Lo reconozco. Aficionado a visitar sepulturas ilustres, suelo llevarme de recuerdo alguna de las cosas que otros visitantes dejan como testimonio de su admiración viva. No me siento culpable: todo lo que he robado estaba a punto de biodegradarse. Casi deshechas por la lluvia estaban las hojas que me llevé una mañana de la tumba de Keats en el cementerio acatólico de Roma: una era la página, lo juro, que le faltaba al Keats que yo había comprado en un puesto callejero un mes antes, Iperione, Odi e Sonetti en versión de Raffaello Piccoli, editado en Florencia por G. C. Sansoni, sin fecha. Era la página en la que estaba impreso ese soneto que comienza: “La poesía de la tierra no muere jamás”. La otra hoja que estaba junto a ésta era un folio manuscrito con tinta azul: versos que ya era imposible leer. Guardé las dos hojas en mi cuaderno con la idea de hacer un poema con todo ello, pero el poema ya estaba hecho.
Hace unos meses pasé unos días en Mallorca con unos pintores amigos, Luis Javier Gayá y Blanca Muñoz de Baena. Juntos visitamos la tumba de Robert Graves en Deià. La adivinamos primero desde el mar, embarcados; luego subimos a la carrera la cuesta que lleva hasta el que ha de ser uno de los cementerios más hermosos del mundo, no por lo que el cementerio es, que no es nada, sino por dónde está y por el paisaje que lo rodea. La tumba de Graves también sería nada si fuera más sencilla: apenas un nombre escrito con un dedo o un palito en cemento fresco. Y nada más. También robé en la tumba de Graves, lo confieso. E incluso estuve a punto de escribirle el poema de turno, un poema que hablase de que no es el único escritor de ese cementerio, ni tampoco el único extranjero, ni el único por cuya lápida corretean las hormigas, ni tampoco la suya la única lápida escrita a mano, aunque sí es el único al que alguien le había dejado una rosa: pero una rosa de mentira. Esa rosa fue, ya lo habrán adivinado, mi botín. Una rosa de mentira porque alguien la había dibujado en un trozo de cartulina, y bajo el dibujo escribió: “Recuerdo de un viejo amigo”, y después una firma indescifrable. Viejos amigos tuvo muchos Graves por allí, cosa que se descubre a poco que se pregunte.
Uno de ellos es el escritor canadiense Robert Goulet, que se afincó en el pueblecito de Fornalutx hace ya unas cuantas décadas. “Vine por consejo de Graves”, cuenta él. Con el dinero que consiguió por las ventas de su primera y exitosa novela, The Violent Season, compró una maravillosa casa que aún conserva en la fachada el letrero de “Posada de Balitx”. El año pasado publicó otra novela, Puri (The Vineyard Press, Nueva York), historia de un escritor que se enamora de una joven “inocente” (sí, sí, el entrecomillado es mío) y mucho más joven que vive, curiosamente, en Fornalutx, en “the exotic island of Mallorca”, que dice la contraportada. Él niega que la cosa sea autobiográfica, aunque quienes le conocen dicen que lo único que no es verdad es lo de Puri, que el nombre era otro. Qué más dará.
Goulet es un hombre amable en extremo, como sólo lo son los solitarios que no acaban de estar a gusto con su soledad. Nos lo encontramos en la Plaça de Espanya de Fornalutx una tarde, sentado en la terraza del bar español de esa plaza (hay otro inglés). Como mis amigos le conocían, nos invitó a visitarle la mañana del día siguiente, no sin antes acompañarnos al bar inglés a comprar un ejemplar de Puri, nombre que en inglés debe de sonar muy exótico, tanto como en Mallorca según la misma contraportada, que explica que Puri es “a name that is fairly popular in Andalucia but hardly known in Mallorca”.
La casa, ya lo he dicho, es formidable, aunque haya en ella menos libros de los que uno esperaría en casa de un escritor y los cuadros que nos va enseñando sean en realidad posters de esos que venden en cualquier museo. Se ve que adoraba a Graves, o al menos que supone que nosotros lo santificamos, porque nos va diciendo: “En este brasero apoyaba Roberto Graves (pronunciado así, Graves, nada de Greivs ni cosa parecida, no vayamos a confundirnos) los pies para escribir sus poemas”, y así.
Luego nos sentamos en la terraza, que tiene una vista hermosa y desoladora de los montes circundantes, y en medio de la grata conversación de pronto nos dice cosas como “Ya he intentado suicidarme dos veces” o “Qué voy a hacer ahora, ya no puedo soportar tanta soledad”, que no sabe uno si son cosa de pose o la petición de ayuda de un náufrago, de este náufrago que fue aviador durante la Segunda Guerra Mundial y que no duda en avisar a sus amigos tedescos de que él fue “educado para matar alemanes”.
Cuando su mujer, ya muerta, dio a luz a su único hijo, en esta misma casa, él mismo tomó la placenta y la plantó junto a un limonero. Y entonces uno entiende que, por muy solo que se sienta, nunca podrá abandonar esta casa.
Yo, que no conozco a Goulet nada más que de esta visita, creo que Puri es autobiográfica, porque se nota al leerla, porque se la dedica a los “lucky few” que han conocido el amor y han sobrevivido y porque comienza con una cita de Hemingway que dice: “Todas las historias de amor acaban en muerte”. Y me parece hermoso que lo sea, porque la mejor novela de este hombre ha de ser sin duda su propia vida, su nacimiento en Québec, su traslado a Estados Unidos, sus aviaciones de la guerra, su llegada a Mallorca durante el franquismo, el éxito de su primera novela, el silencio después, su amistad con Graves, su vida aquí antes y ahora que se ha quedado solo. Un hombre condenado a ser extranjero y a amar serlo. Un hombre que insulta cuanto ama porque, como todos, no se siente suficientemente correspondido. Porque ama demasiado. Y cómo duele amar el mundo y no atreverse a volver a tocarlo, por miedo a su fría quemadura. ~
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