El mercenario lleva todos sus activos entre el pecho y la espalda. Una estocada rápida, de no más de cinco centímetros de profundidad, y los activos y su dueño en menos de lo que dura un parpadeo desaparecen como si nunca hubieran existido. El hecho impregna la vida del mercenario de una melancolía que ninguna soldada pueda disipar. Esa melancolía es el tema principal de Arquíloco (siglo VII a. C.), que fue mercenario toda su vida. El poema que sigue es un buen ejemplo de ello. Y lo presento aquí en mi versión.
I. La queja del mercenario
Me dan dentera
esos oficialillos barbilindos
que se pavonean por el campamento
con sus escudos labrados,
al aire las cabelleras
perfumadas.
Creen saber ya
todos los secretos
del arte militar.
Yo prefiero
mil veces a esos otros camaradas
chaparros, peludos y burdos,
y que recién llegados del surco
no te traicionan
en el campo de batalla.
Con sus piernas velludas
y zambas
siempre acuden si en las refriegas
te ven en apuros.
Esos camaradas,
hediondos a mierda
y a sudor, son para mí
más elegantes y bienolientes
que todos los aristócratas
de Atenas juntos.
Dame, oh Palas
Atenea, memoria
y que recuerde yo el nombre
de aquel agricultor pestilente
que me salvó la vida cuando estaba
un espartano a punto de degollarme.
Prefiero mil veces
a esos soldados chaparros
peludos y burdos,
que recién llegados del surco
no te traicionan en el campo de batalla.
Cada uno de esos compañeros,
con sus piernas cortas y zambas
es, de la cabeza a los pies,
todo corazón. ~II. Autorretrato
En mi lanza
llevo ensartados panes.
Por mi lanza
escurre vino de Ismaros.
Apoyado en mi lanza,
de pie, en el alto,
sano, sereno, impasible,
como y bebo. ~