En la víspera de la contienda electoral en Estados Unidos, el Partido Demócrata parece desesperado por encontrar a esa figura misteriosa que pueda lograr el milagro: un David liberal para el Goliat neoconservador. Para desgracia de los miles de Bush-haters en el propio país del norte -y en el resto del planeta-, los demócratas no parecen preocupados por contestar la pregunta realmente esencial del asunto: ÀQuién puede, en la práctica, vencer a George W. Bush?
Los dimes y diretes de la campaña por la postulación han sido lamentables por dos razones. Primero, la lucha dentro del partido ha producido una larga lista de posibles ataques contra el candidato, una vez que la contienda presidencial comience. Los golpes entre los siete (número increíble)precandidatos han resultado un sueño para Karl Rove, el resbaladizo genio político detrás del éxito del “Mesías” de Midland. La segunda razón es, quizá, la más descorazonadora. Si de la disputada refriega emergiera un candidato capaz de acabar (por el momento) con la dinastía Bush, todo podría haber valido la pena. Pero no se ve muy probable: la lucidez no parece estar del lado del Partido Demócrata.
El partido liberal estadounidense tiene, cuando menos, a tres candidatos que podrían darle pelea al presidente republicano. John Kerry, senador por Massachusetts, tiene un impresionante historial en política exterior y un conocimiento de primera mano de los sinsabores del combate armado: recibió varias condecoraciones en Vietnam y fue uno de los líderes, a su regreso, del movimiento pacifista de los veteranos estadounidenses. Joe Lieberman, senador por Connecticut, podría también dar el ancho. Lieberman demostró sus cualidades políticas como compañero de fórmula de Al Gore en el 2000. Demócrata serio, Lieberman ha sido un duro crítico de la guerra en Iraq, aunque también ha reconocido la importancia de mantener la mano dura estadounidense frente a la amenaza terrorista. La combinación entre mesura y firmeza podría convertirlo en un buen rival. Por último está Wesley Clark. Si George W. Bush resulta un charlatán cuando se trata de experiencia en el ejército (Àquién puede olvidar sus años cuidando Texas de la inminente invasión vietnamita?), Wesley Clark es, a los ojos de los estadounidenses enamorados con el servicio militar, un verdadero héroe. Con el pecho repleto de medallas y varias cicatrices en el cuerpo, Clark es el poster boy del patriotismo de las barras y las estrellas. Imaginar al general Clark en un debate con el chacotero Bush resulta un deleite. Cualquiera de estos tres líderes del Partido Demócrata podría, con algo de suerte, sacar de la oficina oval a los señores de la guerra preventiva.
Por desgracia, Kerry, Lieberman y Clark van camino del olvido. El Partido Demócrata, que comenzó su proceso de primarias el 19 de enero, parece encaminado a escoger, como su candidato a la presidencia estadounidense, a Howard Dean, quien fuera gobernador del pequeño estado de Vermont. Antes que nada, Dean es un hombre muy enojado. Cuando le llega el momento de hablar sobre su posible rival en las elecciones presidenciales, Dean se arremanga la camisa, suda frío, pega sobre el podio. Uno podría hasta jurar que las comisuras de los labios del elegante gobernador de Vermont se llenan de espuma. Dean es un perro rabioso. Su furia ha logrado recaudar millones de dólares por internet en lo que se ha vuelto una campaña pionera y de resultados excepcionales. La mayoría de los que apoyan a Dean son jóvenes hartos del establishment que Bush -con su sonrisilla burlona- representa mejor que nadie. El apoyo de su tropa cibernética le ha bastado a Dean para asegurarse prácticamente la candidatura que, apenas hace unos meses, parecía impensable. Pero la agresividad del doctor Dean puede ser un arma de doble filo: si bien es cierto que los radicales lo consideran un vengador caído del cielo, el centro -esa zona gris que, en teoría, define las grandes elecciones- podría darle la espalda con rapidez. No hay moderado Ðni indecisoÐ que no sospeche de la ira como ingrediente de la política. La duda radica, entonces, en las elecciones de noviembre: ÀPuede derrotar a Bush otro hijo de familia adinerada, energúmeno impredecible y rabioso, que tampoco acudió a Vietnam ni ha hecho otra cosa que no sea encargarse de un estado fácil de gobernar? Es improbable. Si hacemos caso a la lógica electoral estadounidense, una figura como Howard Dean sería presa fácil para la bien aceitada maquinaria que encabeza Karl Rove. Sería complicado que Dean lograra ser reconocido como un candidato viable en el hogar del estadounidense medio, ese que votó por Bush, lee la Biblia y cree que Hussein es compadre de Bin Laden. La rabia de Dean movería sólo a los demócratas de cepa: grupo insuficiente si se trata de ganar una elección presidencial. Dean ha hecho una campaña tan sesgada hacia la izquierda que no podría recuperar jamás el centro. Se parecería más a George McGovern, el apasionado pacifista que Nixon borró en el 72, que a John McCain, el vigoroso político moderado que cerca estuvo de quitarle la postulación a Bush en el 2000. Si postularan a Dean -siguiendo esa lógica-, los demócratas habrían coronado su paradoja: de tanto predicar la paz, perderían la guerra, y le darían a George W. Bush cuatro años más en la Casa Blanca.
Pero no todo está escrito. Por improbable que parezca, Dean aún podría perder la candidatura. Clark parece mejorar poco a poco y Kerry podría dar la sorpresa. Incluso podría colarse algún otro nombre inesperado, como John Edwards, el carismático senador de Carolina del Norte. Aunque hay un escenario más que, aun contando con Dean, podría estrechar el resultado final de las elecciones presidenciales de noviembre. El electorado estadounidense se ha vuelto cada vez más apático. El abstencionismo es rey entre ellos. Si la batalla se convierte en una lucha entre las bases de cada partido, los cientos de miles de oponentes que Bush ha cosechado en estos tres años podrían hacer más ruido que sus contrapartes republicanos. Sería la más exquisita ironía: Bush, el que se burla hasta el cansancio de sus críticos, el que no ve ni oye a los manifestantes, derrotado por una multitud de detractores. El pez que por su boca muere. ÀPodría haber algo mejor? La palabra la tienen los demócratas. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.