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POUR L’ENFANT AMOUREUX DE CARTES ET D’ESTAMPES…
Para los hijos del siglo XX, los mapas y estampas del niño baudeleriano han sido las sombras animadas, volubles, fugaces del cinematógrafo.
Así como los reflejos en la pared de la caverna platónica, heraldos de un espacio exterior, le permiten adivinar el mundo, esas sombras le prometieron las mil y una maravillas que proyectaban. Años más tarde, el hombre que ha ido a dar lejos de la tierra donde nació, o tal vez, como todos, simplemente lejos de su infancia, descubre que los filmes vistos cuando era joven le permiten recobrar el pasado, suscitan la ilusión de un temps retrouvé. Una estrategia del deseo, vieja como el tiempo, fue analizada y codificada a principios del siglo XX por Proust: sólo se puede desear lo que aún no se ha alcanzado, o lo que ya se ha perdido; como si el momento de la posesión, la radiante plenitud del orgasmo, fuera imposible de pensar o decir. (¿Imposible de pensar porque imposible de decir? ¿Imposible de decir porque imposible de pensar? Que las lealtades filosóficas de cada uno elijan su prioridad.)
Para el deseo, entonces, sólo hay dos sujetos: el niño, portador de ese “vasto apetito” que Baudelaire diagnostica, tenso como un arco hacia las formas innumerables y cambiantes de lo intacto, y Fausto, a quien el estudio sólo ha enseñado que una sola alquimia importa: la que sería capaz de recobrar al joven perdido. A través de los filmes que ese joven veía, revisitándolos reverentemente, casi en puntas de pie, como si temiera quebrar un frágil hechizo, el espectador maduro tal vez pueda diluir su persona presente, inevitablemente escéptica, en aquel espectador cándido, cuya mirada ennoblecía hasta el más banal espectáculo sobre el cual se posaba.
Guillermo Cabrera Infante se inclinó dos veces sobre su pasado de crítico de cine, algo diferente pero que en su caso continúa y perfecciona el pasado de espectador: en 1963, con Un oficio del siglo XX, y en 1978, al recoger en Arcadia todas las noches conferencias pronunciadas en 1962. Años más tarde, en 1998, recogería sus reflexiones de espectador maduro pero siempre entusiasta, aun apasionado, en una tercera, voluminosa colección con algo de summa: Cine o sardina. El primero de estos libros se ubica entre los cuentos de Así en la paz como en la guerra (1960) y la novela Tres tristes tigres, publicada en 1967 pero ganadora, bajo otro título, de un prestigioso premio en 1964. El segundo anuncia La Habana para un infante difunto, que aparece en 1979. El tercero puede ser leído como un satélite desprendido del planeta Mea Cuba (1993), elegía y diatriba, definitivo grito del corazón.
Un oficio… pone en juego el desdoblamiento entre el crítico G. Cain y el joven escritor Cabrera Infante, compilador y comentador de las notas de un alter ego apenas pretérito. En estos textos juveniles alienta la impaciencia por abordar una vida “real” intensa, tal vez novelesca, aun peligrosa, que el cine refleja y a su modo promete. En las conferencias de Arcadia… queda apresado, como una mariposa en el ámbar, el último momento en que La Habana todavía era posible para el autor; su discurso, sumamente articulado, nada fragmentario como el de G. Cain, es uno donde toda digresión enriquece el punto de partida; ha sido, además, “pasado en limpio”: “el tiempo o la desidia han depurado las conferencias y al pasarlas en limpio tal vez he atrapado la voz hablada con la escritura”.
Este “paso en limpio” humilde tarea de escritura es también una alquimia aplicada a recuperar lo más fugaz: junto con la voz hablada, el joven dueño de esa voz. Entre el hombre maduro que evoca y el joven evocado, los filmes, infatigables alcahuetas, corren, ven y dicen. ¿Qué ven? Los filmes tal cual eran, sin cambiar una imagen ni un sonido, esperando que de esa identidad surja el espectador que los vio. No es el sujeto quien evoca aquí un sentimiento, sino el sentimiento recordado quien podrá, se espera, evocar al sujeto pasado. ¿Qué dicen? Nada de sí mismos, todo de quien los vio…
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…LE MONDE EST ÉGAL À SON VASTE APPÉTIT…
Ese espectador se llamaba, ya, Guillermo Cabrera Infante, detrás del periodista G. Cain que hallaría una tardía supervivencia en el guionista cinematográfico. Ese espectador, también, era coetáneo de los cineastas de la nouvelle vague, que ejercían de críticos en diversas publicaciones, la más famosa: Cahiers du cinéma. En La Habana como en París, el joven ávido de dejar una huella personal en el cine y la literatura, o en la vida misma, se nutría entonces de cine norteamericano y procuraba valorizar aquellos aspectos clásicos del mismo que la academia de la época ignoraba o despreciaba. (“Cine norteamericano clásico” es, desde luego, una construcción de la mirada crítica e histórica; designa un fenómeno artístico, apoyado en bases crudamente industriales; engloba irreconciliables como Ford e Hitchcock, Minelli y Hawks, con la imprescindible excepción mayor Welles y díscolas excepciones menores: Ray, Fuller.)
La distancia entre el joven impaciente de Un oficio… que celebra regocijado los funerales de su alter ego crítico, y el desterrado de Arcadia… que rescata su propia voz pasada del reino de los muertos, es la que separa Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto. En ambos casos el cine interviene, no tanto como referencia cultural, sino como impulso, aun como herramienta.
Los libros de Cabrera Infante alimentados por aquella afición no tienen nada de clásicos. Si podemos llamarlos novelas es menos para respetar la etiqueta que los editores necesitan a la hora de comercializar ciertos textos anómalos, que entendiendo por novela esa forma que acepta todo desvío (el famoso “tous les écarts lui appartiennent” de Valéry) y que, lejos de Flaubert y de James, conoció a Cervantes, a Fielding, a Joyce. También Godard, que discernió los méritos menos evidentes en Lang y Preminger, realizó en su mejor momento obras profundamente ajenas al canon admirado, donde referencias al mismo, citas o alusiones jamás adoptan la forma de la “imitación”. Rohmer, estudioso devoto de Hitchcock y Murnau, elaboró una forma de análisis de sentimientos y conductas que, aunque sus personajes habiten torres suburbanas y dependan de la seguridad social, debe más a Marivaux que a aquellos cineastas. Y podría argüirse, en el caso tan particular de Truffaut, que sus filmes menos triviales son los que más libertades se toman con el modelo americano.
Impulso y herramienta, escribí. En Tres tristes tigres opera una noción de montaje que ya los formalistas rusos habían señalado, más allá del cine, en la articulación de materiales literarios, sean narrativos o líricos. Godard sugería en una vieja entrevista que los escritores siempre habían soñado con hacer “montaje” en la página: disponer los elementos y dejar que entre ellos circule el pensamiento del lector… Todo escritor conoce esa forma de montaje que procede por tachadura, reescritura, desplazamiento y reordenación de frases y párrafos enteros, una y otra vez, hasta hallar la relación elusiva que, en el ámbito del lenguaje impreso, pueda producir la ilusión de la vida.
En este sentido todo texto resulta pretexto dentro de un arte combinatoria cuyo ejemplo contemporáneo más claro es el de Borges: desconfianza hacia la noción de originalidad, certeza de que escribir es rescribir textos propios y ajenos, que el escritor es un oficiante cuya palabra está cruzada por otras palabras, su identidad un mero residuo, una ilusión positivista o psicológica.
El montaje de Tres tristes tigres pone en contacto, y como en un assemblage necesariamente temporal en vez de espacial en conflicto elocuente, relatos, conversaciones trasnochadas, ejercicios de pastiche, simples enumeraciones de nombres, diversiones paraliterarias como las han practicado siempre los lectores entusiastas que se entrenan para las letras en improvisados gimnasios de café, “revistas orales” de cualquier gran ciudad. La unicidad del libro reside en que su exceso, desborde, acumulación, superposición y yuxtaposición de prácticas, que encandilan al lector, tienen por propósito nombrar una ausencia: esa luz de una llama apagada que desde el epígrafe connota de sabiduría zen a Lewis Carroll. Como en James, donde la proliferación anecdótica suele tener por centro un vacío, una incógnita que no ha de develarse, el frenesí dilapidador de Cabrera Infante dice el nombre de una difunta: la vida nocturna de La Habana, en la que el escritor cifra su juventud: como la de todos, no se sabía irrecuperable en el momento de vivirla.
(Tiene su gracia que, mucho antes de que los mínimos mandarines del sexto arrondissement parisién descubrieran a Bajtin, e hicieran una lectura de Marx más cercana al wishful thinking que a un análisis pragmático, Borges y Cabrera Infante, alejados en el espacio y el tiempo, y con prácticas tan diferentes, cultivaran una modernidad que no invocaba ninguna idea de modernidad, y tal vez por ello no parezca hoy vetusta ni coqueta, que ha sobrevivido a la idea misma de modernidad y anticipaba todas las normas laboriosamente declinadas en París hacia fines de los años sesenta.)
Lo que fue para Borges la Encyclopaedia Britannica, casi inagotable repertorio de historias, de ilusiones de conocimiento y de poder, inventario de personajes y anécdotas disponibles para ser vueltos a contar, como los de las mitologías clásicas, lo fue para Cabrera Infante el cine de Hollywood: crónica y fábula, como las que sustentaron toda la dramaturgia de Shakespeare, remake incesante que tergiversa o borra sus fuentes, y al hacerlo les asegura una anónima supervivencia: la que desde el principio de los tiempos tiene la sangre, o el modesto pan de ayer, levadura del pan de hoy…
3
AH, QUE LE MONDE EST GRAND À LA CLARTÉ DES LAMPES!
Ese cine ya no existe, ha sido triturado, devorado por la ficción televisiva que remedó sus modos de producción en serie y copió su sintaxis narrativa; el cine norteamericano, hoy regido por mecanismos financieros ajenos al mismo cine, sumiso a un paisaje social y cultural donde la publicidad, el video, el rock y la droga son influencias insoslayables, parece ignorar su propia tradición… lo que tal vez sea una forma de fidelidad a su identidad norteamericana. Aunque en Cine y sardina Cabrera Infante demuestra que sabe apreciar a Kiarostami y Almodóvar, ese gusto adquiere un sentido particular porque el autor permanece fiel a los afectos de su juventud: no olvida In a Lonely Place de Ray o Kiss me Deadly de Aldrich, tampoco la dimensión que regalaban a la imagen las partituras y orquestaciones de Eric Wolfgang Korngold, Bernard Herrmann y Miklos Rozsa.
En su forma original, el espectáculo cinematográfico ha sido la última instancia de ceremonia para la que el hombre debía salir de su casa y congregarse en un sitio sólo a ella destinado: como la religión o el teatro que de ella derivó, el cine que a éste amenazó sin éxito desplazar portaba ese elemento arcaico que ha sido parte de su grandeza: como el que en España se mantiene vivo gracias a la tauromaquia. Los difuntos cines de barrio, transformados en supermercados, parkings o discotecas, hoy acogen otros ritos gregarios. Los ritos públicos o vergonzantes que propiciaban aquellas salas en su carácter original ocupan buena parte de La Habana para un infante difunto, la otra “novela” donde Cabrera Infante prolonga su historia de amor con la ciudad muerta. Menos espectacular que la anterior, esta enciclopedia de nombres y lugares habaneros procura vértigos menos evidentes al lector: el verismo pesadillesco de una pintura hiperrealista que, vista desde cierta distancia, parece una fotografía.
Para el lector que nunca ha pisado La Habana, hay una ciudad real que tal vez coincida sólo parcialmente con la que ocupa un lugar en el espacio llamado “real”, y la ha conocido a través de este libro. La Habana “real”, desde luego, seguirá existiendo por su lado, sin pedir permiso para sus cambios a quienes la convirtieron en mito; en sus paredes seguramente ya no hay afiches de una (para muchos) misteriosa bebida llamada Materva; tampoco en el solar de Zulueta 468 conviven el engañoso Rosendo Rey con las complementarias y contradictorias Fina y Chelo, ni en su azotea espera Nela a un entusiasta principiante.
En Cine o sardina, acaso el más necromántico de sus tres libros sobre cine, donde escribe admirablemente sobre amigos muertos y actores sólo vivos en la pantalla, Cabrera Infante otorga la misma nobleza de personajes literarios a una cult figure que nunca fue “estrella”, como Gloria Grahame, o a un actor que lo fue accidentadamente, como William Holden, que a la mítica Marlene Dietrich. Para quien escribe estas líneas, a quien las estrellas del cinematógrafo nunca hicieron soñar, los productos que su culto ha engendrado, aun al margen de la morralla camp, son más bien curiosidades sociológicas. En cambio, los actores secundarios, sus personajes heredados, modulados entre un film y otro, aun ocasionalmente traicionados, son fuente de inagotable, fraterno placer. En Ninotchka son Leonid Kinsky y Felix Bressart quienes me cautivan, no Garbo; en los filmes de John Ford, busco impaciente a Ward Bond, Victor McLaglen y John Carradine antes que a John Wayne. Contra la oligarquía de las estrellas, los inquilinos de Zulueta 408 me confirman en mis preferencias: ellos son La Habana, no los pomposos, verborrágicos uniformes que usurpan su palabra en la ciudad “real” de hoy.
El impulso literario que les ha garantizado tantos nombres y circunstancias personajes incipientes, atisbos de anécdota, una existencia en esa twilight zone donde dialogan y se confunden memoria e imaginación el predio tradicional de la literatura, es el mismo que hizo reinventar Dublín a Joyce y casi toda Rusia a Nabokov, y en el caso de Cavafis una Alejandría invisible en los intersticios de una visibilísima Alejandría, mercantil y amnésica. Todos ellos han exorcizado la ausencia por la palabra. En La Habana para un infante difunto se agita una vida oscura, sobre todo informe, que cristaliza brutalmente, fugazmente, en un crimen, en un enamoramiento, cuyo motor perpetuo es mucho más que la suma de sus elementos: así como la filmografía completa de la Monogram configura una cosmogonía nocturna de los Estados Unidos, más cautivante, y en cierto oscuro sentido más veraz, que la luminosa opera omnia de la mgm.
4
…AUX YEUX DU SOUVENIR QUE LE MONDE EST PETIT…
Hace algunas décadas, una tendencia de la crítica, harta con razón del culto académico que por aquel entonces aún rodeaba a la noción de montaje, identificándolo con su teorización por los cineastas soviéticos de los años veinte, se propuso minimizar su importancia.
De nada ha servido: es la comprobación elemental, inmediata que hace todo principiante al abordar la práctica del cine, que en la ordenación de movimientos y sonidos, de gestos y palabras, se juega una continuidad, o si se quiere efectos de discontinuidad, de las que depende, como la combustión producida por el roce de texturas contrarias, la ilusión de la vida. Sus procedimientos pueden estar sometidos a la intersección de la Historia y el gusto, es decir de la moda, pero sus poderes no se agotan en las sorpresas y suspensos que sabe administrar.
El montaje cinematográfico se realizaba, antes de la irrupción de lo virtual, en una mesa que en inglés se llamaba editing table y en francés table de montage; en muchos países de habla hispana había adoptado por nombre el de la marca comercial que las fabricaba: moviola. Sobre ella, avanzando o retrocediendo en platos giratorios, imagen y sonido, separados, se ofrecían a la manipulación. Esas mesas donde se jugaba la vida del cinematógrafo me recuerdan otras mesas llamadas en inglés turning tables y en francés tables tournantes: aquellas alrededor de las cuales se convoca a los muertos durante las sesiones de necromancia que se dicen de “espiritismo”.
Esa necromancia ha sido, siempre, uno de los impulsos elementales de toda literatura. Mencioné a Joyce, a Nabokov, a Cavafis; como ellos, Cabrera Infante la ha practicado concienzudamente. También él ha reencontrado en una ciudad y un mundo desaparecidos menos a los seres vueltos inaccesibles por la distancia física, la muerte o el desamor, que al difunto por excelencia: el joven que uno mismo ha sido.
Recuerdo no sin estupor lo que le dijo un día un niño a Max Jacob: “El cine se hace con los muertos. Se les coge, se les hace caminar y eso es el cine.” (Arcadia todas las noches, p. 73; la cita aparece en medio de una celebración del más necrofílico de los filmes: Vértigo de Hitchcock, analizado en el contexto del mito de Orfeo y Eurídice y de la leyenda de Tristán e Isolda.)
A ese culto antiguo, la literatura del siglo XX, tiempo pródigo en exilios y exterminios, ofrendó no pocas invenciones memorables. Su oficiante cubano, avezado en el montaje de vocablos, idiomas y citas, practicante gozoso y nunca pedante de un oficio del siglo XX, al buscar su propio fantasma, o el set real del que se ha convertido en fantasma, ha logrado hacer resurgir de una Atlántida hundida una ciudad de palabras, que debe mucho a la sintaxis y a la mitología del cinematógrafo. Su Habana puede ser fantasmal, pero también es infinita, y sin duda definitiva. ~
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