Lo que la transición a la democracia significó para mi generación

El aniversario de los cuarenta años de la transición a la democracia en Argentina coincide con un momento álgido en la política local, por lo cual resulta inevitable voltear la mirada al pasado para intentar comprender el presente. Con el ánimo de conocer las diversas ópticas y repercusiones que tuvo la elección de Raúl Alfonsín el 30 de octubre de 1983, les preguntamos a cuatro escritores e historiadores de distintas generaciones qué significó para ellos y para su entorno este momento crucial en la vida cultural argentina. Sus respuestas permiten recuperar un mosaico de testimonios capaces de iluminar los puentes entre la historia mayúscula y el entorno cotidiano.
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Prefiero ser cauto: regreso al régimen representativo por sistema electoral. El que llevó al poder (para no mirar lejos y caer en Alemania 1933) a Trump, a Netanyahu, a Bolsonaro, representantes electos de una mayoría de ciudadanos de sus países.

Hoy, no solo en la Argentina, la palabra “democracia” amenaza con ser una cáscara vacía.

Confieso el optimismo forzado con que intenté, a principios del nuevo milenio, contagiar a mis ahijados. Les escribí:

Para vos que naciste después de 1983:
Leé El principito de Saint-Exupéry.
Escuchá “Como la cigarra” de María Elena Walsh.
Ve La naranja mecánica de Kubrick.
En alguna fecha, entre 1976 y 1983, estuvieron todos, libro, canción, película, prohibidos.
Fue el aspecto no sangriento, pero no por ello menos sórdido, de la dictadura cívico-militar.
No olvidés, porque el virus puede estar dormido pero en cualquier momento despierta.

Sabía, sé cada vez más, que no basta con eso. Escribía para adolescentes tempranos a quienes hubiese debido informar que desde 1974 la dictadura tuvo su ensayo general con Isabel Perón y José López Rega. Y no me animé a recomendarles Salò de Pasolini.

Hoy releo esas líneas con algo de vergüenza.

Viví, hace casi cuarenta años, un momento de optimismo con el juicio y la condena de los verdugos uniformados de la dictadura cívico-militar.

Hoy compruebo que el hambre y el narcotráfico se han impuesto, continuación de la especulación financiera desatada por los cómplices civiles de aquella dictadura.

Me asalta un breve momento de confianza cuando jueces condenan a cadena perpetua a los agentes de policía que asesinaron a un adolescente por el color de su piel.

Asisto todos los días al bastardeo de la noción de derechos humanos por la subasta política, cacareada por los líderes de la corrupción, remedo apenas retórico de una izquierda que nunca practicaron.

Qué alternativa hay, me pregunto. Qué higiene es posible. Devaluados, afortunadamente, los movimientos redentores, agradezco las fisuras de libertad de expresión, las acciones grupales, puntuales, aun posibles. Tal vez sea lo que resta de la ilusión democrática, en los repliegues de una sociedad no todo el tiempo resignada a sus representantes. ~

28 de julio de 2023

Evoco aquí un momento clave del pasado argentino cargado de incertidumbres y temores pero, ante todo, de esperanzas para quienes aspirábamos a la construcción de una sociedad democrática. A cuarenta años de aquel año bisagra de 1983, estamos atravesando otro punto de inflexión en nuestra historia política, que, en contraste con aquel, se presenta amenazante para la frágil y cuestionada democracia vigente. En este clima, es difícil mirar hacia atrás sin proyectar sobre mis recuerdos las sombras que hoy nos acechan, pero haré el intento.

Luego de siete años de la dictadura militar más brutal de la historia argentina, a inicios de 1983 ese régimen había entrado en declive, golpeado por conflictos internos pero sobre todo por la derrota en la insensata guerra de las Malvinas del año anterior. Desde entonces, hubo una activación del debate público y la vida política, de las críticas al régimen y las movilizaciones de protesta, en condiciones todavía muy precarias en que la represión y la violación a los derechos humanos seguían componiendo la realidad de cada día. Recuerdo la intensidad con que vivimos esos meses previos a las elecciones presidenciales que darían fin al mandato militar. Estas se celebraron el 30 de octubre de 1983 en un clima generalizado de entusiasmo y fervor cívico. Los dos movimientos políticos más importantes del siglo XX, Radicalismo y Peronismo, volvieron al ruedo para disputar el premio mayor. A contramano de encuestas y predicciones, el candidato radical Raúl Alfonsín obtuvo una mayoría de los votos, mientras sus adversarios peronistas eran derrotados en las urnas por primera vez desde su irrupción en la escena electoral en 1946. Ese hecho por sí solo mostraba que algo estaba cambiando en la cultura política de los argentinos.

En efecto, Alfonsín había sintonizado bien con el humor colectivo que se fue creando en el ocaso del régimen militar. La democracia era el motivo central de sus mensajes y el eje sobre el que pivoteó la esperanza de la mayoría. Luego de largas décadas de indiferencia, cuando no de hostilidad o desprecio, hacia los marcos institucionales republicanos, muchos argentinos encontraron en ellos y en la reivindicación de la ética política, la civilidad y el pluralismo, un horizonte de sentido nuevo para el futuro postdictadura. El flamante gobierno se propuso así una tarea fundacional para la nación: la de la construcción de una sociedad democrática. Si bien el discurso inicial se organizó en torno al motivo de la recuperación de las instituciones y de la cultura cívica, muy pronto hubo de incorporar un elemento innovador por excelencia, el de los derechos humanos –elemento que hasta entonces había estado ausente de las preocupaciones políticas de la mayoría de los argentinos–. Su introducción en el escenario local se debió, sobre todo, a la acción de los organismos de derechos humanos, pero en los años siguientes se afirmó como horizonte ético y adquirió trascendencia política en consonancia con la acción del gobierno y, en particular, con el Juicio a las Juntas militares iniciado desde el Poder Ejecutivo que culminó en 1985 con condenas de prisión para las cabezas del régimen, así como también de las organizaciones guerrilleras que operaron en el mismo periodo. Se trató de un gesto decisivo en la construcción de una democracia que aspiraba a fundarse sobre principios éticos y jurídicos universales. Y constituyó una novedad sustantiva tanto para la Argentina como para el resto de América Latina.

Recuerdo esos primeros años de la instauración democrática como un momento de gran creatividad colectiva, de movilización de una sociedad civil vigorosa en torno a principios y valores por los que luchábamos con entusiasmo, de esfuerzos compartidos en pos de la reconstrucción de instituciones diezmadas por el régimen, y también de profunda preocupación por los desafíos que se abrían a cada paso. Algunas de esas aspiraciones se fueron cumpliendo, pero muchas más quedaron en el camino, al compás de cambios sociales y políticos que redefinieron expectativas y anhelos. A cuatro décadas de aquel giro en nuestra vida colectiva, nos enfrentamos hoy a una crisis profunda, la más grave de este ciclo democrático. Ello nos obliga a mirar hacia atrás para pensar qué pasó, si es posible dar forma a un proyecto de futuro para esta sociedad devastada y, más allá de las invocaciones nostálgicas, de qué manera recuperar algunos de aquellos valores que se quisieron fundacionales para forjar horizontes democráticos renovados que respondan a las necesidades y aspiraciones de los nuevos tiempos. ~

¿Cuándo comenzó la transición a la democracia en Argentina, luego de la última y más sangrienta dictadura? Con la perspectiva de las miradas académicas podría decirse que fue antes del proceso electoral desarrollado en 1983. Cuanto menos, con la fractura del poder militar por la rápida derrota en la guerra de Malvinas en junio de 1982, en la cual este había cifrado la recomposición de su legitimidad. O hacia 1981, cuando los partidos políticos parlamentarios crearon la Multipartidaria como instrumento de presión para apurar una normalización constitucional y el gobierno de facto del teniente general Roberto Viola encaró una serie de acciones para condicionar esa salida. O incluso, como hemos sugerido con Gabriela Águila, podría pensarse que hacia 1979, en el cénit del poder dictatorial, se produjo un punto de inflexión con la primera huelga general, la inviabilidad de los planes de un relevo de la dictadura por un poder mixto o civil tutelado y adicto, y lo que Marina Franco ha llamado la “ruptura del silencio” por parte de los organismos de derechos humanos, incluyendo la visita de la Comisión Interamericana que recibió denuncias de desapariciones y asesinatos de todo el país.

Pero en mis años adolescentes de 1979-1980 el fin de la dictadura ni siquiera aparecía en mi horizonte de expectativas. No es que tuviera la desesperanzadora imagen de un gobierno autoritario de décadas como el franquismo, ni que aguardara cierta suma de años de acuerdo con los distintos proyectos en pugna al interior de las fuerzas armadas y en sus entornos derechistas. Es que directamente no imaginaba un futuro distinto de esa etapa en la que ya se había cumplido el exterminio planificado de opositores y se seguían adoptando rediseños institucionales, mientras vivíamos en un ambiente estudiantil que sabíamos constantemente vigilado, con la posibilidad de acceder a algunos productos culturales interesantes, participando de círculos que entendíamos “resistentes” como un cine club, discutiendo cuánto había de rupturista o de acomodaticio en publicaciones como PeloMADHumor Registrado o hasta El Expreso Imaginario y leyendo desde los clásicos del leninismo hasta la revista Mutantia. Probablemente encaraba –estimo hoy– una cierta noción de tarea de largo aliento de disidencias y construcciones microsociales en el entorno de agrupaciones no prohibidas como el Partido Comunista o el Frente de Izquierda Popular.

A la distancia, la participación en grupos de lectura sobre Freud en la casa de un exprisionero político, el estudio de rudimentos de cine en la de alguien que había pasado por un clausurado Instituto de Cinematografía de la universidad a la que yo comenzaba a asistir, o la edición de fanzines que trataban de colar alguna crítica y al tiempo no espantar a los posibles lectores –bastante más conservadores y temerosos que lo que cabría esperar de su edad–, aparecen a la vez como intentos limitados de autonomía y como actividades esenciales para la formación política de cara a la apertura democrática. Porque la Revolución, aquella que de niño había comenzado a vislumbrar en las noticias y en las conversaciones familiares, ya se había corrido completamente del foco.

Entré en el proceso transicional avanzado, entonces, con una cierta falta de entusiasmo respecto de aquello que emprendíamos. Obviamente que apoyaba los reclamos del movimiento por los derechos humanos y participaba políticamente con la intención de colaborar en la caída de la dictadura y –sobre todo– de dotar de contenido de izquierdas a las consignas de mi propio espacio político. Clausurada tras la debacle de Malvinas una indagación judicial que se me seguía, me incorporé al Partido Intransigente, tal vez por el descreimiento en mis anteriores experiencias y por la perspectiva latinoamericanista. Porque la Revolución estaba en Nicaragua o luchaba en las guerras de El Salvador y Guatemala. Algunos de mis compañeros se sumaron por breves periodos a las tareas de apoyo a la experiencia sandinista, sea para regresar más antiimperialistas que antes, sea para que sus desilusiones los llevaran a posiciones cada vez más conservadoras.

La transición al gobierno constitucional significó entonces para mí y para muchas y muchos de mis allegados un paso importantísimo en el proceso de democratización que se venía produciendo desde años antes y que seguiría con notorios vaivenes. Pero, al contrario de tantas otras personas de nuestros propios entornos estudiantiles, culturales, laborales y partidarios, varios de nosotros y nosotras no adolecimos de la “ilusión democrática” de aquel momento. Nuestras esperanzas estaban –y espero que sigan estando– en el más imposible plano de la transformación radical y la sociedad emancipada. ~

Nací en 1985, ya en democracia, pero la estela de la dictadura siempre estuvo ahí de una u otra manera. La infancia estuvo salpicada de mensajes encriptados, secretos a voces, historias hundidas en nebulosas de incomprensión: anécdotas que sonaban a ciencia ficción para los niños y las niñas de los noventa como yo, entretenidos en burbujas de consumo y televisión por cable.

Mucho antes de tener acceso con conciencia adulta a la historia de mi país, todo parecía sugerir un pasado ominoso. Y las canciones de María Elena Walsh, El Eternauta o los chistes de Mafalda sobre la desobediencia, por ejemplo, tardaron años en fermentar en mi cabeza hasta conseguir su sentido total. Recuerdo la lectura del Nunca más con una amiga, en la adolescencia. Recuerdo su voz recitando torturas con ratas a mujeres atadas de pies y manos. La impresión fue indeleble: pasaron más de veinte años de esa tarde terrible en la que nos enteramos qué quería decir verdaderamente la palabra “horror” y cerramos el libro como si estuviese vivo y nos fuese a devorar.

Tardé también en asociar las producciones artísticas nacionales –en literatura, música o artes visuales o escénicas, por ejemplo– de fines de los ochenta y principios de los noventa a esa libertad en estado de “primavera” que le siguió a la censura y la violencia. En igual sentido, recuerdo que desde que conocí la idea de libro censurado comprendí algo grande acerca de lo muy poderoso que puede ser un libro. Es por sus efectos de rebote, entonces, que puedo dar fe de una época que no viví. ~

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(Buenos Aires, 1947) es historiadora e investigadora superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina en el Programa PEHESA del Instituto Ravignani

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(Rosario, 1962) es historiador e investigador en
la Universidad Nacional del Litoral y doctor en humanidades por la
Universidad Nacional de Rosario.

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(Bahía Blanca,
Argentina, 1985) es escritora y periodista.
Ha publicado libros de poesía, de no
ficción y de relatos; los más recientes son
Emociones lentas (Antílope/UANL, 2023)
y El color favorito (Gris Tormenta/
Universidad Veracruzana, 2023)


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