Cioran, del rumano al francés

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     Durante el verano de 1947, mientras pasaba un tiempo en un pueblo cerca de Dieppe, intenté como simple ejercicio traducir a Mallarmé al rumano. Súbitamente tuve una revelación: debes romper con tu lengua y desde este momento escribir sólo en francés. Volví a París al día siguiente y sin vacilar me puse a escribir en esta lengua adoptiva, elegida en aquel instante. Así redacté, muy rápido, la primera versión del Précis de décomposition.”1
     La memoria, como suele hacerlo, parece haber jugado con Cioran en el momento de recordar ese día, para él decisivo. A menos de que se trate, como en casos más ilustres –los de las memorias escritas de Yeats, las confidencias verbales de Borges–, de ese montaje, en el sentido cinematográfico, que opera la memoria sobre el anecdotario vivido, y cuyo resultado a menudo es más cierto que la mera cronología. “Sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios” (Borges: “Emma Zunz”).
     En efecto, el original francés de Précis de décomposition había llegado a las oficinas de las ediciones Gallimard en la primavera de ese mismo 1947, más exactamente en marzo. A pesar de ser aceptado inmediatamente, sólo sería enviado a la imprenta en 1949. Para ello fue necesario que el prestigioso jurado del flamante premio Rivarol (Gide, Paulhan, Supervielle, Maurois, Romains), creado para señalar una obra escrita en francés por un autor extranjero (y que en 1952 iba a recibir la argentina Gloria Alcorta por su libro de poesía Visages), declarara que el ensayo de Cioran era el candidato preferido pero que su pesimismo y negatividad los habían disuadido de premiarlo. Bastó esta admisión de timidez para que Gallimard decidiera publicarlo sin más tardar. En 1950, respaldado por una recepción crítica extraordinaria, ese mismo jurado finalmente se atrevió a coronarlo.
     Es sabido que el francés siempre ha sido el segundo idioma de los intelectuales rumanos, que muchos de ellos lo han utilizado con precisión y sensibilidad. De Cioran, estudiante de filosofía en Heidelberg, familiarizado con Husserl y Nietzsche, podría pensarse que hubiera podido elegir el alemán; pero en 1947 hacía diez años que vivía en París. ¿Qué sentido tenía abordar el idioma francés?
     El más evidente es el de pasar de un público lector limitado a otro no sólo mayor sino también, a través de esa caja de resonancia llamada París, a una vitrina para el mundo. Gabriel Liceanu piensa que el intento de trasvasar a Mallarmé al rumano lo sometió a una experiencia decisiva: la de enfrentarse con esos límites irreductibles en que se cotejan y definen lo más propio, lo menos comunicable de dos lenguas: “Si el idioma es el límite que confiere una identidad en el orden del espíritu, abandonarlo significa darse otro límite (finis), por lo tanto otra de-finición; en una palabra, cambiar de identidad.”2 Cioran iba a recordar a menudo la cantidad de café, cigarrillos y diccionarios que le iba a costar redondear una frase en “este idioma inabordable, demasiado noble, demasiado distinguido para mi gusto”.3
     Dos décadas más tarde, iba a describir (en rumano, lengua de las cartas a su hermano Aurel y al amigo escritor Constantin Noica) su nostalgia del idioma rumano, que aún consideraba más expresivo y poético; lo absurdo de escribir en un idioma “civilizado” como el francés, él que se consideraba un bárbaro del Danubio… ¿Simple coquetería de quien ha llegado a ser un maestro de la prosa francesa, comparado a los “moralistas” del Gran Siglo? ¿Insidiosa nostalgia de la infancia, como esa evocación sentimental de Rasinari, el pueblo natal, donde se imagina convertido en pastor de rebaños –¡él, hijo de un sacerdote ortodoxo!–, más en contacto con las “verdades elementales, eternas” que en las aulas de la Sorbona?
     Más que demagogia o senilidad, intuyo en estas divagaciones un negativo, la imagen invertida del desprecio que le inspira la vie littéraire parisina, con su práctica de la adulación y el conformismo, su constelación de premios insignificantes y risibles academias. Una vida de la que fue testigo prescindible durante los años para él difíciles de la segunda posguerra mundial.
     Poco importa quién somos, sólo podemos lanzarnos a alta mar. Sin deseo de anclar. ¿Acaso la meta de la inestabilidad no es la de agotar el mar? Para que ninguna ola sobreviva a la odisea del corazón. Un Ulises… con todos los libros. Una sed de alta mar que proviene de la lectura, una errancia de erudito. (Qui que nous soyons, nous ne pouvons rien de plus que prendre le large. Sans désir d’ancrage. Le but de l’instabilité n’est-il pas d’épuiser la mer? Afin qu’aucune vague ne survive à l’odysée du coeur. Ulysse –avec tous les livres. Une soif du grand large tirée des lectures, une errance érudite.)4
     

     Es el deseo de un cambio de identidad lo que me parece determinante en esa elección.
     Durante años se supuso que Cioran había atravesado la ocupación alemana en París sin más protección que el pasaporte rumano y la “pureza” racial. Como otros intelectuales de su país en los años treinta, había sido sensible a la seducción de una extrema derecha apocalíptica, cuyos desvaríos encarnó en el ámbito académico rumano Nae Ionescu, carismático profesor de filosofía, epígono caricatural de Spengler. A su fascinación iban a sucumbir, más que Cioran, muchos compatriotas, Mircea Eliade en primer lugar; solamente, tal vez inevitablemente, fue un estudiante judío, el escritor Mihail Sebastian, quien rechazó su propia admiración, no negada, por Ionescu, y esto sólo después de haberle pedido un prólogo para su primer libro y recibir del profesor un texto donde le recomendaba anticiparse por su propia mano al exterminio de una raza degenerada…
     De los cinco libros que Cioran había escrito en rumano, entre 1933 y 1940, y que sólo tras su muerte han sido traducidos al francés, los hay de puro, precoz nihilismo. (El primero tiene por título En las cimas de la desesperanza.) Anuncian, sin jugar aún con la paradoja, la condena de toda ilusión moral, el agotamiento de toda pulsión vital, que iban a articularse y matizarse más sutilmente en la obra escrita en francés. Del único no traducido (¿piadosamente?, ¿prudentemente?) –Transfiguración de Rumanía, 1936– se sabe que refleja hasta qué punto podía identificarse Cioran, a pesar de sus arrebatos anticristianos, con la misión de las legiones del Arcángel Gabriel que lideraba Corneliu Codreanu, mártir del fascismo rumano.
     Fue ésta una variedad más mística que la italiana, nada pagana como el nacionalsocialismo alemán. (Distinción elocuente: la cultura, o la tradición nacional, ya pesaban más que la ideología, como lo demostrarían dos décadas más tarde las declinaciones tan diversas del comunismo, aun bajo una misma férula soviética, en los países de Europa del Este.) Más allá del rechazo de la democracia parlamentaria, fue el de la hipocresía y la corrupción, ejercidos por una monarquía sin autoridad moral, en una sociedad tironeada entre los estertores del feudalismo y un borrador de capitalismo rapaz, lo que impulsó a muchos jóvenes impacientes de la inteligencia rumana a escuchar en los años treinta las sirenas que anunciaban al “hombre nuevo”, esa entelequia que Codreanu agitó antes que Pétain, el Che o Mao y que ha justificado todas las masacres del siglo XX, coronadas por el exterminio más letal, el realizado en Camboya, en nombre del marxismo revolucionario, por Pol-Pot.
     El descubrimiento reciente, en la Rumanía posterior a Ceaucescu, de los diarios de Sebastian echó una primera luz inédita aunque parcial sobre ese periodo de la vida de Cioran. Sebastian siguió frecuentando a colegas fascistas, aun antisemitas, desde la semiclandestinidad, con una mezcla indescifrable de estoicismo y despreocupación, acaso de respeto por dotes intelectuales cuyas complicidades letales le parecían anodinas. El 2 de enero de 1941 anota en su diario que se cruza en la calle con Cioran (de quien, por lo tanto, nos enteramos que se hallaba en Bucarest); éste le anuncia que ha sido nombrado agregado cultural en París, lo que le evita ir al frente como reservista. Sebastian lo ve como “un hombre interesante, de inteligencia notable, sin prejuicios, que reúne en forma divertida dobles dosis de cinismo y cobardía”. El 12 de febrero del mismo año acota que, aunque Cioran apoyó la rebelión de las Legiones de Codreanu, no sólo ha sido confirmado en su nombramiento sino que el nuevo gobierno ha aumentado su salario…5
     Convencido de que la miseria está íntimamente ligada a la existencia, no puedo apoyar ninguna doctrina humanitaria. Me parecen, todas, igualmente ilusorias y quiméricas […] Ante la miseria me avergüenza hasta la existencia de la música. La injusticia constituye la esencia de la vida social. ¿Cómo apoyar, entonces, la doctrina que sea? (Convaincu que la misère est intimement liée à l’existence, je ne puis adhérer à aucune doctrine humanitaire. Elles me paraissent, dans leur totalité, également illusoires et chimériques. […] Devant la misère, j’ai honte même de l’existence de la musique. L’injustice constitue l’essence de la vie sociale. Comment adhérer, dès lors, à quelque doctrine que ce soit?)6
     El recorrido por los libros rumanos de Cioran es instructivo. El escepticismo que proclama un autor casi adolescente, cuyas primeras páginas publicadas rezuman la lectura voraz (¿la indigestión?) de Kierkegaard y Nietzsche, permite dudar que cualquier noción de “hombre nuevo” pudiese seducirlo; si en algo podía coincidir con el evangelio legionario de Codreanu sería más bien en el espejismo, ¡cuán cultural!, de un primitivismo recuperado:
     

     La declinación de un pueblo coincide con un máximo de lucidez colectiva. Los instintos que crean los “hechos históricos” se debilitan y sobre sus ruinas se alza el tedio. […] La aurora conoce ideales, el crepúsculo sólo ideas. (Le déclin d’un peuple coîncide avec un maximum de lucidité collective. Les instincts qui créent les ‘faits historiques’ s’affaiblissent, sur leur ruine se dresse l’ennui. […] L’aurore connaît des idéaux; le crépuscule seulement des idées.)7
     

     A Cioran, una cruzada como la de Codreanu debería aparecerle enferma de ese mismo cristianismo que desprecia, que “le impide respirar” (“su mitología está gastada, sus símbolos vacíos, sus promesas incumplidas. Dos mil años de desorientación siniestra… [El cristianismo] no conoce ningún culto del orgullo, ninguna exasperación de las pasiones…”/ “sa mythologie est usée, ses symboles vides, ses promesses non tenues. Deux mille ans d’égarement sinistre! [Le christianisme] ne connaît aucun culte de la fierté, aucune exaspération des passions…”) 8. Su única promesa sería la de un apocalipsis impregnado de esa exaltación entre mística y pagana que tantos descontentos de la cultura, D. H. Lawrence o Pío Baroja, buscaron lejos de Freud, en la precipitación del crepúsculo de Occidente. De esa fruición negativa, los libros rumanos de Cioran hoy accesibles en francés dan un testimonio a la vez intenso y monocorde. Antes de intentar el paso a otro idioma, que iba a llamar “civilizado” por excelencia, al rigor de su sintaxis, a la exactitud de su dicción, esos libros recobrados devuelven, no exorcizada, la imagen de un joven impaciente por infligir su propia angustia existencial al mundo en que le había tocado nacer.
     Conservar el propio secreto: nada hay más fructífero. Nos trabaja, nos carcome, nos amenaza. (Conserver son secret, rien de plus fructueux. Il vous travaille, vous ronge, vous menace.)9
     

     Durante mucho tiempo lo más cautivante en la figura de Cioran fue el cultivo inflexible de la marginalidad. Su ausencia del escenario público en los años de la ocupación alemana de París no le exigía que diese vuelta públicamente a su camisa, como lo hicieron tantos franceses al sentir, entre 1942 y 1943, que el viento cambiaba de dirección; hubiese podido adoptar, tras la abstinencia pública de aquellos años, si no una militancia de signo “correcto” al menos alguna declaración que la avalase. A pesar de lo anotado por Sebastian en sus diarios, la vida de Cioran en París no parece haber cambiado entre los años treinta y los cincuenta.
     De estudiante becado a escritor reconocido, en una misma estrechez cultivó un mismo ascetismo donde parece no haber dejado huella el paréntesis de la ocupación y de un cargo diplomático nunca sabremos cuán simbólico, y en el que en todo caso sólo permaneció tres meses. A partir de 1950 Cioran rechazó todos los premios que se le otorgaron, y si dejó su cuarto de hotel fue para acceder a las dos chambres-de-bonne comunicadas de la rue de l’Odéon que iban a ser su departamento por el resto de su vida. Parecía haber entendido que el precio de su independencia era no necesitar dinero, no depender de la sociedad ni aun para el más modesto empleo. Ayudado por su editor y algunos admiradores que protegieron su modesta supervivencia, logró permanecer fiel al ascetismo elegido.
     Es posible leer en esta forma de retiro tanto la continuidad de su temprano nihilismo como la reacción de quien se dejó un momento deslumbrar por un embriagador evangelio redentorista, cuya falacia debió manifestársele aun antes de que la historia lo invalidase. Mircea Eliade, mucho más comprometido que Cioran en la cruzada legionaria, pasó años de ostracismo en Francia, esperando superar las listas grises de la posguerra y poder ser admitido en los Estados Unidos, donde iba a hacer una brillante carrera académica en la Universidad de Chicago. Cioran, en cambio, no aspiraba más que a preservar su aislamiento, a escribir fuera de todo diálogo con la actualidad.
     Es aquí donde resulta imprescindible referirse al libro reciente de Alexandra Laignel-Lavastine, Cioran, Eliade, Ionesco: L’oubli du fascisme.10 Es impresionante la amplitud de la investigación y la firmeza de la erudición que sostienen esta obra, donde culminan años de trabajo entre París y Bucarest en los que la autora, historiadora y profesora de filosofía, compulsó publicaciones periodísticas de los años treinta y cuarenta largo tiempo ocultadas, así como documentos oficiales y correspondencias privadas. La misma riqueza de información y la agudeza de su contextualización imponen al lector una pregunta, si se quiere aun más incómoda que toda hipótesis anterior.
     Ante lo indiscutible de las estrategias, variablemente sutiles, de Cioran y Eliade por callar antes que borrar, por borrar antes que negar los lazos que los unieron a una ideología perdedora, y que la doxa política de la segunda posguerra mundial iba a asociar exclusivamente con masacre y genocidio, ¿cómo entender, por ejemplo, si no es por un auténtico respeto intelectual, la solidaridad y ocasional complicidad con ellos de un Ionesco, hijo de madre judía? (Ionesco, que para protegerla buscó un cargo en la legación rumana ante el gobierno de Vichy, y pocos años más tarde sería condenado a prisión in absentia por el primer gobierno comunista rumano cuando denunció los lazos del viejo nacionalismo con el flamante totalitarismo…) ¿Dónde trazar el límite ya no entre obra y conducta –distinción banal por excelencia– sino más bien entre la estima intelectual que la obra de un Eliade exige y la disidencia, aun el rechazo que pueden suscitar sus bases conceptuales, o más bien la proyección en la esfera pública de esas bases?
     Sería necesario contextualizar ese mismo “olvido” en la vida artística e intelectual parisina de la segunda posguerra mundial, dominada por la sumisión de los intelectuales más visibles al espacio mínimo, ya no de disidencia sino de mera prescindencia, tolerado por el Partido Comunista. Es el contexto donde Picasso, al día siguiente de la Liberación, tras haber vivido en París el periodo de la Ocupación, corría a afiliarse al pc y pasaba a dibujar palomas “de la paz” para Stalin; donde se saludaba la aurora del socialismo en toda Europa del Este precisamente en momentos en que Rumanía instauraba, caso único entre los países de la órbita soviética, un sistema carcelario que obligaba a los prisioneros políticos a torturar a sus compañeros de detención como forma de apresurar su quiebra moral.
     Puede contraponerse el pesimismo irónico, el escepticismo en que iban a desembocar estos europeos del Este, brutalmente disipada la ilusión fascista en medio del conformismo de izquierdas, al optimismo tenaz, “progresista” de un Sartre, infatigable en el centro de un escenario intelectual por él creado, impaciente por perseguir en cada momento lo que parecía ser “la dirección de la Historia”, corrigiendo el rumbo apenas la realidad impugnaba sus posiciones. Antes de dar lecciones de moral pública desde Les Temps Modernes, revista fundada en el fervor de la Liberación, en cuyo primer número se lee que no publicará a “colaboracionistas”, Sartre había estrenado sus primeras obras de teatro durante la ocupación; debe de haber aceptado firmar, por lo tanto, el documento exigido por las autoridades de la época, donde declaraba no tener antepasados judíos… Ese mínimo gesto de obediencia administrativa, insignificante en la biografía de otro intelectual, no le inspiró ningún párrafo entre los miles de páginas consagradas a desmenuzar las contradicciones existenciales de Genet y Flaubert. Si una grandeza conserva aún su figura es la de no haberle temido al riesgo de equivocarse, tantas veces confirmado en su vida.
     Cioran, en cambio, había firmado, a principios de 1944, es decir en un París todavía ocupado por el ejército del Reich, la petición encabezada por Jean Paulhan para que se dejara en libertad al poeta judío rumano Benjamin Fondane, que había rehusado coser a su ropa la estrella amarilla y fue denunciado por la portera. (La petición fue escuchada y la liberación de Fondane autorizada, pero éste se negó a dejar el campo de detención de Drancy si no lo acompañaba su hermana Line; como la excepción había sido concedida sólo para él, en cuanto hombre de letras reconocido por notables “arios”, Fondane eligió ser deportado junto a su hermana. Entraron en la cámara de gas de Auschwitz en octubre de 1944, cuando París ya había sido liberado.) En 1986 Cioran dedicó a Fondane uno de los ensayos de sus Exercises d’admiration, donde omite con elegancia mencionar su propio gesto.
     (Lazos tácitos: Fondane había vivido con el personaje mítico de Ulises, figura de un poema reescrito a lo largo de su vida, como un álter ego idealizado: Ulises, que según Primo Levi sería el héroe judío simbólico, prefiguración de la diáspora… En todos estos autores reaparece el respeto por ese héroe de la antigüedad, en quien Dante ya había admirado un afán prerrenacentista de riesgo y conocimiento, tan impropio en un católico militante como propio de todo poeta. Esa fascinación halla un eco en el fragmento citado de Cioran, cuyo antisemitismo doctrinario de los años treinta iba a transformarse más tarde en identificación “metafísica” con el judío, por las mismas razones que antes lo habían hecho nocivo: individuo marginal, inasimilable, que exige ser excluido.)
     Amamos a nuestro país en la medida misma en que no puede consolarnos. ¿Qué sino adverso marcó nuestro origen? (Notre pays, nous le chérissons dans la mesure où il n’est pas source de consolation. Quel mauvais sort a scellé nos origines?)11
     

     Más de una vez me he preguntado sobre los lazos misteriosos que parecen unir a Rumanía con la Argentina, y no sólo en la tenacidad de una inextinguible derecha extrema que en septiembre del año 1999, por ejemplo, pegó a las paredes indiferentes de la calle Florida de Buenos Aires humildes fotocopias que invitaban a una misa en memoria de Corneliu Codreanu. En 2003, comprobé que la biografía del “mártir legionario” y un breviario de su pensamiento, editados por firmas confidenciales, pueden adquirirse en librerías especializadas de la ciudad, cuyas vidrieras no exhiben, por cierto, Mein Kampf sino títulos respetables de Chesterton y Belloc, al lado de los de sus émulos criollos, Leonardo Castellani y Julio Menvielle. La derecha argentina tradicional, católica y maurrassiana, ha conocido algún fino prosista, como Julio Irazusta, y muchos polemistas vociferantes (Ramón Doll, Carlos Ibarguren); no le conozco, en cambio, ningún aforista subnietzscheano como el joven Cioran, fascinado por la decadencia misma que diagnostica, hallando su reflejo en una descomposición que condena.
     ¿Será el cultivo endémico por parte de ambas naciones de un súper ego cultural, imaginario y por lo tanto inerradicable por la historia? Rumanía, nación “latina” que resiste heroicamente entre bárbaros eslavos y magiares; la Argentina, país (que en otros tiempos podía creerse) “europeo” en América del Sur… Hoy la Argentina es la sombra mestiza del país que fue, si es que alguna vez lo fue más allá de sus deseos. En cuanto a Rumanía, las dos guerras mundiales del siglo xx enriquecieron primero, luego mutilaron su territorio. Tanto su fascismo como su comunismo, ambos particularmente cruentos, pretendieron ignorar, como más tarde lo harían los nacionalismos cebados en las ruinas de lo que había sido Yugoslavia, que la única realidad de Europa central y los Balcanes es la cohabitación de minorías étnicas, lingüísticas y religiosas, que todo intento de “purificación” conduce a pesadillas, ayer la del nazismo, hoy la de ETA.
     Entre el pesimismo fundamental de los primeros libros de Cioran escritos en rumano y los más difundidos que iba a escribir en francés no advierto una ruptura profunda; sólo una sumisión triunfante a la disciplina del idioma francés, donde el sentido pasa menos por el vocabulario que por la sintaxis, que le permite articular más sutilmente aquella negatividad primitiva, anterior a cualquier elaboración intelectual. A la brutal desintoxicación de la embriaguez nihilista, del culto (por más intelectual que haya sido) de la fuerza y el irracionalismo, purga intelectual que la Historia impuso inapelablemente, y no sólo a Cioran, a partir de 1945, corresponde el refugio en un idioma cuya disciplina ordena todo arrebato de lirismo morboso. Si algo subraya la severidad y concisión del nuevo idioma es el desencanto de la madurez. Sólo el hecho de publicar exorciza en cierta medida, si no impugna del todo, la carga negativa del texto. ¿Correspondería al lector la función de hipotético redentor?
     El cambio de identidad deseado por Cioran es menos el entierro de un veinteañero seducido por una retórica apocalíptica –del que tuvo la prudencia, acaso la sensatez, de nunca renegar– que la realización de un sueño tardío, alimentado de escepticismo y desilusión: el de un estudiante de filosofía, “descontento de la civilización” misma donde ha elegido respirar, que tras recorrer las inagotables bibliotecas de Heidelberg y la Sorbona se idealiza en pastor transilvano, y necesita escribir en francés para hacerle entender a París que, a pesar del reconocimiento de la arrogante, tornadiza capital, él sólo ha deseado ser un pastor transilvano…
     Acaso el antiguo espejismo de una edad de oro mítica, ajena a la complejidad de la cultura y la razón, halle refugio en el de esa otra edad de oro accesible a todo individuo, la de la infancia, purificada retrospectivamente de terrores y crueldad, en la que el adulto proyecta una falaz inocencia, un deseo ajeno a las responsabilidades de una edad supuestamente racional.
     “Pienso en mis ‘errores’ pasados y no puedo arrepentirme. Sería como renegar de mi juventud, y por nada del mundo querría hacerlo.[…] Lo mejor que podemos hacer es aceptar nuestro pasado, o si no es posible no pensar más en él, darlo por muerto de un vez por todas.” (“Je pense à mes ‘erreurs’ passées, et je ne peux pas les regretter. Ce serait piétiner ma jeunesse; ce que je ne veux à aucun prix. […] Le mieux que nous puissions faire est d’accepter notre passé; ou alors de ne plus y penser, de le considérer comme mort et bien mort.”)12 ~

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