En el aeropuerto del Galeón, esperando abordar el moderno Constellation que me llevaría a Nueva York en más o menos veinte horas, un sujeto me preguntó por qué no iba, como él, a Europa, a París, en vez de perder mi tiempo en Estados Unidos. Había desdén en su voz. Los connaisseurs de nuestra burguesía aún no habían descubierto Manhattan. Era 1953, septiembre.
“Times Square es igualita a la Rua Larga”, dijo convencido.1 Y tal vez tuviera alguna razón; ambas eran sucias y pobladas por una plebe de tontos y gente muy pobre; en Río, miran las armas en los aparadores de las tiendas de caza y pesca, y en Manhattan los letreros luminosos de los cines y teatros. En las mañanas de los días hábiles, cientos de individuos de dientes cariados y ropa descolorida ocupaban las banquetas de la Rua Larga, caminando en el sentido de la avenida Rio Branco “como una enorme oruga”. En Times Square, era por la noche cuando provincianos y burgueses y delincuentes se mezclaban en un ambiente rufianesco de quimera y violencia. Dos calles amenazadoras.
Al llegar a Nueva York, me fui a vivir al Hotel Albert, que tenía la veleidad de llamarse The Albert. Estaba en una calle, University Place, cercana a Greenwich Village. Fue allí donde treinta años antes residió y escribió uno de sus libros Thomas Wolfe, adonde llegó venido de Harvard para enseñar en la Universidad de Nueva York.
The Albert era un hotel en ruinas que todavía ostentaba algo de su antiguo esplendor. Las lámparas de cristal cortado hacían brillar los pasamanos de metal de sus escaleras, y los rojos tapetes agujerados le daban un aire decadente, pero grandioso y digno. Pasadas algunas noches, sin embargo, The Albert comenzó a parecerme siniestro. Las luces de mi enorme habitación eran débiles y, en la penumbra amarillenta, las cortinas y los muebles oscuros me entristecían. En aquel cuarto leí a Wolfe por primera vez. Uno de los porteros del hotel, un negro de cabellos blancos y una inofensiva afición a mentir, me aseguró que yo estaba en el mismo cuarto de Wolfe, y que él había visto al escritor trabajando —esto es, rasgando los papeles que escribía. “Writers are crazy people“, dijo. El libro que Wolfe escribió en ese entonces fue Of Time and the River. Es la historia de un joven que sale de casa para estudiar en una universidad distante, esperando huir de los recuerdos de su infancia y convertirse en un gran escritor; sufre decepciones amorosas, viaja al extranjero y entonces esos recuerdos, que él pensaba haber borrado de su memoria, vuelven todos —nombres de ríos y accidentes geográficos, calles, colores, olores y sabores, los rostros de su familia. Movido por la nostalgia y reconciliado consigo mismo, el joven vuelve a casa.
En The Albert sufrí de insomnio, lo que me llevó varias veces a salir por las calles, casi siempre rumbo a Washington Square, que quedaba cerca del hotel. Cubierto con un abrigo grueso, negro, que había comprado tan pronto como llegué, me acostaba en el círculo de cemento del centro del parque, con la cabeza apoyada en el borde que lo circunda, y me quedaba viendo al cielo, mirando el día rayar y al sol hacer refulgir las alamedas cubiertas de rojizas hojas otoñales, mientras unos vagabundos, hombres y mujeres, me pedían cigarros y me contaban sus desgracias, siempre con un hondo aliento de alcohol que ni el frío húmedo conseguía disipar.
Antes de septiembre terminé mudándome y me fui a vivir, la primera de muchas veces, al Chelsea. El Hotel Chelsea estaba en la Calle 23, entre la Séptima y la Octava avenidas. Alguien lo tildó de “anomalía gótica victoriana”, debido tal vez al tejado de pizarra, a las torres y balcones de hierro forjado. Construido en 1884, fue, desde aquella época, residencia de artistas y escritores. Fueron sus huéspedes permanentes Mark Twain, William Dean Howells, O. Henry, Edgard Lee Masters, James T. Farrel, Mary McCarthy, Virgil Thomson (el compositor), Brendam Benham, Nelson Algren, William Burroughs, Vladimir Nabokov, Gregory Corso, Arthur Miller, Julius Lester y otros, inclusive Wolfe, huésped en 1937 y 1938, probablemente evadido, como yo, del Albert. En el Chelsea, Wolfe terminó sus dos últimos libros, antes de viajar para Baltimore. Seguramente no existió hotel en este planeta donde hubieran residido tantos escritores importantes. Una investigación en los libros de registro del Chelsea revelaría aún a varios otros, no sólo americanos y europeos, sino también de otras partes del mundo. El edificio se consideraba monumento histórico de la ciudad, y su fachada ostentaba una placa de bronce con el nombre de algunos de sus ilustres ocupantes.
Pasé a frecuentar el bar del Chelsea. (Después transformado en un restaurante español llamado Don Quijote, donde, por lo menos hasta 1977, se bebía buen vino y se comía una paella mediocre.) El bar estaba lleno de escritores y artistas, principalmente de teatro y de las artes visuales. Entre ellos se destacaba Dylan Thomas, tenido por uno de los más importantes poetas de su generación. Oriundo de Gales, publicó su primer libro, Eighteen poems, a los veinte años, y le fue reconocido enseguida como un trabajo de fuerte originalidad y talento. Dylan Thomas realizaba su cuarta tournée por Estados Unidos, y tenía una vez más un gran éxito, principalmente en Nueva York, por la manera violentamente emotiva con que leía sus poemas, y por la percepción penetrante con que trataba los temas del nacimiento y la muerte, la alegría, el dolor y la belleza. También era famoso por sus borracheras y groserías, que se perdonaban por ser él, como dijo uno de sus cronistas, John Brinnin, “el más puro poeta lírico del siglo veinte”.
Un día, estaba él recargado sobre la barra del bar y coincidió que quedáramos uno junto al otro. Dylan bebía cerveza y whisky, alternados. No me acuerdo de qué conversamos. Recuerdo sus ojos ligeramente desencajados, inteligentes, con la luz que sólo existe en la mirada de los poetas que se despiden de la vida. A lo blanco de la esclerótica lo cruzaban finas venas rojizas que parecían cambiar el color del iris. Su rostro era rollizo y vulnerable como un globo sin forma. La voz era levemente gutural, pero sin aristas, velada, aunque mostraba todas las tensiones de su mente. Los escritores alcohólicos son cosa común. Las conversaciones de borrachos no son para tomarse en serio. No le di importancia. Es así como los poetas más jóvenes tratan a los más viejos.
Pero al llegar a mi cuarto, antes de dormir, escribí, en una carta:
El bar era oscuro y encerrado; Dylan bebía encogido, parecía temer que le pisaran los pies, que se rieran de él, sintiéndose viejo e hinchado: esas pequeñas cosas horribles que nos suceden a todos borrachos, cansados y tristes. ¿Dónde estaría la furia? ¿Dónde, la ira contra la luz que se oscurecía en este bar del hotel de la Calle 23? A su lado sentí el aliento del animal finalmente domesticado: parecía dispuesto a entrar en la noche plena y misericordiosa de la que habla en su poesía.
Durante la madrugada de ese día, una ambulancia vino a recoger a Dylan Thomas y lo llevó para morir en el hospital Saint Vicent. Era noviembre. Pronto llegó la nieve y no tardó mucho la ciudad en olvidar al poeta. ~