Soy uno de esos escritores a los que Javier Marías llamaba pusilánimes hace poco: los personajes se me rebelan. A él esto, curiosamente, le parece un defecto. Pero a mí no me interesa ejercer un control absoluto sobre los personajes, al menos en las primeras fases de una novela, en las que suelo dar prioridad al subconsciente: escribo con una idea general, pero sin plan ni propósito fijos, así que dejo a mis personajes hacerme regates; si quieren irse por un sitio que yo no había previsto, allá ellos. De esta manera dejo que salgan a la luz todos aquellos temas que yo, al empezar, no sabía que estaban ahí. Pero el subconsciente no basta para escribir una novela. En un momento determinado anuncio a mis personajes que se acabó el recreo. Entonces me obsesiono por el orden y la estructura, por eliminar todas las rebabas de la historia, por desmontar los adornos superfluos; dejo de ser artista para convertirme en ingeniero: cada una de las piezas debe tener una función y su forma debe adecuarse a ésta.
Sin embargo, antes de comenzar a trabajar en serio en una novela, tardo meses, a veces años. Porque me preocupa el tono en que voy a narrar. Cada historia exige un tono, un estilo distintos. Procuro no adaptar las historias a un estilo eso limitaría lo que soy capaz de contar; las limitaciones del lenguaje son las limitaciones del pensamiento y, en parte, de las emociones; por eso, prefiero buscar el lenguaje necesario para cada historia, incluso aunque tenga que forzarme a utilizar uno con el que al principio no me sienta cómodo.
Los argumentos y escenarios de mis obras son tan dispares como si hubiesen sido escritos por autores distintos. Añoranza del héroe no tiene nada que ver con Un mal año para Miki. Huir de Palermo no tiene nada que ver con ninguna de las dos. Mis dos libros de cuentos no parecen hermanos, ni siquiera hermanastros. Lo mismo podría decir de mi poesía o de mi literatura de viajes. Tanto en mi vida, que no viene al caso, como en mi literatura mantengo aquella sensación expresada por Pessoa: “¡Quién fuera todas las personas y en todas partes!”.
Aun así, al cabo del tiempo he ido descubriendo mi identidad literaria, no en los argumentos ni en el estilo, sino en temas subyacentes, involuntarios, que se repiten una y otra vez: el viaje, la huida, la doble personalidad, mujeres más enteras y moralmente más hermosas que los hombres.
Soy un producto de mi tiempo. Como narrador, me han influido más los hermanos Coen que Cervantes. No me avergüenzo de ello.
También soy un producto de mi espacio. Vivo desde hace veinte años en el extranjero y me siento más cerca de escritores alemanes y anglosajones que de los españoles. Mi última novela, muy apropiadamente, la concebí en un avión. Soy consciente, sin embargo, de que el cosmopolitismo no es un mérito, sino un accidente banal.
La poética es como una botella de refresco: un producto de usar y tirar. Por supuesto, se puede recuperar de un libro a otro, pero, igual que una botella de refresco, se va desgastando; el cristal, transparente al principio, se enturbia, acaba por romperse. No es bueno utilizar la misma demasiadas veces. Espero, la próxima vez que me pregunten por mi poética, poder contar algo diferente. Y ahí está la paradoja: porque si lo consigo, estaré siendo fiel a mi poética actual, que no es otra que la que nace del deseo de no dejar ningún camino sin explorar, por miedo a no adentrarme precisamente en aquél que habría dado pleno sentido si es que eso es posible a mi literatura. –
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