“En aquellos días escribe Hemingway en París era una fiesta no había dinero para comprar libros. Yo los tomaba prestados de Shakespeare and Company, que era la biblioteca circulante y librería de Sylvia Beach, en el 12 de la rue de l’Odeon. En una calle que el viento frío barría, era un lugar caldeado y alegre, con una gran estufa en invierno, mesas y estantes de libros […] y en las paredes fotos de escritores tanto muertos como vivos. Las fotos parecían todas instantáneas e incluso los escritores muertos parecían estar realmente en vida.”
Este verano fui al 12 de la rue de l’Odeon a hacerme una fotografía de esas que cuando esté muerto pareceré vivo. La verdad es que hasta este verano siempre había creído que esa librería nunca había cerrado y que por tanto la Shakespeare and Company que yo conocía, la que se halla a cuatro pasos de Notre Dame y es regentada por un mítico librero tuberculoso, era la misma que la de Sylvia Beach. Grandísimo equívoco, aunque la verdad es que, sospechar, siempre sospeché algo, pues en todas las ocasiones que había pasado por la falsa Shakespeare and Company me había parecido que algo no cuadraba y ese algo era la extraña ausencia de un balcón que había visto en fotografías de los años veinte: ese balcón de la primera planta del inmueble al que se encaramaba con frecuencia el músico George Antheil cuando perdía las llaves de su apartamento y entraba entonces por la ventana.
De la existencia de ese balcón también sabía por un libro de Noel Riley Fitch sobre Sylvia Beach y la generación perdida: “Cada vez que olvidaba la llave, George, ante el regocijo de los vecinos, trepaba hasta su balcón apoyándose en el letrero de Shakespeare and Company. Cuando venía alguien a la tienda preguntando por él, Sylvia salía a la puerta principal y le llamaba. En esa habitación, por la que le pagaba a Sylvia trescientos francos al mes, compuso su Quinteto, dos sonatas para violín, el celebérrimo Ballet Mécanique y otras piezas menores.”
Este verano por fin vi, no como hasta entonces de forma tan equivocada, Shakespeare and Company o, mejor dicho, vi esa “calle que el viento frío barría” y vi el 12 de la rue de l’Odeon donde había estado de verdad la mítica librería y por fin vi de verdad el balcón al que se encaramaba Antheil y al que simulé escalar para que mi mujer me hiciera una foto que guardo como oro en paño, pues me he pasado media vida buscando el balcón para imitar aunque fuera sólo simulándolo la gesta escaladora de mi admirado Antheil, al que, a mediados de los años ochenta, convertí en uno de los héroes de un libro que escribí sobre conspiraciones de artistas especializados en viajar con maletas donde cabía perfectamente toda su ligera obra artística portátil: “George Antheil vivía en el apartamento de dos habitaciones que había encima de la librería y solía entrar en su casa por la ventana escalando la fachada del establecimiento. Según cuenta Sylvia Beach, en su mediocre libro de memorias, cada viernes tenían los conspiradores una cita en la librería y, de vez en cuando, se incorporaba algún que otro nuevo miembro de la sociedad de conjurados. Y según parece fue también el inventor del método de encontrar artistas portátiles por las calles de París…”
En mi libro Antheil se paseaba por las calles de París repartiendo, en perfecto silencio y con gestos de conspirador, el alfabeto manual de los sordos. Junto al alfabeto había unas instrucciones a primera vista incomprensibles pero que, si eran bien estudiadas, acababan adquiriendo sentido y conduciendo a la persona que las descifraba hasta la librería de Sylvia Beach, donde era abordada por Blaise Cendrars, peatón aparentemente distraído, que le hacía esta sencilla pregunta: “¿Es usted sordo?” De ahí a pasar a la conspiración de los portátiles había un solo y certero paso.
Este verano me planté con mi mujer ante el 12 de la rue de l’Odeon y me hice la fotografía de mi simulacro de escalada y recordé así al Antheil que había vivido allí y también al Antheil que fue mi personaje, al Antheil al que yo había adjudicado el papel de inventor del método de encontrar artistas portátiles. Había ya dado por terminado mi privado homenaje cuando vi que un transeúnte, un hombre que probablemente había rebasado la edad de setenta años, nos había estado observando y se acercaba ahora a nosotros con aire conspirador. Por un momento, me dejé llevar por ciertos delirios de grandeza e imaginé que aquel transeúnte conocía mi obra e iba a hacerme una sencilla pregunta: “¿Es usted sordo?”
“¿Admiradores de Joyce?”, nos preguntó. Aquel hombre se parecía bastante a mi abuelo, aunque el corte de sus ojos era oblicuo, hacia arriba. Podía ser que acabara de leer la placa que junto al balcón de Antheil informaba de que allí fue editado en 1922 el Ulises de Joyce y que estuviera utilizando esto para ganarse nuestra confianza para algún asunto turbio o trivial, no se sabía, lo más probable era que estuviera solo en la vida y buscara conversación. Decidí complicarle algo más la posibilidad de entablar relación con nosotros. “No estamos aquí por Joyce, sino por la antigua librería de este lugar”, dije con el ánimo de sacármelo pronto de encima. Se quedó pensativo unos momentos. “Hacemos muchas tonterías”, dijo de pronto el hombre en un tono entre plúmbeo y reflexivo. “Y la única forma de dejar de hacerlas es hacerse viejo rápidamente. Yo estoy en eso”, añadió. La frase me sonó a una que decía Orson Welles al final de una película. Pero eso era lo de menos. Me pareció que debía cortar por lo sano, indicarle a mi mujer que nos marcháramos de allí. “Me divierto mucho envejeciendo, porque estoy ocupado todo el rato”, dijo el hombre. Parecía que se hubiera aprendido de memoria un monográfico sobre la vejez. Encontré irritante su actitud. “Pocas personas saben ser viejos”, le dije. Y luego miré a mi mujer para que colaborara en la huida. “Esperen”, dijo el hombre, “les he estado observando, he visto la foto que han hecho, ya sé a qué han venido aquí, no son admiradores de Joyce sino del inventor de los móviles, del inventor de los teléfonos portátiles, ¿no es así?”
Por muy asombroso que fuera, ¿se estaba refiriendo al inventor del método de encontrar artistas portátiles por la calle? No parecía que hubiera hablado de eso exactamente, más bien se había referido a teléfonos portátiles. Creía entender bien su francés, pero tal vez no era así. “¿Portátiles?”, dije tratando de salir de dudas antes de salir corriendo de allí.
“Veo que no saben de qué les hablo”, dijo con repentina, tal vez involuntaria, voz de conspirador. “No mucho”, susurré, “no mucho”. “De George Antheil”, dijo cambiando de voz, ahora con un tono contundente, impropio de un conjurado. Mi mujer parecía mirarle con ternura y escuchar con asombro e interés lo que el hombre nos decía.
“¿Qué saben ustedes de Hedy Lamarr?”, nos preguntó a bocajarro. “Fue la actriz más guapa de su época, siempre me dijeron que mi madre se parecía a ella”, contestó mi mujer, que parecía divertida con aquel extraño encuentro. “Su vida fue muy interesante”, dijo el hombre, “triunfó en Hollywood y después inventó con Antheil los teléfonos portátiles”.
Casi no podía yo dar crédito a lo que estaba oyendo. De ser aquello cierto, la realidad se adelantaba siempre a la ficción. Y la verdad era que todo aquello parecía cierto, no había signo alguno de demencia en aquel hombre que, además, a medida que hablaba iba revelando una agradable personalidad.
“Una tarde, durante la Segunda Guerra Mundial”, se puso a contar el hombre y por poco nos hipnotiza, “mientras estaba sentada al piano con George Antheil, Hedy Lamarr tuvo la idea de aplicar alguna de las técnicas musicales de George al control remoto de los misiles de guerra…”
Al volver a Barcelona, pregunté, investigué y he podido saber que es absolutamente cierto todo lo que nos contó aquel hombre, allí de pie, en aquella calle que en la época de Hemingway “el viento frío barría”. En efecto, la actriz y Antheil inventaron el “conmutador de frecuencias”, que posibilitó la aparición de los teléfonos portátiles. Lo inventaron en los días en que una radioseñal emitida a una determinada frecuencia por las tropas americanas para controlar un torpedo podía ser fácilmente interceptada y bloqueada por el ejército alemán. Antheil y Lamarr se preguntaron por qué no emitir entonces a distintas frecuencias, una en cada intervalo de tiempo, y según una secuencia que pudiera variar en cada ocasión.
La idea, simple, requería, sin embargo, una solución práctica. Para ello Hedy y George, que pasaron largas veladas sentados en una alfombra del recibidor de la mansión de Hedy simulando distintos ingenios con cerillas y una cajetilla de plata, diseñaron un dispositivo inspirado en los rollos perforados de las pianolas y en las cacofonías de algunos experimentos musicales de Antheil, sobre todo en su Ballet mecanique, escrito en la rue de l’Odeon y donde dieciséis pianolas sonaban simultáneamente en una misma sala, sincronizadas por ese tipo de mecanismo. El invento es complicado de describir, pero lo cierto es que lograron inventar unos rollos perforados que sincronizaban y conmutaban sus frecuencias y hacían ininteligibles sus mensajes a los intrusos alemanes que intentaban interceptarlos. Hedy y Antheil contribuyeron decisivamente a la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Después, el invento fue olvidado por un tiempo, parecía difícil aceptar la idea de que una pianola dentro de un torpedo había ayudado a resolver el conflicto bélico. Hasta que nuevos avances de la técnica acabaron por redescubrir al conmutador de frecuencias que daría paso a la telefonía móvil. Así pues, Antheil, en colaboración con Lamarr, fue el precursor de los teléfonos portátiles. Nuestros móviles nada serían sin el 12 de la rue de l’Odeon, donde Antheil se dedicó a la poética de las pianolas del arte portátil.
“Para que luego digan que el arte no sirve para nada”, concluyó el transeúnte. Le propusimos que se quedara a almorzar con nosotros, todavía nos quedaban muchos cabos por atar de su historia. “No puedo acompañarles ni demorarme más, lo siento, otro día será”, dijo en un tono exquisitamente educado, “precisamente voy ahora a comprarme un teléfono portátil que me urge y temo que me cierren la tienda, otro día, señores, otro día”.
Dijo esto y siguió su camino, siguió descendiendo por una rue de l’Odeon, a la que aquel día de verano un aire cálido, que parecía trasladar aquel hombre, barría de arriba abajo. Pronto desapareció de nuestra vista, dobló una esquina y en ese momento sonaron las campanadas de una iglesia cercana. Me pareció que daban la hora para todos los teléfonos portátiles del mundo: sonoro hierro oscuro. ~
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