Los muertos a la mesa

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En primer lugar le diría que de la nueva casa le gustaban sobre todo las vistas a Unter den Linden, porque eso le hacía sentirse aún como en casa. Es decir, era una casa que le hacía sentirse como en casa, como cuando su vida tenía sentido. Y que le gustaba haber escogido la Karl Liebknechtsrasse, porque ése también era un nombre que tenía sentido. O que lo había tenido. ¿Lo había tenido? Claro que lo había tenido, sobre todo la Gran Estructura. El tranvía se detuvo y abrió sus puertas. La gente entró. Esperó a que se cerraran. Vete, vete, prefiero ir andando, así me doy un sano paseo, hace un día demasiado bueno para desaprovechar la ocasión. El semáforo estaba en rojo. Se reflejó en el cristal de la puerta cerrada, aunque una tira de goma lo dividiera en dos. Estás bien así, partido en dos, querido mío, siempre partido en dos, una mitad aquí y otra allí, es la vida, así es la vida. No estaba mal, no: era un apuesto hombre entrado en años, el pelo blanco, una chaqueta elegante, mocasines italianos comprados en el centro, el aire de bienestar de una persona de posibles: las ventajas del capitalismo.
     Canturreó: tout est affaire de décor, changer de lit, changer de corps. De eso sí que entendía, se había pasado la vida haciéndolo. El tranvía arrancó. Se despidió con la mano, como si dentro hubiera una persona a la que dijera adiós. ¿Quién era esa persona que iba en tranvía al Pergamon? Se dio un cachete afectuoso. Pero bueno, si eres tú, querido mío, precisamente tú, et à quoi bon, puisque c’est encore moi qui moi-même me trahis. Canturreó el final de la estrofa con voz profunda y ligeramente dramática, como lo hacía Léo Ferré.
     El chico de la motocicleta de Pizza Hut que esperaba a que se pusiera verde lo miró con estupor: un anciano señor elegante que canta como un pinzón en una parada de tranvía, cómico, ¿no? Venga, jovenzuelo, que ya se ha puesto verde, dijo con la mano invitándolo a marcharse, lleva tu repugnante pizza a su destino. Circulen, circulen, no hay nada que ver, soy sólo un anciano señor que canturrea las poesías de Aragon, fiel compañero de los buenos tiempos ya idos, él también se ha ido, nos vamos todos, antes o después, y también su Elsa tiene los ojos opacos, buenas noches, ojos de Elsa. Miró el tranvía que giraba hacia la Friedrichstrasse y dijo adiós a los ojos de Elsa.
     El taxista lo miró desconcertado. A ver, ¿sube usted o no sube? Se disculpó: mire, es un equívoco, estaba despidiéndome de una persona, el gesto no era para usted. El taxista sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Debía de ser turco. Esta ciudad está llena de turcos, de turcos y gitanos, nos han tocado a nosotros todos esos vagabundos, ¿y para qué?, para mendigar, eso es, para mendigar, pobre Alemania. Pues no protesta encima, este emigrante, qué cara más dura. Ya le he dicho que se ha equivocado, replicó con una voz que se iba alterando, es usted quien lo ha entendido mal, me estaba despidiendo de una persona. Sólo le he preguntado si necesitaba algo, explicó el chico en un mal alemán, perdone, señor, ¿necesita algo? ¿Qué si necesito algo? No, gracias, contestó secamente, gracias, estoy perfectamente, jovenzuelo. El taxi arrancó.
     ¿Estás bien?, se preguntó. Claro que estaba bien, era un magnífico día de verano, como raramente se dan en Berlín, si acaso hacía algo de calor. Eso es, hacía algo de calor para su gusto, y con el calor la tensión tiende a subir. Nada de platos salados y nada de esfuerzos, había sentenciado el médico, su tensión ha alcanzado el nivel de alarma, pero probablemente sea a causa de la ansiedad, ¿hay algo que le preocupa, consigue descansar, duerme bien, sufre de insomnio? Qué preguntas. Pues claro que dormía bien, ¿por qué habría de dormir mal un viejo señor tranquilo, con una buena cuenta corriente, un magnífico apartamento en el centro, una casita de vacaciones en el Wannsee, un hijo abogado en Hamburgo y una hija casada con el dueño de una cadena de supermercados?, ¿a usted qué le parece, doctor?
     Pero el médico insistía, ¿pesadillas, dificultad para conciliar el sueño, despertares bruscos, sobresaltos? Sí, de vez en cuando, doctor, pero es que la vida es larga, ¿sabe?, a cierta edad vuelve uno a pensar en las personas que ya no están, se mira hacia atrás, hacia las redes que nos han envuelto, las redes rotas de los que pescaban, porque ahora son todos pescados, ¿me entiende? No le entiendo, decía el médico, en conclusión, ¿duerme o no duerme? Doctor, hubiera querido decirle a esa buena persona, pero ¿qué más se me puede pedir?, he hecho todos los solitarios, he vomitado todo el Kirsch posible, he amontonado todos los libros en la estufa, doctor, ¿pretende que siga durmiendo tranquilo? Y en cambio contestó: duermo bien cuando duermo, y cuando no duermo procuro dormir.
     Si no estuviera usted jubilado le diagnosticaría una forma de estrés, declaró el médico, pero francamente no es posible, por lo tanto su tensión alta tiene que deberse a la ansiedad, es usted una persona ansiosa aunque aparentemente tranquila, dos de estas pastillas antes de acostarse, nada de sal en las comidas y a dejar de fumar.
     Se encendió un cigarrillo, un estupendo cigarrillo americano de sabor dulce. Cuando trabajaba en la Gran Estructura había gente que por un paquete de cigarrillos americanos hubiera denunciado a sus propios padres, y ahora los americanos, después de haber conquistado el mundo, decidían que el humo era dañino. Menudo gilipollas ese médico vendido a los americanos. Cruzó Unter den Linden, a la altura de la Humboldt Universität, y se sentó bajo las sombrillas cuadradas del quiosco que vendía salchichas. En fila ante el quiosco, con la bandeja en la mano, había una familia de españoles, el padre, la madre y dos hijos adolescentes. Había turistas por todas partes, la verdad. Estaban indecisos sobre cómo se pronunciaba el plato. Kartoffeln, sostenía la mujer. No, no, observaba el marido, como eran fritas había que pedir Pommes, a la francesa. Muy bien el español con sus bigotitos. Al pasar a su lado se puso a silbar Los cuatro generales. La mujer se dio la vuelta y lo miró casi alarmada. Él hizo como si no pasara nada. ¿Eran unos nostálgicos o votaban a los socialistas? Vaya usted a saber. Ay, Carmela, ay, Carmela.
     Se levantó de repente una ráfaga fresca que levantó del suelo servilletas y paquetes de cigarrillos vacíos. Sucede a menudo en Berlín: un día de bochorno y de repente llega un viento fresco que hace que las cosas revoloteen y el humor cambie. Es como si trajera recuerdos, nostalgias, frases perdidas. Del tipo de la que se le vino a la cabeza: las inclemencias del tiempo y la fidelidad a mis principios. Sintió un arrebato de cólera. ¿Fidelidad?, dijo en voz alta, pero de qué fidelidad hablas, has sido el hombre más infiel del mundo, yo de ti lo sé todo, principios, claro que sí, pero cuáles. De los del Partido nunca quisiste saber nada, a tu mujer la cubriste de traiciones, de qué principios presumes, cretino. Una niña se le paró delante. Llevaba una faldita que arrastraba por el suelo y los pies descalzos. Le metió bajo los ojos un pedazo de cartón donde estaba escrito: vengo de Bosnia. Vete al infierno, le dijo sonriendo. También la niña sonrió y se alejó.
     Tal vez lo mejor fuera coger un taxi, ahora se sentía cansado. Quién sabe por qué se sentía tan cansado, se había pasado la mañana sin hacer nada, zanganeando y leyendo el periódico. Los periódicos cansan, se dijo, las noticias cansan, el mundo cansa. El mundo cansa porque está cansado. Se dirigió a la papelera metálica y tiró un paquete de cigarrillos vacío y después el periódico de la mañana, no tenía ganas de llevarlo en el bolsillo. Él era un buen ciudadano, no quería ensuciar la ciudad. Pero la ciudad estaba ya sucia. Todo estaba sucio. Se dijo: no, me voy andando, así domino mejor la situación. ¿La situación?, pero ¿qué situación?, bueno, pues la situación que estaba acostumbrado a dominar en otros tiempos. Entonces sí que era un gusto: tu Objetivo que te caminaba delante, ignaro, tranquilo, dedicado a lo suyo. Y tú también, aparentemente, te dedicabas a lo tuyo, pero no ignaro en absoluto, todo lo contrario. De tu Objetivo conocías a la perfección los rasgos somáticos por las fotografías que te habían obligado a estudiar, hubieras podido reconocerlo incluso en el patio de butacas de un teatro. Él, en cambio, de ti no sabía nada, tú eras para él un rostro anónimo como millones de otros rostros anónimos en el mundo. Él iba por su camino, y yendo por su camino te guiaba, porque debías seguirlo. Él representaba la brújula de tu recorrido, bastaba seguirlo.
     Escogió un Objetivo. Cuando salía de casa siempre necesitaba encontrarse un Objetivo, en caso contrario, se sentía perdido, perdía la orientación. Porque el Objetivo sabía bien a donde ir, y él en cambio no, ¿adónde podía ir, ahora que el trabajo de siempre había acabado y que Renate estaba muerta?
     Ah, el Muro, qué nostalgia del Muro. Estaba allí, sólido, concreto, subrayaba una frontera, marcaba la vida, daba la seguridad de una pertenencia. Gracias a un muro uno pertenece a algo, está a este lado o al otro, el muro es como un punto cardinal, a este lado está el norte, a ese otro el sur, sabes dónde estás. Cuando Renate aún vivía, aunque ya no existiera el Muro, por lo menos sabía a dónde ir, porque todas las tareas de casa debía hacerlas él, de la mujer que venía algunas horas no se fiaba, era una indiecita de mirada oblicua que hablaba un pésimo alemán y que repetía continuamente yes, Sir, incluso cuando la mandaba al infierno. Vete al infierno, horrenda negrita estúpida: yes, Sir.
     En primer lugar, iba al supermercado. Cada día, porque no le gustaba hacer compras grandes, sólo pequeñas compras cotidianas, según los deseos de Renate. ¿Qué te apetece esta mañana, Renate, te gustarían por ejemplo esas chocolatinas belgas rellenas de licor o prefieres praliné con avellanas? O mejor, mira, iré a la sección de fruta y verdura, no puedes imaginarte lo que hay en ese supermercado, verás, no tiene nada que ver con las tiendas de nuestros tiempos, aquí se encuentra de todo, de todo de verdad, por ejemplo, ¿te apetecerían unos hermosos melocotones jugosos en este gris día de diciembre?, te los traigo, vienen de Chile, o de la Argentina, de sitios así, ¿o prefieres peras, cerezas, albaricoques?, te los traigo. ¿Quieres un melón, amarillo y muy dulce, de esos que tan bien van con el oporto y con el jamón italiano? Te lo traigo también, hoy quisiera hacerte feliz, Renate, quisiera que sonrieras.

     Renate le sonreía cansinamente. Se volvía a mirarla en el sendero del jardín mientras ella le hacía un gesto con la mano desde detrás del ventanal de la terraza. El borde de la terraza tapaba las ruedas de la silla. Renate parecía sentada en un sillón, parecía una persona normal, seguía siendo guapa, tenía todavía el rostro liso y el pelo rubio, a pesar de la edad. Renate, Renate mía, cuánto te he amado, ¿sabes?, no puedes ni imaginarte cuánto, más que a mi propia vida, y te sigo amando, de verdad. Aunque debería decirte una cosa, pero ahora ¿qué sentido tendría decírtelo?, tengo que encargarme de ti, cuidarte como si fueras una niña, pobre Renate, el destino ha sido cruel contigo, seguías siendo guapa, y en el fondo no eres tan mayor, en el fondo no somos tan mayores, podríamos disfrutar aún de la vida, qué sé yo, viajar, Renate, y en cambio, mira en lo que te has convertido, qué lástima todo, Renate. Doblaba por el sendero de casa y entraba bajo los árboles de la gran avenida. La vida está desfasada, pensaba, nada llega a su hora. Y se dirigía hacia el supermercado, dispuesto a pasarse allí una buena mañana, era una buena manera de pasar el tiempo, pero ahora, desde que Renate ya no estaba, era difícil pasar el tiempo.
     Miró a su alrededor. Al otro lado de la calle se detuvo otro tranvía. De él bajaron una señora madura con la bolsa de la compra, un chico y una chica que iban cogidos de la mano, un señor anciano vestido de azul. Le parecieron Objetivos ridículos. Qué se le va a hacer, no seas chiquillo, ¿es que te has olvidado de tu oficio?, hace falta paciencia, ¿o es que ya no te acuerdas?, mucha paciencia, días de paciencia, meses de paciencia, con atención, con discreción, horas y horas sentado en un café, en el coche, detrás de un periódico, siempre leyendo el mismo periódico, días enteros.
     Por qué no esperar un buen Objetivo leyendo el periódico, eso es, para saber cómo va el mundo. Compró Die Zeit en el quiosco de al lado, que siempre había sido su semanario, en los días de Objetivos verdaderos. Después se sentó en la terraza del quiosco de las salchichas, bajo los tilos. Todavía no era la hora de comer, pero podía tomarse una buena salchicha con patatas. ¿Lo prefiere normal o con curry?, preguntó el hombrecillo del delantal blanco. Optó por el curry, una novedad absoluta, e hizo que añadieran ketchup, realmente posmoderno, que era una palabra que se oía por todas partes. Se lo dejó prácticamente entero en la bandejita de papel, un auténtico asco, quién sabe por qué estaban tan de moda.
     Miró a su alrededor. La gente le pareció fea. Gorda. Incluso los delgados le parecieron gordos, gordos por dentro, como si les viera por dentro. Eran untuosos, eso era, untuosos, como si se hubieran rociado de aceite solar. Le pareció incluso como si relucieran. Abrió Die Zeit, veamos cómo va el mundo, este vasto mundo que baila tan alegre. Bueno, no tanto. El escudo estelar con armas nucleares, eso pretendía el Americano. ¿Contra quién?, sonrió, ¿contra quién?, ¿contra nosotros, que estamos todos muertos? Había una fotografía del Americano encima de un podio, junto a una bandera. Debía de tener un cerebro no mayor que un dedal, como decía la cancioncita francesa. Recordó la canción que tanto le gustaba, ese Brassens sí que era un tipo curioso, odiaba la burguesía. Años lejanos. París había sido la misión más bonita de su vida. Une jolie fleur déguisée en vache, une jolie vache déguisée en fleur. Su francés seguía siendo perfecto, sin acentos, sin inflexiones, neutro como esas voces que resuenan en los altavoces de los aeropuertos, así era como lo había aprendido, en la escuela especial, en aquellos tiempos se estudiaba de verdad, nada de tonterías, de cien se seleccionaba a cinco, y esos cinco debían ser perfectos. Como lo había sido él.
     Había una fila ante la taquilla de la Staatsoper, debía de haber un concierto importante, esa noche. ¿Y si fuera? ¿Por qué no?, casi, casi sí. Un señor estaba bajando por las escalinatas de la Biblioteca, calvo, elegante, con una carpeta debajo del brazo. Ahí estaba, ése era el Objetivo ideal. Fingió estar inmerso en la lectura del periódico. El hombre pasó por delante de él sin hacerle caso. Un infeliz, era realmente un infeliz. Dejó que recorriera un centenar de metros y después se levantó. Cruzó la calle. Siempre era mejor estar en la otra acera, era la vieja regla, jamás descuidar las viejas reglas. El hombre se encaminó hacia Scheuneviertel. Qué Objetivo más simpático, iba en su misma dirección, no se puede ser más amable. El hombre parecía dirigirse hacia el Pergamon. Y en efecto entró en él. Qué listillo, como si él no lo hubiera comprendido. Sonrió para sí mismo: disculpa, mi querido infeliz, si estás aquí en una misión con la apariencia de un profesor universitario, lo lógico es que entres en el Pergamon, ¿o es que pensabas tal vez que uno con mi experiencia se dejaría engañar por un truquillo de tres al cuarto así?
     Se sentó en el pedestal de una estatua y lo esperó con calma. Se encendió un cigarrillo. El médico ya no le toleraba más que cuatro cigarrillos al día, dos después de comer y dos después de cenar. Pero el Objetivo se merecía un cigarrillo. Mientras esperaba, echó una ojeada al periódico, a la página de espectáculos. Había una película americana que estaba suscitando el entusiasmo del público, la de mayor éxito de taquilla. Era una película de espionaje ambientado en el Berlín de los años sesenta. Sintió una fuerte conmoción. Le entraron ganas de marcharse a donde había decidido ir y de no perder más tiempo con ese estúpido profesorucho con el que se estaba entreteniendo. Era demasiado banal, demasiado previsible. En efecto, lo vio salir con una bolsa de plástico transparente repleta de catálogos que debían de pesar una tonelada.
     Tiró la colilla al canal y se metió las manos en los bolsillos, como si estuviera zanganeando. Eso sí que le gustaba: fingir que perdía el tiempo. Pero no estaba perdiendo el tiempo, tenía que hacer una visita, se lo había prometido la noche anterior, una noche algo agitada, sustancialmente insomne. Tenía varias cosas que decirle a ese tipo. Lo primero que le diría es que se las había apañado bien. A diferencia de muchos otros colegas suyos, incluso de los de su nivel, que habían acabado de taxistas, así, despedidos de un día para otro, él no, él se las había apañado a la perfección, había sido previsor, siempre es necesario ser previsor, y él lo había sido, había acumulado unos buenos ahorrillos, ¿cómo?, eso era asunto suyo, pero había conseguido acumular unos buenos ahorrillos, y en dólares, y en Suiza, además, y cuando todo se había ido al garete, él se había hecho con un precioso chalet independiente en la Karl Liebknechtsrasse, que era un nombre que tenía sentido, a dos pasos de la Unter den Linden, porque eso le hacía sentirse como en casa. Es decir, era una casa que le hacía sentirse como en casa, como cuando su vida tenía sentido. Pero ¿lo había tenido? Claro que lo había tenido.
     La Schausseestrasse le pareció desolada. Apenas pasaba algún coche de vez en cuando. Era domingo, un precioso domingo de finales de junio. Los berlineses estaban en el Wannsee, tumbados bajo ese sol tempranero en los balnearios Martin Wagner, tomándose un aperitivo mientras esperaban una buena comidita. Constató que tenía hambre. Sí, si lo pensaba tenía hambre, por la mañana se había tomado un capuchino a la italiana, quizá porque la noche precedente había exagerado un poco. Se había comido un plato de ostras en el Café de Paris, ya iba al Café de Paris casi todas las noches, cuando no variaba con otros restaurantes chic. ¿Me has entendido, cabezota?, murmuró, tú te comportaste como un franciscano durante toda la vida, yo en cambio me divierto en restaurantes chic, como ostras todas las noches, y ¿sabes por qué? Porque no somos eternos, querido mío, así que más vale comer ostras.
     Le gustaba el patio. Era sobrio, áspero, se parecía a él, como él lo había sido, con unas mesitas bajo los árboles, donde una pareja de turistas extranjeros estaban bebiendo una cerveza. El hombre tendría unos cincuenta años, con gafitas de intelectual como su querido cabezota, redondas, metálicas, con entradas y una calvicie en la coronilla. Ella, morena, guapa, con un rostro decidido y franco, grandes ojos oscuros, más joven que él. Hablaban en italiano, con algunas frases en una lengua desconocida. Aguzó los oídos. ¿Español? Le pareció español, pero estaban demasiado distantes. Pasó por delante de ellos con un pretexto y dijo: buenos días, bienvenidos a Berlín. Gracias, contestó el hombre. ¿Italianos?, preguntó él. La mujer le sonrió: portuguesa, contestó. El hombre abrió los brazos con aire divertido: cambiábamos de país más que de zapatos, un poco portugués soy yo también, dijo en italiano, y él cogió al vuelo la cita. Pero mira que listo mi intelectualillo, se ve que lo has leído, felicitaciones.

     Decidió comer en el interior. Había que bajar al sótano. Quizá en sus orígenes fuera realmente un sótano. Pero sí, claro, era el sótano, ahora se acordaba, a menudo el cabezota recibía allí a una actriz fracasada, una cabrona más vieja que Helene que después había revelado todo en un libro publicado en Francia que se llamaba… ya no se acordaba cómo se llamaba, y mira que había seguido él todo el asunto, en sus años parisienses, ah, sí, se llamaba Ce qui convient y aparentemente hablaba de teatro, pero en realidad era una filosofía de vida: el cotilleo. Pero ¿qué año era? Ya no se acordaba. El cabezota había colocado en el sótano un sofá y un abat-jour, y todo ante los ojos de Helene, que durante su vida había engullido más malos tragos que bocanadas de aire.
     El restaurante era bastante oscuro, aunque con cierto aire de cabaret, del tipo Maria Carrer y esas cosas tardo-expresionistas. Las mesas eran de madera sin desbastar, los adornos graciosos, las paredes estaban llenas de fotografías. Se entretuvo en mirarlas. Las conocía casi todas, habían pasado muchas veces ante sus ojos en los dossieres de su oficina. Y alguna hasta había ordenado que la sacaran sus ayudantes. Putañero, dijo para sí, era un auténtico putañero, un moralista sin moral. Estudió la carta. Vaya: la señora no había sabido imponerse sobre las amantes, pero al menos en la comida lo había conseguido. Durante toda su vida había impuesto la cocina austriaca, y el restaurante respetaba sus gustos. De entradas mejor nada. Sección sopas. Se puso a reflexionar. Había una de patatas que le gustaba incluso más que la alemana. Por lo demás nunca había sido un admirador de la cocina alemana, demasiada grasa, los austriacos son más finos, pero tal vez no fuera buena idea la sopa de patatas, hacía calor ¿Cabrito? ¿Y por qué no cabrito?, los austriacos son insuperables cocinando cabrito. Muy pesado, el médico no estaría de acuerdo. Se decidió por un simple Wiener Schnitzel. Es que la Wiener Schnitzel hecha a la austriaca puede ser algo sublime y además con ese pastel de patatas crujientes que hacen ellos, venga, que sea una Wiener Schnitzel. Bebió vino blanco austriaco, aunque los vinos aromatizados no le gustaban, y mentalmente hizo un brindis a la memoria de Helene. Por tu piel dura, dijo, mi querida primadonna. Para acabar, un descafeinado, para evitar las extrasístoles nocturnas.
     Cuando salió de nuevo al patio le asaltó la tentación de visitar la casa, ahora era una casa-museo. Qué divertido. Aunque, quién sabe, tal vez la hubieran restaurado, pintado, limpiado de la vida, adaptado a los turistas inteligentes. La recordaba en una noche de 1954 mientras aquel cretino estaba entre las bambalinas del Berliner Ensemble y miraba el carro de su madre coraje. Había pasado revista habitación por habitación, cajón por cajón, carta por carta. La conocía como nadie: la había violado. Lo siento, dijo despacio, lo siento de verdad, pero eran órdenes.
     Salió a la calle y recorrió unos cuantos metros. Al pequeño cementerio que daba a la calle, protegido por una reja, se accedía por un callejón lateral. Estaba desierto. Había muchos árboles, descansaban todos a la sombra. Cementerio pequeño pero racé, pensó, y menudos nombres: filósofos, médicos, escritores: happy few. ¿Qué hacen las personas importantes en un cementerio? Duermen, duermen ellos también, al igual que los que no fueron importantes. Y todos en la misma posición: horizontal. La eternidad es horizontal. Deambulando sin rumbo vio la lápida de Anne Seghers. De joven había admirado mucho sus poemas. Se le vino a la cabeza uno que un actor judío, hacía muchos años, recitaba todas la noches en un teatrillo del Marais. Era un poema terrible y desgarrador, y no tuvo valor para repetirlo ni siquiera mentalmente.
     Cuando llegó delante de la tumba dijo: hola, he venido a verte. De repente ya no tenía ganas de hablarle de la casa y de lo bien que le iban las cosas en su vejez. Vaciló y después dijo solamente: tú no me conoces, me llamo Karl, es mi nombre de bautismo, mira que es mi auténtico nombre. En ese momento llegó una mariposa. Era una mariposilla común de alas blancas, una mariposa de la col vagabunda que vagaba por el cementerio. Él se inmovilizó y cerró los ojos como si expresara un deseo. Pero no tenía deseos que expresar. Abrió de nuevo los ojos y vio que la mariposa se había posado sobre la punta de la nariz del busto de bronce que se erguía delante de la lápida.
     Lo siento por ti, dijo, pero no te han puesto el epitafio que habías dictado en vida: aquí yace B. B., limpio, objetivo, malvado. Lo siento, pero no te lo han puesto, no hay que hacer nunca epitafios anticipados, total los que te sobreviven no te obedecen. La mariposilla sacudió las alas, las levantó en perpendicular como si estuviera a punto de levantar el vuelo, pero no se movió. La verdad es que tenías una buena nariz, dijo, y un pelo híspida como un cepillo, eras un cabezota, siempre fuiste un cabezota, me diste un montón de problemas. La mariposa emprendió un breve vuelo para posarse otra vez en el mismo sitio.
     Cretino, dijo, yo era tu amigo, te apreciaba, ¿te sorprende que te apreciara?, pues entonces escucha, aquel agosto de 1956, cuando te estallaron las coronarias, yo lloré, la verdad, lloré, no es que haya llorado mucho en mi vida, ¿sabes?, Karl lloró poco cuando estaba a tiempo, y en cambio por ti lloré.
     La mariposa se alzó en vuelo, dio dos vueltas alrededor de la cabeza de la estatua y se alejó. Necesito decirte una cosa, dijo a toda prisa como si estuviera hablándole a la mariposa, necesito decirte una cosa, es urgente. La mariposa desapareció por detrás de los árboles y él bajó la voz. Yo lo sé todo de ti, lo sé todo de tu vida, día por día, todo: tus mujeres, tus ideas, tus amigos, tus viajes, hasta tus noches y todos tus pequeños secretos, incluso los más minúsculos: todo. Se dio cuenta de que estaba sudando. Tomó aliento. De mí, en cambio, no sabía nada. Creía que lo sabía todo, y de mí no sabía nada. Hizo una pausa y se encendió un cigarrillo. Le hacía falta un cigarrillo. Que Renate me traicionó durante toda la vida no lo descubrí hasta hace dos años, cuando abrieron los archivos. Quién sabe por qué se me ocurrió que yo también podía estar fichado, como todos. Era una ficha completa, detallada, de alguien que había sido espiado cada día. La voz “Familiares” era un dossier entero, con fotografías tomadas con teleobjetivo. Se veía a Renate y al jefe del Departamento de Asuntos Internos desnudos bajo el sol, a orillas de un río. Hacían nudismo. Debajo estaba escrito: Praga, 1952. Yo entonces estaba en París. Después había muchas otras: en 1962 mientras salen de un hotel de Budapest, en 1969 en una playa del Mar Negro, en 1974 en Sofía. Hasta 1982, cuando él murió. Le saltaron las coronarias como a ti, era viejo, tenía veinte años más que Renate, la verdad es concreta.
     Se secó la frente con un pañuelo y retrocedió. Estaba empapado en sudor. Se sentó en el banco de madera, al otro lado del sendero. Sabes, dijo, hubiera querido decírselo a Renate, hubiera querido decirle que lo sabía todo, que lo había descubierto todo, pero la vida tiene esas cosas, Renate tuvo un ictus, había esperanzas de que se recuperara, y en efecto, la atendieron muy bien, incluso con fisioterapia, todo lo que fue necesario, pero en cambio no se recuperó, sus últimos años se los pasó en una silla de ruedas y tampoco la parálisis facial desapareció, cada noche yo me decía: mañana se lo digo, pero ¿cómo puedes decirle que has descubierto todo a una persona que tiene la cara torcida y las piernas contraídas?, no tuve valor, la verdad, no tuve valor.
     Miró el reloj. Quizá fuera hora de irse. Se sentía cansado, tal vez cogiera un taxi. Dijo: de mi nueva casa me gustan sobre todo las vistas a Unter den Linden, es una casa preciosa con todas las comodidades modernas. Empezó a recorrer el sendero hasta la verja de entrada. Vaciló un instante y se volvió. Hizo un gesto de saludo con la mano, hacia el parque. Por la noche voy a cenar a restaurantes chic, dijo otra vez, por ejemplo, esta noche pienso ir al Sale e Tabacchi, es un restaurante italiano, está Salvatore que me atiende muy bien, sabe que me gustan los espaguetis con langostinos. No hay otro restaurante en todo Berlín donde se coman langostinos así. Cerró la verja con delicadeza, evitando hacer ruido. Berlín ha cambiado mucho, dijo para sus adentros, no puedes imaginarte cuánto. ~

     — Traducción de Carlos Gumpert

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