caguama. Es la especie que alcanza
mayor tamaño entre las tortugas marinas,
llegando a pesar veinte arrobas, pero su carne no es muy deseada.
CUBA EN LA MANO, 1936
Siempre me pareció una extraña casualidad que conociera a mi suegra en La Habana cuando éramos del mismo pueblo, de donde ella salió niña para vivir al otro extremo de la isla. Es andar derecho por caminos torcidos.
Cuando conocí a mi suegra se llamaba Carmela, pero no había nacido con ese nombre. A los cuatro años estuvo perdida varios días y su madre hizo una promesa a la virgen del Carmen: si la encontraban viva la llamaría Carmen. Al tercer día encontraron a la niña en una isla al otro lado del río, donde había caimanes entonces. En ese mismo río, de niño, yo había visto manatíes y todavía era salvaje. Carmela jura ahora que cruzó el río cargada por un hombre alto y flaco, de pelo largo, que caminó sobre el agua. Toda la familia creyó que quien la puso a salvo en la isla era nada menos que Jesús en persona. Desde entonces mi suegra se llama Carmen, Carmela.
Ella me contó otra historia no menos increíble. Ocurrió cuando ella no tenía aún diez años. Un muchacho del pueblo se había enamorado de una belleza local y ella también se enamoró. Querían casarse pero él era muy pobre. Ella también era pobre. Todo el mundo en el pueblo era pobre. Pero él ni siquiera tenía trabajo. Desesperaban pero como toda gente joven esperaban. No sabían qué esperar pero tenían esperanzas. Un día él supo que no había futuro en el pueblo donde todo era pasado y decidió, junto con su mejor amigo, buscar fama y fortuna. Ironías del destino, encontró una pero no la otra aunque, por un momento, creyó que había encontrado ambas. La única fuente de vida del pueblo, se sabía, era el mar y al mar se fue.
Pero no se hizo a la mar sino que propuso a su amigo explorar la costa y juntos se dirigieron a Los Caletones, en dirección opuesta a la bahía y al río. En la costa de Los Caletones, entonces desierta, había aparecido un día un enorme cachalote que se varó en la playa y allí murió. Cuando lo descubrieron ya estaba podrido (supieron de su existencia por una gran concentración de auras, extraño porque los buitres no se aventuran al mar) y los emprendedores del pueblo, a pesar del hedor, lograron sacar de la carroña una gran cantidad de esperma que vendieron a buen precio en la capital. Los Caletones, pues, parecían promisorios.
Pero recorrieron toda la playa y no encontraron más que estrombos y escombros. Derrotados decidieron regresar al pueblo, el muchacho que se quería casar más derrotado que su amigo que no se quería casar. (O en todo caso no enseguida.) Camino del pueblo, tratando de salir de entre dos dunas, vieron una caguama y ya ellos sabían de las caguamas lo que ustedes no saben.
La caguama es un reptil y como el caimán se mueve muy bien en el agua (ríos, los mares) pero muy mal en tierra. El mar es su verdadero elemento, donde puede pasar horas sumergida y sólo sube a respirar de tarde en tarde. Una vez que una caguama, que es el nombre indio para las tortugas gigantes, alcanza el mar, a poco de surgir torpe del huevo, sólo vuelve a tierra la hembra para desovar. Los machos, se sabe, no vuelven nunca. La caguama es lenta en tierra porque sus patas se han convertido en aletas natatorias y por su enorme peso, que a veces alcanza las dos mil libras. Otras pueden medir dos varas de ancho por tres de largo. Dice un zoólogo, "llevando consigo su armadura, que es su refugio" la caguama no necesita ser tan veloz como Aquiles para surcar los mares como Ulises. Pero la caguama sigue nadando aun cuando sale del mar para recorrer aleteando los pocos metros de playa que la separan de su nido. Así hace su viaje de ida y vuelta al mar. Como todos los reptiles, la caguama practica la fertilización interna y no es siempre fácil detectar su sexo. En muchas especies, sin embargo, es posible distinguir el sexo de un animal ya adulto. Cuando la caguama acaba de desovar, su sexo adquiere un aspecto curiosamente humano. Siempre se ha creído que la caguama ve mal y no oye nada, aunque algunas especies tienen voz, sobre todo en época de celo. Quienes han estado en contacto estrecho con una caguama, dicen que posee una inteligencia sólo posible en un mamífero.
La vieron los dos al mismo tiempo y al mismo tiempo pensaron lo mismo. Los dos muchachos eran de veras muy parecidos, sólo que uno era bien parecido y el otro no. Pero los dos eran igualmente fuertes y a menudo pulsaban con brazos idénticos, luchaban libres y ejecutaban otras hazañas de fuerza para deleite de ambos. Eran, de hecho, los muchachos más fuertes del pueblo, sólo que uno era listo y el otro no. Ahora el más listo de los muchachos concibió una idea que no tuvo que decirla a su amigo (a menudo los dos pensaban lo mismo al mismo tiempo) sino que decidió ponerla en práctica y su amigo lo secundó en segundos. Se trataba de apoderarse del enorme animal que avanzaba con gran trabajo hacia el mar. Venderían en una fortuna su carne (que era poco comestible), sus conchas de carey (aunque no era un carey) y la grasa almacenada debajo del carapacho, que se sabe (sólo ellos lo sabían) que es mejor que el unto de gallina. "Grasa de caguama, todo sana", decía un refrán que ellos conocían y tomaban por un verdadero axioma aunque no supieran qué es un axioma.
Ahora la caguama se detuvo alarmada no porque distinguiera siquiera a uno de los muchachos, sino porque había sentido a través de las patas la vibración de los pies calzados corriendo en su dirección. Como a menudo en su trayecto, la caguama exhaló un suspiro, no porque presintiera su fin (la caguama llega a vivir cien años), sino porque este animal marino siempre suspira en tierra. (Algunos creen que es la exhalación del resto de energía que han necesitado para moverse en la arena, cuando detienen su marcha.) Sea como fuere, en su excitación ninguno de los dos muchachos oyó este sordo canto de sirena en tierra. (O tal vez uno de ellos sí lo oyó.) Cuando llegaron junto a la caguama gritaron de excitación y de entusiasmo y enseguida se pusieron a la tarea de voltear a la tortuga paralizada por la confusión. Se sabe que una caguama volteada más que inerme queda inerte y no puede recobrar su estado cuadrúpedo sin ayuda. Una caguama vuelta es una caguama muerta. Mejor que muerta para los dos muchachos: era una fortuna inmóvil. Con gritos de ánimo y mucha fuerza, más de la que habían malgastado juntos, lograron voltear al animal, que se quedó patas arriba y aleteando, como si ese otro elemento, el aire, fuera agua. Las caguamas, pensaron, no son tan inteligentes como nosotros. Aunque sólo uno de ellos fuera inteligente.
Uno de los muchachos o tal vez el otro (eran indiscernibles) propuso ir a pedir prestada la rastra de su tío que vivía en el monte vecino. Ya ustedes saben lo que es un monte (cuando no es una montaña), pero tal vez pocos sepan qué es una rastra. Es un vehículo usado por los indios, de Norte y Sudamérica, donde lo llaman travois y sirve para suplir la rueda que nunca conocieron. Es, aunque simple, una gran invención. No hay más que buscar tres varas largas; dos sirven de ejes convergentes donde se aplica la fuerza, y de la tercera vara se hace una traviesa pero también puede llevar una armazón. Al extremo opuesto se le tira de la rastra, que puede soportar un peso considerable. El tío propietario de la rastra vivía aparentemente cerca. El otro muchacho se fue por entre las dunas.
Mientras tanto el primer muchacho se quedó vigilando la caguama. Sabía que estaba inmovilizada para siempre y no temía que se volteara, pero no estaba seguro de que alguien pudiera robarla en ese estado estático. Mientras vigilaba, el muchacho pensaba en la cantidad innúmera de peines, peinetas, estuches y otros objetos de lujo que podrían hacerse de semejante ejemplar. La caguama sería fuente de incontables riquezas en el pueblo. Llevarla hasta allá no precisaba ahora más que de fuerza, pero vender la caguama demandaba cacumen. Su amigo sólo podría arrastrarla, pero sólo él sabría venderla y hacerse rico y casarse.
En estas consideraciones en cadena estaba cuando, aburrido, decidió examinar la caguama de cerca. La piel del pecho y del vientre parecía dura pero era pálida, casi blanca, lo que le daba al animal ya vulnerable un aspecto suave y sedoso que desmentía su carapacho oscuro. La cobertera inferior terminaba en las aletas, que eran muy fuertes y remaban todavía en el aire, como si el animal no supiera que estaba inmóvil sobre su coraza. Las caguamas son estúpidas, pensó el muchacho. Ahora la caguama detuvo su pataleo y exhaló un soplido que era otro suspiro más fuerte. El muchacho se alarmó ante el sonido casi humano, mezcla de desespero y de resignación. Pero la curiosidad fue más fuerte que la alarma y siguió examinando al animal. Estúpida, estúpida. Fue entonces cuando hizo un descubrimiento que creyó maravilloso.
El sexo de la caguama se había hecho visible de pronto. Después del desove, dice un naturalista, es frecuente que, debido al esfuerzo de poner decenas de huevos en muy poco tiempo o tal vez por una manifestación natural, la vagina de la caguama quede expuesta al aire y en este caso a miradas indiscretas. Ahora la caguama exhibía su sexo, que parecía virgen (las tortugas, al revés del manatí, no tienen pelos en el pubis) y el muchacho sintió que la curiosidad cedía a lo que no era más que duro deseo. Decidió (o intuyó) que tenía que penetrar a la caguama, una hembra dispuesta. Ahí mismo, ahora mismo. Miró con un último pudor a todas partes. No vio a nadie. Los Caletones estaban siempre desiertos y a su amigo le tomaría todavía algún tiempo traer la rastra a rastras. El muchacho dio otra vuelta alrededor de la caguama y el animal al sentirlo se agitó un poco, pero volvió a quedarse tranquilo. El muchacho se acercó de nuevo a la pudenda, que se movía con lo que le pareció una segura succión. El sexo depilado (o de niña) exhibió un temblor en sus partes más suaves. Movido por su propio sexo, el muchacho se abrió la rústica bragueta (no tuvo que bajarse los calzoncillos que por pobre no usaba) y extrajo su pene, que era grande y gordo y contrastaba en su color oscuro con la blancura de la hembra. (Aunque junto al animal su pene no parecía tan grande.) Se acercó hasta encimarse, casi acostarse, sobre la caguama. Con una mano (la izquierda: era zurdo) se agarró al carapacho y con ayuda de la otra mano introdujo el pene ansioso en la vasta vagina, que lo aceptó entero. Sintió un placer que le pareció descomunal, tal vez porque hasta entonces no conocía más que la masturbación, pero también porque era un placer animal: estaba cometiendo el pecado nefando de bestialismo pero era feliz porque no lo sabía. El éxtasis ocurrió segundos antes de que a su vez lo penetraran, al parecer, por todas partes al mismo tiempo.
Cuando una caguama está en celo (y la combinación del desove seguido por la penetración súbita había creado ahora en ella condiciones semejantes al celo) está sometida a fuerzas contrarias pero igualmente perentorias. Una fuerza es la parálisis: la pasividad de la hembra ante el ataque del macho. La otra fuerza es una actividad para asegurar el coito una vez que se inició. La fornicación ocurre siempre en alta mar, donde la pareja está ingrávida y al mismo tiempo bajo una presión marina superior a varias atmósferas. A veces las caguamas se aparejan en la misma corriente del Golfo visible desde la playa. La cópula está, pues, amenazada a menudo por elementos adversos. Pero la naturaleza, la evolución o lo que sea ha dotado a la caguama con un mecanismo de unión que supera todas las contrariedades. La hembra de la especie cuenta con un apéndice hecho del mismo material que su coraza, pero curvo y agudo en la punta, que sirve para retener al macho en firme durante el coito. Este gancho es un verdadero espolón que se mantiene oculto cuando el macho se encima a la hembra y trata de mantenerse en posición penetrante sobre el resbaladizo carapacho y entre las aguas, posición precaria que la hembra hace segura enseguida. El garfio (o más bien el arpón) se dispara desde su escondite en el interior de la hembra para hacer presa. Literalmente la hembra clava al macho debajo y por detrás. Sólo la dureza del carapacho (quelonio quiere decir coraza) impide que el caguamo sea, como la mantis macho, muerto por la hembra durante el coito.
El otro muchacho, mientras tanto, regresaba a la playa arrastrando alegre su pesada rastra, demostrando lo fuerte que era. Casi cantaba. Cuando dejó detrás el monte y se abrió paso alegre por entre los matojos de la costa, vio de lejos lo que era ahora una pareja que se hacía más íntima cuanto más se acercaba. De pronto se detuvo, no por recato sino por miedo. Lo que vio no lo olvidaría nunca. Se acercó más. Sabía que una caguama es un animal pasivo (manso diría él) y aunque no sabía lo que ustedes saben, vio lo que vio. El otro muchacho, su amigo, estaba yerto sobre la tortuga y sangraba por todas partes por encima y por debajo de su pantalón: por las nalgas, por las piernas, por los pies y fuera de los zapatos de vaqueta. Un examen somero revelaría que el otro muchacho se había desmayado (no había muerto todavía aunque había causa para que muriera varias veces) y al acercarse todo lo que el miedo, el horror y la demasiada sangre que hacía un charco en la arena permitían al otro muchacho, vio por fin la inusitada arma (o un pedazo de ella) con que la caguama había ensartado a su amigo. Una autopsia, de haberla habido, habría mostrado que el aguijón del animal había penetrado al fornicador intruso poco más arriba del coxis, pero la acción curva del espolón había traspasado el ano de arriba abajo para dirigir después el garfio hacia el recto hasta perforarlo en sección transversal, más adentro había hecho trizas la próstata y finalmente había obliterado los dos testículos (o uno solo) hasta quedar la punta de la espuela como otro meato dentro del pene que estaba doblemente rígido.
El otro muchacho comprendió que su amigo estaba herido de extrema gravedad y que moriría con certeza de quedarse en la playa. No trató de extricarlo, ni siquiera de moverlo. No por una inhibición inteligente o por misericordia sino porque estaba cada vez más asustado. Ahora no sabía si temer a la segura muerte de su único amigo o a la peligrosidad de la caguama, que le pareció una manifestación espantosa. Se le ocurrió una idea que en otras circunstancias habría sido salvadora: la rastra serviría para lo que había sido hecha y arrastraría a su amigo y a la caguama hasta el pueblo.
Con más fuerza que pericia empujó los dos ejes de la rastra por la arena suelta y suave y los insertó lateralmente por debajo de la bestia. Cuando colocó bien el artefacto, lo aseguró con las sogas que había traído. Ató bien juntos a la caguama y su amigo, que se veía lívido, pálido como la muerte. La palidez había acentuado sus rasgos perfectos, que ahora parecían dibujados sobre su cara campesina. Comenzó a tirar de su carga feliz, infeliz.
Cómo el otro muchacho logró arrastrar a la pareja las ocho leguas que lo separaban del pueblo es tan extraordinario como la tragedia que motivó esta hazaña. Llegó por fin al pueblo después del mediodía en medio de la indiferencia de siempre. Pero, como en todos los pueblos, la extraordinaria presencia congregó enseguida un público demasiado asombrado para reaccionar ante el horror de inmediato. Podía parecer una feria. Pero entre los que acudieron últimos, estaba la pretendida novia por un día cuyo horror tuvo un límite. Claro que reconoció enseguida a su novio. Lo que no vio es que ahora, ante la algarabía, había entreabierto él los ojos.
Nadie lo vio porque en ese momento la caguama, que, como todas las tortugas, era inmortal, exhaló una especie de alarido que no pareció salir de la boca de la bestia sino de entre los labios abiertos de la novia ante su pretendiente. El muchacho, todavía sobre la tortuga, cerró los ojos y por un momento creyó que soñaba con su noche nupcial. –