Italianos, metafísicos asesinos

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Los italianos aman los delitos, aman matarse entre ellos, aman saber con lujo de detalles la vida de quien ha asesinado, de quien ha sido muerto, de quien fue un simple testigo. Y todo es para tener de qué hablar, para ser jueces —arma o justicia a la mano— de las historias de otros.
     Tomemos de estas semanas una felonía de cierta crónica obscena: un niño asesinado en su casa, en Cogne, Val d'Aosta, esa orilla italiana de lengua francoprovenzal en el extremo noroeste. Una comarca alpina de ensueño, como sacada de una cajita de chocolatines, con sus vacas y sus prados y sus castillos. Y un muerto de tres años. La madre cae bajo sospecha, es arrestada, interrogada. Toda Italia se frota las manos, los italianos tienen el derecho de saber, necesitan reseñas sobre los hechos. La madre se convierte en una estrella. Se encadenan sondeos de opinión entre "inocentistas" y "culpabilistas": los italianos, los mismos que han votado por el patriarca de la televisión y lo han mandado a gobernarlos, votan. Todos dicen su verdad. En las oficinas, en los supermercados, en sus llamadas a la radio, hablan, explican, saben. Saben todo, todos.
     El año pasado, en Tortona, una pequeña ciudad del Piamonte, una muchacha de dieciséis años mató a la madre y al hermanito. Los mató en casa. En compañía de su novio. Después corrió por la calle gritando: "¡Auxilio, llegaron a mi casa los eslavos! ¡Auxilio!" La Liga del Norte organizó rápidamente una marcha contra los "eslavos" asesinos que llegan a nuestras casas y nos masacran. No había arrancado siquiera aquella marcha, cuando la muchacha confesó haber matado ella misma a la madre y al hermanito de diez años, en compañía del novio, una tarde cualquiera, así… por nada… Pero a nadie se le ocurrió proponer una marcha contra los italianos asesinos que habitan en nuestras propias casas y nos masacran. Todos se convirtieron entonces en psicólogos, psiquiatras, sociólogos. Todos hablaron a favor o en contra de aquella muchachita, para salvarla, para condenarla, o para encontrar los motivos ocultos de aquellos sucesos, hinchados todos de sapiencia, y de envidia. Ahora ella, la asesina, es una pequeña diva de la información.
     Vayamos un poco atrás… diríamos que en Italia se festeja un delito al año. Antes había tocado a una condesa, cuyo cadáver fue encontrado en la suntuosa villa de Portofino, esa joya turística de las costas de Liguria. Delito de gran clase, misterioso, con algo de amante mexicano implicado en su factura.
     Los italianos aman los delitos. Y los cometen. ¿Quién no recuerda a Orson Welles en El tercer hombre? "En Italia, durante treinta años, bajo el imperio de los Borgia, se sucedieron guerras, terror, asesinatos y sangre, y todo ello hizo posible a un Miguel Ángel, un Leonardo da Vinci, un Renacimiento. En Suiza, lo que siempre ha existido es el amor fraterno, cuatrocientos años de paz y democracia. ¿Y qué cosa ha producido todo esto?: El reloj de cucú." Lo mejor es cuando Italia se parece a Suiza, y el monstruo puede despeinar mejor la ordenada vida de los jueces. Como sucedió en Cogne, como sucedió en Tortona. Como en el Turín de los años treinta, descrito en un libelo de Guido Ceronetti, La verdadera historia de Rosa Vercesi y de su amiga Victoria (Einaudi Editores, 2000). Un delito que involucra a mujeres, sobre un fondo de homosexualidad, resulta la ocasión para una brillante y profunda metafísica del homicidio, en la cual los expedientes policiacos, las actas del proceso, las crónicas de la época escudriñan los mecanismos más íntimos que habitan el impulso de aniquilar al otro. Con verdadero estilo, en una época todavía no obsesionada con los ritmos parabólicos de la producción masiva, en la ciudad proverbial del automóvil y de la propensión satanizante de Italia. La época de la compostura, del saludo fascista, las sonrisas y la buena educación. En este contexto, el delito de Rosa Vercesi ocurre, según los testimonios policiacos, "en el espasmo de la conjunción". Puede decirse que con amor.
     No resulta paradójico que la novela por excelencia del siglo XX en Italia (un país que viene a ser, más que cosecha, materia de novelas) sea aquella incompleta de El zafarrancho aquel de Via Merulana, de Carlo Emilio Gadda, publicado por entregas para una revista en los años cuarenta, y como libro hasta 1957. Una indagación en torno a un oscuro crimen, que deslumbra a un pueblo enceguecido y ebrio, que no hace otra cosa que palparlo, goloso y satisfecho, vociferando su propia pantomima en torno al negro agujero del ausente. Y el chiste es que el mismo Gadda ignoraba quién era el asesino, y de ahí la acabada indefinición del caos.
     Pero, ¿qué cosa empuja a los italianos a amar los delitos, a matarse entre sí, a querer saber todo acerca del que muere, del que vive, de aquel a quien nunca se habrían dignado a saludar en su vida? De la madre del infante muerto en Cogne —es decir, de una persona desconocida— se habla como si fuese una prima, la vecina que salió apenas al hacer mercado. Se la llama por su nombre, se perfilan bosquejos morales, se debaten sus sueños y sus caries; se ha convertido justamente en uno de nosotros: nadie es perfecto. Todo se vive como una proyección, cómplice la pantalla bífida de la televisión, con esa pátina opaca que ofusca la propia conciencia. Y he aquí el verdadero dolor, el luto auténtico: la única cosa que a los italianos interesa menos que las tonterías de las que hablan ordinariamente, es su propia conciencia, la desnuda virtud de confrontarse, en silencio, sin filtros, con aquel inestable centro de cada persona, que parece haber dejado de servir de brújula —si alguna vez sirvió como tal— en la búsqueda del destino y del deber de cada cual. Todos y cada uno parecen haberse divorciado de la realidad aprehendida en forma crítica y contemplativa a la vez. Hubo un tiempo en que, por nosotros, pensaba la Iglesia. Ahora piensa por nosotros la Televisión. Lo importante es que no pensemos por nosotros mismos, y ocuparse caritativamente (primer caso) o democráticamente (segundo caso) de los Otros. Sobre todo cuando se equivocan (cuando Asesinan), porque entonces son ellos los más frágiles y necesitados de nuestra Comprensión. Y perdón por la molestia, pero este recital es para ustedes.
     Cristina Campo, una santa del perfeccionamiento humano mediante la palabra y su silencio, autora de la más alta prosa italiana del siglo  terminado, concluía así —corría el año de 1961— un ensayo titulado Atención y poesía: "Pedirle a un hombre no alejarse de sí mismo, pedirle que defienda su facultad de atender el mundo contra los equívocos de la imaginación, contra la pereza de los hábitos, contra la hipnosis de la costumbre, es pedirle que lleve su condición humana a la más alta expresión. Es pedirle algo muy cercano a la santidad en un tiempo que parece perseguir solamente, con furia ciega y escalofriante éxito, el divorcio total de la mente humana con su indeclinable facultad de atender su mundo." ~

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