Es probable que el cerebro sea el objeto más complejo del universo. Quizá se deba a que en el espacio que ocupa un puño y con un peso de poco más de un kilogramo, es capaz de comprimir todo el conocimiento del universo, incluido él mismo. Al ser humano siempre le ha fascinado este extraño órgano.
En cuanto ha tenido tiempo para sentarse y pensar, ha tratado de entender qué quiere decir conocer, experimentar, razonar, y qué es aquello que le permite realizar tales actividades. Y si suponemos, como supongo, que la mente humana es un cerebro y no una supuesta sustancia inmaterial que flota sobre nuestras cabezas, entonces nos encontramos ante una paradoja: el cerebro intenta explicarse a sí mismo. De ahí la pregunta del título. Sin embargo, me resulta curioso que formulemos esta pregunta justamente cuando el ámbito de la lucha por responderla se está desplazando de una especie de ente inmaterial, que llamamos alma o mente, al órgano que parece albergarla. ¿No parecería absurdo preguntarle a Kant si su noble empresa de entender los entresijos del alma humana estaba condenada al fracaso por la posibilidad de que la mente no pueda entenderse a sí misma? ¿Por qué la pregunta se vuelve pertinente cuando se trata de la complejidad del cerebro y no la del alma? No voy a entrar en las razones que intuyo detrás de esta asimetría. Es más, mi observación no debe interpretarse como un rechazo a la pregunta de si el cerebro puede o no entenderse a sí mismo. Al contrario, creo que la pregunta tiene una motivación genuina, y que apunta a una posibilidad razonable. Si se trata de realizar apuestas, la mía se decanta por un sí. Un sí rotundo a la posibilidad de que el cerebro llegue a comprenderse, aunque un sí de cumplimiento lejano. Antes de exponer las razones de esta posición, repasaré someramente las dificultades que tiene ante sí la pregunta del título.
Impedimentos tecnológicos
En primer lugar, el cerebro podría tener impedimentos tecnológicos o metodológicos para conseguir explicarse a sí mismo. Toda disciplina científica tiene a su disposición un conjunto de elementos, técnicas, instrumentos y procedimientos experimentales que nos permiten estudiar el objeto de nuestra inquisición. Me permito emplear la analogía de un individuo que se mira en el espejo para describir la idea del cerebro que se estudia a sí mismo. En esa analogía los impedimentos tecnológicos serían la falta de un espejo para poder mirarnos.
¿Qué riesgo hay de que estemos ante un caso así? La actividad del cerebro puede ser analizada en muy distintos niveles. Podemos estudiarlo en su nivel más "elevado", el de la conducta, y estudiar cómo percibe el mundo y actúa sobre él, cómo regula la actividad del organismo, cómo registra y revive sus experiencias pasadas. En un nivel "inferior", podemos estudiar cómo organiza la actividad de la conducta en sistemas que se ocupan de actividades concretas, como la visión, el lenguaje, las emociones o la memoria. Si seguimos descendiendo en esta jerarquía, llegamos a las neuronas y a sus interconexiones, cuyas propiedades estructurales y funcionales se explican de manera particular. Por debajo de las neuronas descubriremos un mundo molecular riquísimo que precisa de descripciones específicas, y más abajo entraremos en el nivel genético, que interviene no sólo en el desarrollo del sistema nervioso, sino también en fenómenos tan importantes para la vida cognitiva como la memoria. Pues bien, podría ocurrir que para explicar y entender cómo funciona el cerebro fuera necesario saber todo lo que ocurre en él en todos sus diversos niveles y de manera simultánea. Y que no existiera una "máquina" que nos permitiera tal descripción.
Aceptemos tal escenario como posible. Cierto, la neurociencia sigue estando en una especie de infancia tecnológica. Tenemos muchos instrumentos para medir un gran número de actividades y elementos del cerebro, desde las moléculas y su expresión genética, su fisiología, su metabolismo y conectividad, pero seguimos sin saber identificar exactamente qué es lo que hace una neurona determinada, cómo y con quién se relaciona, y un sinfín de otras propiedades del cerebro. Sin embargo, y como en todas las cuestiones tecnológicas actuales, no es imposible pensar que la tecnologías acaben ofreciendo instrumentos que nos harán entender mejor nuestra actividad.
Impedimentos epistemológicos
Pasemos a un posible impedimento más enjundioso, que podríamos denominar epistemológico, es decir, un impedimento relacionado con la capacidad de conocer del cerebro inquiridor. Volviendo a la analogía del individuo que se mira en el espejo, el problema consistiría en que no dispondríamos del lenguaje, de los conceptos o de los modelos explicativos para describir lo que vemos en el reflejo del espejo.
¿Cómo se las arregla el cerebro para explicarse a sí mismo? Como en casi todos los demás campos del conocimiento, desde la biología a la sociología, el cerebro humano necesita siempre de un modelo explicativo, una suerte de analogía para explicarse las cosas. Y según lo que sabemos de cómo conocen los humanos, parece que nuestra manera de entender el mundo es fundamentalmente mecanicista. Esto significa que las explicaciones deben estructurarse de una manera análoga a como funciona una máquina. Una máquina es un conjunto de partes que tienen una función específica, y cuya actividad se combina de tal manera que cada una contribuye a producir la conducta del sistema. Una explicación mecanicista identifica estas partes y su organización, mostrando cómo la conducta de la máquina es una consecuencia de las partes y de su organización. Las características fundamentales del modelo mecanicista es que tiene que ser descomponible en partes, y jerárquico.
Hasta el momento, las analogías que se han empleado para explicar las capacidades cerebrales han dependido siempre de la tecnología más importante de cada época, pero en general siempre han mantenido un perfil mecánico. Ya los griegos clásicos supusieron que "algo" manipulaba el cerebro para producir inteligencia mediante "cuerdas" invisibles. Cuando se inventaron los relojes, los filósofos empezaron a emplear los mecanismos de relojería como analogía de la inteligencia. En el momento actual, el modelo que se utiliza para explicar el cerebro consiste sobre todo en el modelo del ordenador, que ha sido muy útil, pero que parece insuficiente para entender el funcionamiento del tejido neuronal.
¿Y si el cerebro no es una especie de máquina? Hay quien dice, por ejemplo, que el cerebro funciona como un sistema complejo. Un sistema complejo es, al igual que una máquina, un sistema compuesto por partes cuya actividad contribuye a la conducta del sistema. Sin embargo, y al contrario de los sistemas mecánicos, las reglas que determinan la actividad de una parte determinada del sistema no explican por sí mismas su contribución a la conducta del conjunto, sino que debemos apelar a la manera en que las partes se relacionan entre ellas y cómo tales interrelaciones modifican la conducta global del sistema. En cierto modo, los sistemas complejos son el mejor ejemplo del aforismo que reza "El todo no es la suma de las partes".
Muchos fenómenos de la naturaleza han sido descritos como sistemas complejos: las sociedades de individuos, los fenómenos meteorológicos, incluso la conducta de una bandada de patos. Si miramos la formación de vuelo de una bandada de patos nos puede parecer que se han puesto de acuerdo para configurar esa forma de V. Pero esa formación es la consecuencia de conductas muy simples que adopta cada pato (no chocar con nada, mantenerse cerca del pato vecino, etc.), y de una compleja interrelación entre ellas.
En muchos sistemas complejos la variedad de las partes y de sus interrelaciones hacen imposible su comprensión de manera mecánica. Sólo es posible analizarlos matemáticamente y/o simularlos, es decir, reproducir el sistema y las condiciones iniciales en que se encuentra, para posteriormente ver lo que le sucede. Así es como se realizan las predicciones meteorológicas, si bien en este caso no tenemos una verdadera comprensión de lo que ocurre en el sistema, sino que sólo sabemos reproducirlo. Trasladado al tema que nos ocupa, si el cerebro fuera un sistema complejo, entonces podría no entenderse a sí mismo, a pesar de ser capaz de llegar a simularse y predecir lo que podría ocurrirle.
Ciertas investigaciones en psicología cognitiva indican que los humanos tenemos grandes dificultades para comprender casos con más de unas pocas variables, no podemos utilizar información que concierna a muchos componentes o interacciones complejas de componentes. En otras palabras, los sistemas complejos son psicológicamente inmanejables. Sin embargo, esta línea de argumentación tampoco puede ir al rescate de una respuesta negativa al título del artículo, porque confunde los dominios de comprensión, lo que podríamos denominar el continente con el contenido. Da igual que el sistema sea psicológicamente intratable. Lo importante es saber qué hace y por qué. No podemos olvidar que el cerebro es un sistema que está donde está precisamente porque es el heredero de una tradición filogenética muy precisa. Los cerebros aparecieron como procesadores de información: extraen información del entorno, la procesan y luego la utilizan para satisfacer sus necesidades biológicas: comer, reproducirse, etcétera. Sólo esos cerebros que han sido los mejores en estas actividades adaptativas han conseguido reproducirse y por tanto perpetuar sus capacidades. En otras palabras, el cerebro que alberga nuestro cráneo no es un fenómeno meteorológico, sino un órgano que está ahí, y es de tal forma, porque cumplió y cumple funciones adaptativas concretas. Al contrario de una tormenta, el cerebro tiene un fin, un objetivo, y todo su funcionamiento está en función de él. Consecuentemente, la complejidad del sistema tiene que estar en función de lo que el cerebro hace y para qué.
Por complejas que sean las partes del cerebro y sus interrelaciones, más tarde o más temprano podremos acotar, generalizar y explicar el funcionamiento del sistema de acuerdo con sus fines adaptativos y cognitivos.
Impedimentos metafísicos
Concluiré con el impedimento que me es más interesante: la creencia bastante generalizada de que la mente/cerebro, sea material o inmaterial, tiene un estatuto especial que la convierte en coto vedado para la inquisición científica. Volviendo a la analogía de mirarnos en el espejo, este tipo de impedimento se derivaría del hecho de que nuestra mirada no puede explicar todo lo que ve reflejado en el espejo, porque debería incluirse a sí misma en lo que ve. La mirada puede describir lo que ve, pero deja de explicar lo más importante, el ver. A un ciego le podemos explicar todos los procesos que intervienen en la percepción del rojo, pero nunca entenderá qué es percibir el rojo si no lo experimenta por sí mismo. Dicho de otra manera, ¿cómo vamos a explicar la riqueza del alma sólo a través de una explicación sobre el funcionamiento de un órgano? ¿Cómo vamos a describir la sensación que experimentamos al observar un paisaje, el colorido de un pájaro, la belleza de su canto sólo como un proceso neurofisiológico? ¿Cómo vamos a encerrar el sentimiento que experimentan unos padres al ver a su hijo recién nacido en una explicación científica?
Según este tipo de argumentación, la riqueza de la mente escapará siempre a cualquier explicación científica porque la comprensión está en el mismo hecho de experimentar esos estados mentales. Un rojo es un rojo, y ninguna explicación podrá captar cómo es ese rojo para un individuo que lo está experimentando en ese momento. La belleza, la compasión, no pueden ser el dominio de una explicación formulada en términos de genes, proteínas y ácidos grasos, por muy formidablemente bien organizados que estén.
Éste es un venerable problema en la historia de la filosofía de la mente, así que mi oposición a él sólo puede consistir en un esbozo. Y es que esta objeción se origina en una falacia que consiste en creer que lo que vemos en el espejo existe tal y como lo vemos, es decir, que el color rojo de los labios que vemos en nuestro reflejo, o el posible pensamiento "pero qué guapo que soy", existen como color rojo o como el pensamiento "qué guapo que soy" en algún lugar de nuestro cerebro/mente. Como nos han mostrado decenas de miles de experimentos en psicología y en neurociencia cognitiva, el contenido de nuestra mente es un conglomerado de interpretaciones de la realidad, construcciones de otras realidades, explicaciones post-hoc, reevaluaciones y un gran número adicional de trucos que el cerebro cree conveniente fabricar para optimizar nuestra interacción con el entorno. Y la razón tras esta enojosa particularidad es tan sencilla como contundente: el cerebro no existe para ser un notario de la realidad, sino para ser gestor de la supervivencia y reproducción del organismo que lo alberga. Y si para conseguir sus fines tiene que engañar, atajar, falsificar, entonces lo hará, porque nadie le pedirá cuentas por ello.
De ahí que, al contrario de lo que habitualmente se cree, la inquisición científica que adopta la actitud de tercera persona es más adecuada que la introspección para descubrir los entresijos de la mente/cerebro. Es más, puede dar cuenta incluso mejor que la introspección de lo que significa "experimentar" cualquier estado mental, de la simple percepción de rojo hasta el más sofisticado pensamiento racional. ¿Cómo?
La ilusión de la mente
Esta posición consiste en creer que lo que constituye un estado mental determinado no es algo que nace y que muere en el mismo momento de experimentarse, como si fuera un objeto autónomo de la mente/cerebro, sino el resultado final de un proceso. Cuando hablamos de la percepción de un color, la experiencia de un sentimiento o el contenido de un pensamiento, creemos que tales estados mentales se crean con toda su riqueza en el momento preciso de experimentarlos. Sentimos compasión, y creemos que esa compasión ha nacido en el momento de experimentarla. Sin embargo, la riqueza de la mente, y de sus estados, puede ser explicada como un artefacto que el tiempo ha creado a partir de la interacción entre el cerebro y el mundo.
Recurro a otra analogía. Casi todo el mundo se admira de las extravagantes formas que la erosión puede provocar en una roca, como las que se observan en Montserrat o en el Gran Cañón del Colorado. Si nos quedamos mirando exclusivamente la riqueza, la extravagancia de esas formas, es muy probable que nos digamos que es imposible que se hayan creado de manera natural, porque parece que la forma no puede ser el resultado final de un proceso azaroso, sino premeditado. Sin embargo, sabemos, a pesar de nuestra admiración, que Montserrat o el Gran Cañón son algo que ha creado el tiempo a partir de la interacción entre el agua y la roca. Son los centenares de miles de días transcurridos desde que esas rocas se expusieron al cielo los que han creado lentamente esas formas. Para entenderlas hay que entender la interacción entre el agua y la roca. El tiempo nos dará las formas.
Algo parecido necesitamos para entender la riqueza de la mente. El cerebro es un archivo organizado de todas las vivencias concretas que ha experimentado, y todo su conocimiento está integrado en cada una de sus vivencias y en las conexiones entre ellas. La riqueza de la mente sigue a un lento proceso de interacción entre el cerebro y el mundo, que se inició una vez que el cerebro era funcional, y cuyas primeras interacciones fueron tan torpes y pobres como las primeras interacciones entre el agua y la roca de Montserrat. No hay una "mente" que flota, sino un pasado estructurado de vivencias pasadas que miran, analizan y deciden en la situación presente. La cualidad de "rojo", "dulce" o "bello" que experimentamos es la consecuencia de superponer, a la vivencia actual, todo nuestro pasado vivencial relevante a esas cualidades. La "belleza" que atribuimos a la cara que vemos en el espejo no nace en el momento justo de la interacción con esa cara ni existe como objeto autónomo del cerebro, sino que es el producto de centenares de miles de experiencias concretas pasadas que soportan nuestro momento actual de manera sigilosa, sin hacerse visibles, pero presentes.
Si emplazamos a un bebé recién nacido delante de un espejo, el bebé no verá nada concreto, apenas formas y colores inespecíficos. Sin embargo, meses después empezará a tener ciertas sensaciones subjetivas que no son sino la consecuencia de acumular miradas cada vez más ricas. De ahí que la sensación de experimentar un objeto mental es la consecuencia del impacto de la situación vivida en el presente, pero asimismo vivida a través de un pasado vivencial. El contenido de los estados mentales no es algo inherente al presente de la experiencia: el pasado también está contenido en ellos. Un esquimal, por ejemplo, puede diferenciar diferentes tonos de blanco en la nieve y ser consciente de ellos, mientras que para cualquier no esquimal es imposible, a pesar de que sus ojos y su cerebro funcionan igual. Y eso se debe a sus pasados respectivos, y no únicamente a alguna actividad contemporánea de su cerebro.
Es una hipótesis de difícil comprensión. Desde la perspectiva de un adulto que experimenta el presente y sólo el presente, es difícil entender dónde está el pasado en tal experiencia. La conciencia que tenemos de adultos del mundo que percibimos, esos colores rojos, esa belleza, nos parecen elementos sin duda presentes y autónomos.
Para entender cabalmente esta idea, tendríamos que ser capaces de llevar a cabo un ejercicio imposible. En primer lugar, deberíamos ser capaces de volver al bebé que fuimos en una ocasión y percibir, concebir el mundo desde esa perspectiva de bebé, y luego atravesar nuestra infancia, como si de un viaje se tratara, para ir viendo cómo nuestra percepción del mundo, de los mismos objetos y situaciones que vimos de bebé, transforma y adquiere nuevas cualidades. Deberíamos ser capaces de analizar cada experiencia, cada vivencia concreta que hemos experimentado e incorporado en nuestro bagaje como parte de nuestro conocimiento.
Sin embargo, sí que es posible esbozar en qué consistiría la comprensión de la mente/cerebro. Lo que debemos hacer para lograrlo es, primero, entender exhaustivamente la relación entre el cerebro y el mundo, olvidándonos de nuestra mirada en el espejo, es decir, analizándolo como si fuera el cerebro de otra especie muy lejana a la nuestra. Para ello necesitamos un conocimiento profundo de cómo está constituido el cerebro; de cómo funciona y se organiza en cada nivel, teniendo en cuenta los cambios que se producen mientras se desarrolla y tras interaccionar con el mundo; de cuál es la historia filogenética de este cerebro; de qué funciones adaptativas cumplía en especies anteriores y en los antepasados de los humanos actuales, y así hasta alcanzar una imagen completa.
Una vez catalogados los elementos de las interacciones del cerebro con el mundo, y cómo se relacionan entre ellas, tendremos lo que necesitamos para entender la riqueza de la mente/cerebro. Para ello deberemos situarla en ciertas condiciones iniciales, cuando el cerebro empieza a interrelacionarse con el mundo, para luego ir sumando interacciones concretas con el mundo y con sus congéneres hasta llegar al estadio final. El resultado que tendremos es la mente de un adulto, con toda su riqueza.
Claro, la explicación no será ni mucho menos así de escueta, pero me voy a permitir utilizar una última analogía a fin de legitimar esta última simplificación. Antes del descubrimiento del adn, la molécula que sostiene el genoma humano, y de los distintos mecanismos genéticos, el cómo se creaba un organismo completo a partir de la unión de dos células sólo dejaba espacio para el misterio y la estupefacción. ¿Cómo es posible que algo tan complejo como un bebé pueda crearse de un par de células? Nadie en su sano juicio podía imaginar una verdad tan sencilla tras algo tan complejo. El bebé se crea a través de una larguísima secuencia de instrucciones genéticas que interaccionan entre ellas y con el medio que las rodea para construir paso a paso cada una de las partes de las que está constituido. Pues bien, el misterio de la mente es algo parecido. Nos fascinan sus capacidades, sus éxitos. No obstante, lo que vemos está al final de un larguísimo proceso de vivencias concretas que empezaron siendo muy pobres, pero que gracias a su mantenimiento y su acumulación ha conseguido crear la ilusión de un mundo interno lleno de objetos autónomos. Una ilusión tan poderosa que acaba por convertirse en la única realidad. Parafraseando un célebre aforismo, la mente es una ilusión montada a hombros de un gigante invisible, y el gigante es el pasado. ~