El cronista que era más

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Joaquín Vidal, el cronista de toros fallecido en fecha reciente, representa un modelo de vida en el debate sobre la crítica en España que esta revista acogió en sus primeros números. Porque, aunque la crónica taurina no sea propiamente una crítica —en las banales y tecnocráticas distinciones de los géneros informativos—, él fue, en su campo, uno de los principales críticos en una España de creciente complacencia con la ley de los más fuertes, el pensamiento débil y los prejuicios dominantes. Su actitud y escritos suponen todo un ejemplo de los talentos y actitudes de los que, cada vez más, se ausentan de la sociedad española.
     Cuando se cumplen ahora tres siglos del primer comentario de una corrida de toros, firmado por Un curioso, Vidal fue hasta la fecha, en El País y antes en muchos medios, como La codorniz, donde escribió su inolvidable "Las vacas enviudan a las cinco", el último de los cronistas taurinos: en el sentido clásico, al mantener viva y pura la tradición de una de las jergas más ricas del idioma español, sin los característicos alardes de los recién llegados, y también a causa de su capacidad de renovar el género, como corresponde a todo gran cronista.
     Considerado como un estilista por muchos, Vidal supo aportar algo más, revolucionario y no al alcance de cualquiera, como se aprecia de inmediato en sus imitadores: sin perder de vista la obligación de la crónica, también la capacidad de transformarla en un relato con entidad propia. Para ello encarnaba los elementos de la fiesta en personajes —desde el ajoarriero de las peñas sanfermineras a la mirada bizca de un toro al que se ha de enfrentar un torero gitano—, y conseguía darle a los en apariencia muy especializados símbolos taurinos un carácter relativamente universal. Más allá de la tradicional polémica entre taurinos y antitaurinos, tan antigua como el coso, Vidal conseguía el prodigio —¿cuántos críticos pueden decir eso?— de que buena parte de sus lectores, y es posible que la mayor parte, aunque nunca lo sabremos, era ajena e incluso en ocasiones contraria a la fiesta.
     Entre otras cosas porque, más allá de los honrados aficionados que todavía conservan una noción clara de las reglas ricas pero nada complacientes del toreo, Vidal, es sabido, no era visto ni siquiera con simpatía en la sociedad de los taurinos, que él contribuyó a señalar y que puso en el centro mismo de su mordaz y al tiempo muy humana autoridad. Es decir, toda la tropa de ganaderos tramposos, empresarios abusivos, toreros disfrazados, cobardes y pegapases (el neologismo es suyo), cronistas incompetentes, periodistas miopes, gorrones, trincones y chismosos del porno rosa que no sólo infectan la fiesta sino que, sueltos ahora sin control, se puede decir sin catastrofismo que ponen en peligro su pervivencia a medio plazo.
     Esas azarosas cualidades —respeto de la tradición y capacidad de renovarla, junto con la conciencia del propio papel del crítico y valor para resistir las presiones, que más de una vez llegaron a la amenaza, pues la fiesta, no lo olvidemos, mueve millones y mucha vanidad— son las que concurrían en Joaquín Vidal. Y lo peor de todo, según opinión extendida, es que no se ve muy bien quién pueda, si no sustituirle, por lo menos tomar la alternativa, y quizá no sólo en la crónica taurina, sino en el campo más amplio de la crítica independiente y el inapreciable valor y magisterio que se deriva de su ejemplo. Lo que, además de admiración, propone una inquietante razón para recordarle: la añoranza. –

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