Tras el paréntesis del verano
se han poblado de rótulos
las tapias de la vía. En algunas zonas,
a la moda de arabescos barrocos
ha sucedido un entrelazar de ángulos
y rectas. Un pulso tan distinto
de mi caligrafía en este zarandeo.
Me duermo después largamente:
lo que conozco hoy no me mira.
Al despertarme me envuelve el sol,
anula el efecto eléctrico de frío;
entonces renuncio a escribir, la hora
de que la cabeza no se sienta
vigilada, mientras se oyen estas canciones
de juventud, aún las guardo
en su pequeño vinilo que ya no tengo
modo de oír. Sopeso el cambio de vida
y el cambio de la vida, a cada uno
lo asedia su enemigo y no sé si es posible
el socialismo en un solo país. La analogía
me inquieta con su historia, necesito que ocurra
como en nuestro balcón las flores rojas
que brillan en los geranios negruzcos
y podridos por la epidemia.
El cambio de vida es una flor
de estercolero, como las toneladas de escombros
de Manhattan que la gente se agolpa
para mirar en las pantallas del metro.
Avenida de América ya. América viene
de tantas formas, con mochila y maletín,
cobriza y blanca. De la ruina de las torres
gemelas vendrán despidos y bombardeos,
un consuelo de banderas, un discurso
sobre el cambio de la vida
que mejore sus grilletes. Los discursos
dicen lo que no nombran, cuajan
lo que niegan. La mesa del bar
sí es estable, aunque corrompida de quemaduras
que siempre trato de que vuelen
como pavesas somos los últimos
fumadores, vemos gastarse la tinta
en el rotulador transparente. Así
ordeno la filosofía para el otoño,
el balanceo del ver entre la angustia
y la melancolía, el del sueño también,
el sueño de un punto cero, cambio
de vida. En la portada del libro lo que vemos,
lo que nos mira el árido cubo proyecta
borrosa sombra sombra
sin llama, luz sin ojos. –