Un corazón de nadie. Antología poética (1913-1935), de Fernando Pessoa

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UN DIÁLOGO CONTINUOFernando Pessoa, Un corazón de nadie. Antología poética (1913-1935), edición bilingüe de Ángel Campos Pámpano, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2001, 656 pp.Hacia el final de su reciente libro Sin título, Jorge Hernández Campos (Guadalajara, México, 1921), en un texto que traza las figuras de la enfermedad y la noche, anota: "Tengo en la mano, en mi mano izquierda, el libro de poemas de Fernando Pessoa. […] Me he acostumbrado a releer su obra y empiezo a necesitarla como pan cotidiano". Estas palabras, que vienen de un mundo poético tan distante del suyo, pueden servir como testimonio de la presencia de Pessoa en castellano, quizá el poeta en otra lengua que con más familiaridad hemos asumido. Cuando tanta tinta acumulaba la polémica sobre la muerte de las vanguardias, pocos recordaron que de ellas procedía esta obra tan viva, tal vez la que mejor sugiere los vínculos entre la convulsión vanguardista y lo más sólido del pensamiento posmoderno. Corrientes de energía de todo un siglo anudadas en una voz próxima y lejana.
     La publicación de Un corazón de nadie —primera gran antología bilingüe de Pessoa— nos da la oportunidad de hacer balance, recuento del camino recorrido hasta ahora y que aquí vendría a culminar. Culmina, por una parte, el trabajo que Ángel Campos Pámpano ha llevado a cabo durante 25 años y que le ha convertido en el primer motor actual del intercambio entre las dos culturas: sus traducciones de Pessoa habían ofrecido ya la poesía completa de los heterónimos Reis y Caeiro, a la que se sumaban numerosos libros de poetas contemporáneos —Andrade, Ramos Rosa, Oliveira, Ruy Belo, Al Berto…—; dirige desde hace más de una década la revista bilingüe Espacio/Espaço Escrito y alienta el nuevo proyecto colectivo Hablar /Falar de Poesia; también su obra poética personal ha sabido beber de esta doble fuente. Junto a ello, culmina asimismo una tradición de traductores pessoanos, cuyos centros de fuerza fueron Octavio Paz, José Antonio Llardent y Ángel Crespo, y que Campos Pámpano ha sabido tener en cuenta, tomar como apoyo de su labor: esta versión suya posee la virtud de hacerse transparente, con el punto justo de literalidad, con la versatilidad de tono y ritmo que requiere el múltiple Pessoa, nunca explicativa, ni más ni menos retórica que el original… Poemas que circularán con la fluidez de estar en su lengua. El prólogo, biográfico y atento a reconstruir la recepción del poeta, y algunos textos clave del propio Pessoa, ayudan a situar una antología que se reparte entre los heterónimos Caeiro, Reis y Álvaro de Campos, y el ortónimo Fernando Pessoa, "él mismo".
     La escritura de Pessoa, dividida como se sabe entre diversos personajes por él creados —con una biografía, una personalidad, un estilo—, parece concretar la definición contemporánea del yo como lugar de cruce: "Viven en nosotros innúmeros;/ si pienso o siento, ignoro/ quién es quien piensa o siente./ Soy tan sólo el lugar/ donde se siente y piensa." Y este fenómeno ha suscitado una fuerte curiosidad por la obra y la persona que lo alimentan: su carácter casi inédito, el baúl legado con 27 mil textos, la coexistencia del vanguardista, el empleado gris, el ocultista e iniciado, la querencia alcohólica de la futura gloria nacional… Todo ello ha inducido una lectura psicologista, en la línea abierta por el propio Pessoa: "El origen de mis heterónimos es el profundo rasgo de histeria que hay en mí", "mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y la simulación".
     Y es cierto que pocos como él han realizado un análisis tan sutil y complejo de las relaciones entre conciencia y sensación, una restitución tan completa del proceso anímico en todos sus rincones: el sosiego y el delirio, el tedio y la angustia; hay en ese dibujo una extraña precisión, una alianza infrecuente entre nombrar el sentir y hacer sentir, una asombrosa materialidad de los movimientos abstractos. Este mundo no pierde poder si se inscribe —como seguramente debe hacerse— en el debate de su tiempo sobre lo precario de la existencia, sobre el antagonismo entre pensamiento y vida, pensamiento y dicha: "Los dioses son dioses/ porque no se piensan". Es el mismo rumbo que llevó, por ejemplo, a Schopenhauer a recurrir a la propuesta epicúrea de la ataraxia: los griegos de Ricardo Reis estaban, pues, presentes en la filosofía europea más leída en aquel cambio de siglo. En realidad —vienen a decirse—, donde fracasa la razón sólo queda el control de los hechos, al menos de los hechos personales, su ensordecimiento, la labor de su limpieza.
     Ese impulso sitúa el pensamiento de Pessoa —el que subyace como fondo compartido por sus heterónimos— como un paradójico esfuerzo moral. El rechazo del mundo que le rodea, de sus valores inmediatos y de la filosofía implícita en ellos, aparece en Caeiro como orgullosa negación de todo sentido, o como suave escepticismo —"este momento en que sosegadamente no creemos en nada,/ paganos inocentes de la decadencia"—, en Reis y quizá en el último Álvaro de Campos, o como tentación de un rabioso nihilismo en el primero, el de las Odas. Y siempre lo que preocupa —explícito o latente— es el comportamiento, traducir a conducta esa idea: innumerables poemas se formulan así como pautas, consejos, normas personales, propósitos. Aunque esa moral sea la negación de toda moral, ahí permanece su pregunta.
     Pero —en este punto habría que recordarlo— Pessoa no es tan grande por ser pensador o creador de personajes como por ser poeta. "Lo que cuenta ahora —escribía Octavio Paz en 1961— no es que los heterónimos hayan sido necesarios para su autor sino si lo son también para nosotros", y aclaraba aun: "la relación entre Pessoa y sus heterónimos no es idéntica a la del dramaturgo o el novelista con sus personajes. No es un inventor de personajes-poetas sino un creador de obras-de-poetas". En efecto, la vertiginosa fragmentación del yo, la negación del mito del sujeto y del punto de vista único, son aportaciones de Pessoa que otros poetas contemporáneos también han ofrecido por otros medios. Es la concepción de la obra como un conjunto de obras lo que es distinto en él, lo que le permite establecer un diálogo dinámico, un debate interno a la propia escritura que contribuye a plantear el destino de la poesía en un mundo sin grandes relatos, de conflictos móviles, sin jerarquías y a la vez sometido a un continuo drenaje de ideas, y en el que, sin embargo, el ejercicio crítico debería hacerse presente en el menor fragmento.
     Alberto Caeiro supone el gesto inicial de tabla rasa, de ruptura con los tópicos y retóricas heredadas, el que viene a desencadenar todo el proceso. Más que Álvaro de Campos —futurista convencido—, el vanguardista es el sobrio Caeiro, con su insistencia en un aprendizaje de desaprender: "procuro desnudarme de lo que aprendí,/ procuro olvidarme del modo de recordar que me enseñaron,/ y raspar la tinta con que me pintaron los sentidos". La clave para él está en la percepción, en una práctica desautomatizadora que utópicamente abra el acceso a las cosas mismas; de ahí su rechazo de la belleza como criterio de valor estético, o su desmitificación de lo nuevo en una línea similar a la de Benjamin: no como acontecimiento extraordinario sino como experiencia repetida de lo irrepetible.
     Pessoa mismo cuenta cómo Caeiro desbloqueó su escritura con un efecto de shock, y a partir de ese momento aparecieron sus discípulos Reis y Campos: el neoclásico, horaciano Reis, aferrado a las formas fijas, asediado por una tentación conceptista (a veces barroca, a veces tardomedieval); el exasperado Campos, amante de la técnica y las máquinas, delirante sadomasoquista, que en su segunda época dejará muestras admirables y melancólicas de un ejercicio de disolución de límites entre lo interior y lo exterior. Es significativo el relato que hace Pessoa de la creación de Reis como desarrollo de una hipótesis neoclásica ("que no adopto ni acepto", acota) concebida al calor de una charla sobre los excesos del arte moderno. Así, Reis no surge como un contenido (neopaganismo, suele decirse), sino como una vía de exploración formal; la forma genera el mundo.
     Entre las numerosas autodefiniciones que dejó Pessoa, una proponía: "soy un diálogo continuo", y eso es su escritura: un espacio de debate, que es formal y, en esa medida, deja de serlo, produce formas-sentido. La casi imperceptible, pero permanente, ironía pessoana interviene aquí: acerca y separa, siembra conflictos, promueve ecos, pincha, crea fondos de resonancia, juega… El poeta portugués lleva a la realidad lo que proponía la teoría romántica, tal como lo vio Benjamin: una reflexión de las formas mismas que engendra la verdadera, la más eficaz crítica.
     Esta obra, este artefacto de formas reflexivas es el modo en que Pessoa extremó el nivel de autoconciencia que la poesía contemporánea exige a quienes escriben. Así, nos obliga a necesitar un nuevo tipo de poeta, el expulsado de cualquier clase de totalidad: el que acepta sus fallas desde el principio y las convierte en materiales, el que no puede plantearse la perfección, que sólo aspira a rozar, a ir señalando en piezas rotas. Como el mundo, diría Caeiro: "no hay un todo al que esto pertenezca,/ un conjunto real y verdadero/ es una enfermedad de nuestras ideas./ La Naturaleza es partes sin un todo". –

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