La cerveza Guiness viaja mal. Esta bebida típicamente irlandesa puede probarse, de manera plena y con lujo de propiedades, exclusivamente en Irlanda. La Guiness en Londres, en Madrid o en Chicago, por no mencionar ese desacato que es la Guiness en lata, son meros remedos del elíxir auténtico.
Esta cerveza es negra, se bebe en pintas y, una vez servida, hay que esperar más de siete minutos a que el color marrón de su salida al mundo desde el barril se asiente y oscurezca hasta el negro absoluto, coronado con esa espuma blanca que debe tener the perfect pint. La consecuencia de que la Guiness viaje mal, y esto es un dato comprobado científicamente, es que la mejor pinta del mundo se toma en Dublín, en la calle Parkgate, en el Ryan's Pub, justo enfrente, a unos cuantos metros, de la fábrica de cerveza.
En Sandymount, esa orilla de Dublín frecuentada por el joven Stephen Dedalus y habitada por el poeta Seamus Heaney, hay un juego de mareas impresionante. El mar se retira cientos de metros, quizá mil. Si se camina por el malecón con marea baja, puede tenerse una visión tan fugaz como desasosegante: la de unos cuantos barcos navegando en la arena. Esta visión puede durar un instante, una hora o toda la vida, según la capacidad que tenga cada cual de navegar en tierra. Luego hay que internarse, entrar todo el cuerpo en esa extensión enorme de arena que ha dejado descubierta el mar, como lo hacía Stephen Dedalus al principio de Ulises, pisando conchas y navajas, haciendo crush,crash,crick,crick, dejando su rastro en una huella o en una ostra rota.
Ese territorio, que más bien pertenece al país de los sueños, tiene por nombre, en las historias de Joyce y en la realidad, Sandymount Strand. Una incursión en el lugar no es un paseo por la playa, es una caminata por el fondo del mar, que ha quedado expuesto sólo mientras la marea regresa. A cada paso pueden verse criaturas vivas, algas, percebes, cangrejos, peces donde el mar no ha querido retirarse, en una hondonada donde quedó el agua con todo y vida. Las mareas son como los amaneceres, se puede prever el momento de su aparición pero no su forma, siempre se despliegan con un desplante distinto. Por eso el joven Dedalus y Joyce, su escritor, caminaban por este fondo del Mar Céltico, asombrados por el desplante de la nueva marea, descifrando la vida que había quedado al descubierto, mascullando la fórmula: "Para leer los signos de todas las cosas estoy aquí".
Si se compara el Sandymount Strand de Joyce con el actual se llega a la conclusión de que, percebes más, percebes menos, es exactamente el mismo. Para caminar por este fondo de mar, que es también página de Ulises, hay que situarse en Dublín, donde empezaron estas líneas, en el Ryan's Pub, frente a esa pinta servida impecablemente, de preferencia en la barra, para que el vaso no tenga que viajar hasta una mesa. Estas pintas imponen su ritmo propio, cifrado en los minutos que tarda la cerveza en asentarse. Cuando se ha bebido la mitad del vaso hay que ir pidiendo la siguiente, para no batallar con el paréntesis que de otra manera se abriría entre una pinta y otra. Del Ryan's hay que caminar, digamos a las seis de la tarde, rumbo a la estación Tara. Es necesario cruzar el río Liffey por el puente O'Connell, con el propósito de presenciar la carrera fantasmal del caballo blanco que puede advertir, exclusivamente, quien ha leído Los muertos. En Tara se coge el dart, que aquí es el tren, rumbo a la estación Sydney Parade.
Durante el trayecto es preciso ir leyendo en voz alta los letreros del vagón, que están en inglés y en gaélico, con la idea de llegar al mar preparados, después de haber bebido un poco de Dublín y luego de haberlo escuchado, de nuestra propia boca, que no es lo mismo. No está de más apuntar que el nombre Dublín viene de Dubh-linn, que significa poza negra. También hay que aclarar que San Patricio bendijo, o como quiera que se denomine el acto de dotar de carácter mágico al agua, esta poza hace siglos, y que de allí, y desde entonces, dicen los que saben, brota el agua para la cerveza. Una cosa es cierta: el agua del río Liffey viene de esa poza y es negra.
Hay que bajar del tren en Sydney Parade, donde la mujer de la historia Un caso doloroso perdió la vida, y comprar, donde se pueda, media botella de vino blanco. Luego enfilar hacia el mar, a unas cuantas calles, y entrar, digamos a las siete de la tarde, de cuerpo entero al fondo. Lo deseable es pisar con las botas entre las conchas y las navajas, crush,crack,crick,crick y caminar mucho bebiendo sorbos de vino para combatir el frío y sobre todo para seguir la receta de Joyce que dice: "el vino blanco es electricidad".
La marea baja a una velocidad muy conveniente, metro y medio cada minuto; esto permite al que camina estar presente en el momento justo en que el fondo queda al descubierto. Hay que caminar por ahí varias tardes, durante muchas horas, para lograr sentir el vértigo de esta pregunta que aparece en las páginas de Ulises: "Estoy caminando hacia la eternidad a lo largo de Sandymount Strand". –