No, no es que aborrezca a la Ciudad de México, pero desde que se cobija bajo los auspicios de la esperanza la encuentro más lejana. Triste cosa en esta ciudad que de por sí se aleja sola, que nos está abandonando siempre. Ama cualquier cosa en ella y al día siguiente se la llevó la tolvanera madre. ¿Amabas tal rincón, tal barrio? Míralo ahora: ladrillos rotos, vulcanizadora, una combi llena de tripas. Y mientras la ciudad nos va dejando, la vida se nos va pensando cómo dejarla a ella. La ciudad se atarea en dos conductas: dejarnos y no dejarse. Lo único que realmente nos pertenece de ella es su perenne, tenaz desaparición. Recuerdo algunas escenas…
¡Vesperal Parque México, cuando de sus verandas descarapeladas se colgaban los suicidas, frutos negros en las bugambilias secas! ¡En las pútridas aguas de sus fuentes, haciendo las delicias de los niños de la calle, el cardumen retozón de los condones! ¡Y en el anciano lago de lodo, flotando silenciosa, la deslizante parvada de los tetrapacks! ¡Y aquí y allá, entre los arbustos, lejos de los faroles fundidos, cuidándose del gendarme (que a su vez se cuidaba de la policía), diciéndose cositas, la pareja encendida del violador y la víctima!
¡Redonda avenida Amsterdam! ¡Evoco tus mañanas: tu camellón hervía de comerciantes informales! No se había llenado aún de multifamiliares de cartón y estacionamientos subterráneos clandestinos, y el paseante caminaba a la sombra de las papayas de peltre suspendidas de los fresnos. ¡Ah, y tus pregones, aleluya del crucero, maitines astrosos con voto de pobreza! ¿Serías la misma sin la algarabía de ese ejército que canta las virtudes del cloro comestible, la pantaleta abortiva, el gasesito lacrimógeno o la granadita de mano? ¡Mercaraaaaaaaaaaaaaán municioncitas vivas!
¡Chapultepec frondoso! ¡Cuántas veces recorrí tus paseos señoriales, pisando tu alfombra de chicharrones y algodón rosado, hacia la Avenida de los Poetas, antes de que sus estatuas fueran sustituidas, por orden de uno u otro plebiscito, con hologramas de cuerpo entero del Grupo Límite! ¡Y tu viejo zoológico, donde veíamos fauna extinta en videotapes y, entre las sábanas tendidas, recién lavadas en los charcos, adivinábamos si eran restos de pandas o de tigres los huesos calcinados entre el rescoldo humeante de las jaulas!
Patética Zona Rosa… ¿Quién cantará tus noches febriles, coscolina hedionda de aretes de jeringa, cuando tus calles todavía eran jolgorio de traficantes, aparador conspicuo de suripantas túrpidas, racimos de pulpa fofa en las esquinas duras; briagos zigzagueantes con sus solapas de fideos; desfile de coreanos tumescentes; paseadero de padrotes polimorfos; olla de guaruras cuidando autos de diputados bebedores de presupuesto en teibeldans con salomés de Ucrania?
¡Coyoacán de los becarios! ¿Recuerdas tu postín manicuradamente arcaico, cuando aún había troncos muertos de jacarandas en las aceras, antes de que los neomatachines los quemaran en sus altares para sus Coatlicues de origami? ¡Fenol de tradiciones domingueras, anhelo del chiquillo por su barquillo de anfetaminas, su elote postrangénico! ¡Coyoacán: congelador de tipos populares! ¿Dónde si no en tus calles despedradas podían ya verse darkies de cutis clorótico y párpados tatuados, dráculas mestizos, poetas con plumas llenas de capuchino, hiperchontales de pacota con sus atabales de tablarroca y su penacho de gargajos, beatas en minifalda, el último hippie con la cabeza coronada de liendres?
Larga Calle de la Moneda, donde en un día afortunado logré ver a lo lejos, a casi tres cuadras de distancia, la traza impecable de dos cúpulas, antes de que el esmog resucitara y su gris esponjoso se cuajara de nuevo, cobertor de fieltro bacterial sobre las hordas de miserables, vendedores de yoyos, libros usados de marxismo usado, shampú, sociólogos franceses, lavativas. ¡Y miles de manadas de miles de perros pálidos!
Y junto a ella, el circo cúbico del Zócalo, escenario de escarnios, plaza de sacrificios, tablero amorfo de un ajedrez tarado, centro paralítico del rehilete frenético donde, restos de la Gran Huelga General de 2003, se alzaba la enorme pirámide de taxis oxidados, termitero de una hectárea y trescientos metros de alto, en cuyo interior había cines, cultivos de mariguana, Sanborns, oficinas de hacienda, cementerio y cien mil habitantes de una etnia llamada los mobilois, estatura escasa y catadura amarilla, que vivían de agua de acumulador y aceite lubricante.
Lencha City. Como divisa urbana, la esperanza era una cursilada; como método, una derrota a priori. Y sin embargo, no me incomodaba que fuese esa mi ciudad mía. Eran sus condiciones y las acataba. La única manera de vivir esa ciudad era perdiéndola. Nadie vive más su ciudad que quien la ha perdido. Las ciudades modernas, desde Baudelaire, eran hechos de la imaginación: un mapa de sombras sostenido por los pilotes profundos del spleen.
Ahora que la he perdido de nuevo, secretamente temo y deseo el día en que habré de recobrarla, otra y la misma. Monstruo mutante, tumor de concreto, urbe ajolota que se hace y se deshace, ciudad asquerosa de lo cerca y de lo lejos, sólo amo de ti lo inamovible, mi memoria. Ciudad más que nunca mía, no lo eres más. –
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.