Sobre funerales

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Todo aquel que haya residido durante muchos años en el mundo, inevitablemente debe de haber acumulado una considerable experiencia por lo que a la participación en funerales se refiere. También yo he participado en numerosos sepelios: católicos, protestantes, judíos, laicos y comunistas, pero por lo que toca a los rituales
funerarios de otras civilizaciones, las extraeuropeas, no tengo más nociones de las que he obtenido a través de libros. La diversidad y la pluralidad de estos rituales son verdaderamente asombrosas, según afirman los etnógrafos, aunque muchas de estas costumbres, para nuestro gusto, podrían parecer un tanto excéntricas. Sin embargo, mi intención no es buscar en esa literatura extravagancia alguna; lo que hago es tan sólo remitirme a nuestra propia experiencia europea, en general.
     Solemos asistir a los funerales de amigos y allegados, funerales en los que participamos bajo cierto apremio interno, pero también acudimos a los sepelios de personas que nos resultan indiferentes y a las que acompañamos hasta su última morada por razones meramente sociales o burocráticas. Con facilidad, captamos la diferencia entre un funeral religioso, sobre todo uno auténticamente católico, y uno laico. En un entierro laico, detectamos de manera ineludible un ambiente de incomodidad, de desconcierto, tal como si la persona al morir, o por el solo hecho de morir, hubiera cometido bien una pifia, bien una falta de tacto. Allí no es posible decir una sola palabra de consolación, e incluso si algún orador pondera los méritos del difunto y afirma que su obra vivirá por siempre (¿y él cómo puede saberlo?), aun así no podemos interpretar todas esas palabras más que como un simple intento, artificial y poco convincente, por librarse de la depresión. La mayoría de los participantes, seguramente, preferiría interrumpir lo más pronto posible ese falso contacto con el (o la) que se fue. En cambio, un funeral plenamente católico está plagado de tristeza, pero al mismo tiempo de esperanza, en virtud de que al finado se le encomienda a la misericordia divina. El sacerdote exhorta a todos los presentes a que recen por el alma de nuestro hermano, que en paz descanse, anuncia la resurrección; mientras tanto, nosotros le decimos adiós en vísperas de su gran viaje a la Jerusalén celestial. El ritual está fincado en la creencia de que la muerte ha sido superada. Por tanto, podemos decir, tal como aparece en el himno de Prudencio: "Iam maesta quiesce querela, Lacrimas suspendidte, matres, Nullus sua pignora plangat, Mors haec reparatio vitae est" ("Calmad las querellas dolientes, no derraméis lágrimas, oh, madres, que nadie levante lamentos, la muerte es la renovación de la vida").
     De manera también similar es como interpretan la muerte los rituales religiosos de todas las civilizaciones, comenzando por las arcaicas, si bien éstas se diferencian por la forma en que se deshacen de los restos mortales y por la idea que tienen acerca del futuro destino del muerto. Asimismo, en otros tiempos, los librepensadores solían depositar en el ataúd del hermano hojas de acacia, árbol que supuestamente había de anunciar el renacimiento, según se desprende del relato que gira en torno al asesinato de Hiram, constructor del primer santuario.
     La muerte, como todos sabemos, es un suceso no sólo natural, sino también social, religioso, cósmico. A lo que, desde luego, nos referimos es a una muerte que sobreviene dentro de un orden natural, relativamente estable, de la vida; en tiempos de los grandes cataclismos, en tiempos de la gran peste, de la guerra, del genocidio, los entierros habituales son a menudo irrealizables, a los cuerpos se les arroja masivamente a fosas comunes o se les incinera, las osamentas se tornan por tanto anónimas: no hay tiempo para rituales. En cambio, en tiempos (más o menos) normales, el ceremonial funerario resulta indispensable. La muerte, aun sin ser un acontecimiento raro o insólito, siempre quebranta de alguna manera la cohesión de la colectividad, genera inquietud y angustia, saca de la rutina. El ritual, por consiguiente, tiene como objeto restablecer la normalidad, consolidar de nueva cuenta a la comunidad lesionada. Dentro de nuestro código de usos y costumbres, también la stypa forma parte de este proceso: he aquí que regresamos a casa, todo funciona como antes, nos sentamos a compartir los alimentos, seguimos siendo la misma colectividad.
     Los antropólogos, en ocasiones, hacen hincapié en cómo, de manera ambivalente o abiertamente contrapuesta, se manifiestan nuestras emociones frente a la faz de la muerte y cómo éstas se revelan en los rituales. Por una parte, los rituales tienen como propósito asegurarnos la continua e inalterable presencia del finado, su permanencia en el mismo cosmos; por otra, sin embargo, reafirman su ausencia en el ya conocido orden, de manera que queremos permanecer al lado del muerto y al mismo tiempo apartarlo hacia otro mundo, para de este modo poder afirmar nuevamente la perdurabilidad de nuestra vida colectiva. La aceptación de la muerte y la protesta contra la misma son dos partes inamovibles de nuestra existencia.
     Hay diferentes rituales que sirven para la purificación del muerto. En la Iglesia romana, esa purificación es la ceremonia de la unción. El moribundo, antes de emprender el último viaje, es sometido a un tratamiento espiritual. A este efecto, tenemos salmos expiatorios: "Asperges me hysopo et supra nivem dealbabor" ("Me volveré más blanco que la nieve"). Resulta por demás evidente que es la Iglesia la encargada de llevar a cabo dicha purificación; de ahí que todos a los que la Iglesia ha dejado fuera quedan excluidos de este ritual salvador. En el Rituale Romanum potridense, la lista de todos aquellos a los que no está permitido darles cristiana (léase "eclesiástica") sepultura es bastante larga: paganos, judíos, todos los infieles, herejes, apóstatas, disidentes, todos aquellos que han sido públicamente excomulgados; a los que se les ha puesto el interdicto; los suicidas (siempre y cuando no hayan cometido este pecado por razones de algún trastorno mental, sino por simple desesperación o furia, y no mostraran arrepentimiento antes de morir); los que han fallecido en un duelo (aun si antes de morir hubieran mostrado arrepentimiento); los pecadores manifiestos, es decir, aquellos que agonizan sin previa contrición y que en el lapso de un año anterior a su muerte no habían cumplido con su deber de la confesión y comulgación; por último, figuran en esta relación los niños recién nacidos que mueren sin haber sido bautizados. De tal modo, colegimos que todos los que no han sido mencionados en dicha lista han de encaminarse en derechura hacia la sima infernal. Al menos, así es como fue antes; hoy día, la Iglesia se muestra a este respecto mucho menos categórica.
     La ambivalencia de nuestros…

La ambivalencia de nuestros rituales también se pone de manifiesto en nuestra postura frente a los restos mortales. Por un lado, el cristianismo nos enseña que el cuerpo sepultado no es más que un simple despojo carente de importancia, despojo humano en el que ya no queda nada del espíritu del muerto; por otro lado, sin embargo, se nos impone respeto a ese cuerpo sin vida, al que con tanta solemnidad y, en ocasiones, con tanta pomposidad entregamos a la madre tierra. Esta ambigüedad se hace presente en muchas culturas. Sólo en unas cuantas, muy contadas, el cadáver es tan venerado como lo fue en el antiguo Egipto (y eso concernía, por cierto, únicamente a las clases más altas). Pero también allí donde, como en la India, los restos son cremados y las cenizas esparcidas sobre el río sagrado; o bien allí donde a los muertos se les tiraba al mar, y, finalmente, allí —como entre los parias y los zoroástricos (a veces, también entre los budistas)— donde a los cuerpos de los muertos se les entrega a los buitres para su banquete. Bueno, pues aun allí esto no significa que los muertos sean simplemente despreciados y botados a la basura: no, ellos simplemente son encomendados a la naturaleza, a los espíritus del mar, a los espíritus del río. De manera análoga, los rituales más horripilantes para nuestro sentir europeo, como el canibalismo practicado con cadáveres, sirven para honrar a los difuntos.
     Queremos creer en los vínculos que nos unen con los seres cercanos que nos abandonaron, pero al mismo tiempo queremos también su desvinculación. En la antigua Roma se celebraban rituales periódicos, cuya finalidad era prevenir contra el retorno de los muertos como lémures, fantasmas. En algunos rincones de Europa existe aún el tabú de pronunciar el nombre del recién fallecido; se procede, además, a tapar espejos después de la muerte. Las prácticas de entablar contactos espiritistas con los muertos son estrictamente prohibidas por la Iglesia romana (por otra parte, sin embargo, tenemos que creer en la comunión de los santos y levantar en su honor oraciones y súplicas a los cielos; pero bueno, los santos, al final de cuentas, no son nuestros muertos, sino seres celestiales). La misma ambigüedad podemos percibirla en la actitud que la Iglesia ha adoptado respecto a la cremación de cadáveres; sobre este tema, incluso, se habían pronunciado con sumo rigor algunos pontífices, tales como León XIII, Pío XI y, más recientemente, ya con menor rigor, Paulo VI. La cremación, por sí sola, no es ningún mal, es admisible, siempre y cuando existan dificultades para la inhumación y con tal de que no se trate de una profanación intencional del cristianismo, ya que la incineración del cuerpo no puede perjudicar a la inmortalidad del alma, ni dificultar a Dios la resurrección del hombre (recordemos, no obstante, la historia de un Dios que revive los huesos de los muertos en presencia del profeta Ezequiel).
     La participación en funerales era, y sigue siendo, un mandato riguroso. Cuando pertenecemos a cierta comunidad, no nos queda más remedio que cumplir con este deber (yo mismo, mientras vivía en Polonia, asistía a funerales con frecuencia; sin embargo, ya en Inglaterra eso me ha ocurrido raras veces, lo mismo que en Estados Unidos, lo cual no deja de ser un testimonio de la enajenación, o bien de una escasa integración a dichos países).
     He podido observar que solamente en Inglaterra me tocó escuchar risas en un funeral, hilaridad intencionalmente provocada por el orador. Sin embargo, no se trata en este caso de una falta de respeto a los muertos (aquellos casos en los que lo presencié eran de entierros de la élite cultural del país), sino más bien de cierta descarga de tensión.
     La muerte genera tanto fascinación, presente sobre todo en algunas civilizaciones (como ejemplo, citaremos tan sólo el caso de México), como el deseo de desenterrar el asunto de la memoria. Pero el respeto a los restos mortales existe en todas las civilizaciones, grandes y pequeñas. Tal vez podría parecer superfluo, pero no lo es; por el contrario, resulta importante dentro de la cultura, es parte de la deferencia que nos merece todo ser humano, aunque sabemos que ese ser ya no existe en un cuerpo muerto. Esta no es una cuestión religiosa, dado que en categorías religiosas un cuerpo muerto pudiera parecer sin importancia; el muerto vive en alguna otra parte, de manera distinta y mejor. Es más que nada una cuestión laica, de sumo significado. La presencia de las huellas materiales de gente fallecida no es más que una simple presencia y un recordatorio de nuestra historia colectiva. Pero sin ese sentir de que vivimos en una colectividad continua, extendida hacia atrás y hacia adelante, no nos sería posible preservar nuestra cultura. Este respeto, por cierto, se puede expresar en formas que levantan protesta; por ejemplo, existe en Polonia la tendencia a hacer gestiones para traer los vestigios mortales de los polacos destacados que murieron en otros países. Estas son, sin embargo, fuera de algunos casos aislados, demandas un tanto descabelladas. Las tumbas de los polacos, desparramadas por todos los rincones de la tierra, las de distintos proscritos, exiliados, emigrantes, soldados de otros ejércitos, son, es cierto, un gran testimonio de los destinos históricos de la nación, que como tal hay que respetar, pero prorrumpir en gritos: "Esa es nuestra propiedad, aquellas osamentas", eso no, eso, señores, no se vale (por fortuna, los franceses nunca nos devolverán los huesos de Chopin, que reposan en Pére-Lachaise).
     Vemos, sin embargo, cómo va decayendo nuestra tradición de funerales y cementerios. En muchos lugares, simplemente falta espacio para instalar nuevos panteones; la cremación, por tanto, es cada vez más frecuente. Sabemos, no obstante, que el paseo por un cementerio tradicional es, o puede ser, algo espiritualmente sano y edificante, mientras que las numerosas gavetas, encimadas una sobre otra, donde "yacen" empacadas las cenizas, no producen ya impresión alguna, no dan la sensación de una continuidad histórica en la que permanecemos.
     Cada vez con mayor frecuencia se presentan también casos de trasplantes de diferentes órganos del cuerpo de los recién fallecidos; se escuchan por ahí, incluso, voces de demanda de que sea permitido realizar esos procedimientos en forma rutinaria, siempre y cuando el moribundo antes de expirar no haya expresado su negativa al respecto (así es como sucede ya en algunos países). Se trata, desde luego, de salvar a los vivientes, un asunto que es por encima de toda duda bueno y loable; sin embargo, confieso que a mí no me agradaría en absoluto que mis seres queridos fueran tratados después de la muerte como un simple almacén de refacciones. ¿Será éste un sentimiento irracional? Tal vez. No obstante, se esconde tras él una cuestión importante. Es válido, cuando hay motivo, hablar mal de los muertos, pero tan pronto como nos acostumbremos todos a la idea de que sus fragmentos materiales son como una piedra del camino, impersonales, concretos, sin ninguna remisión a nuestra vida espiritual —a pesar de que a veces podrían servir—, entonces nos enfrentaremos con el peligro de que también a los vivos los vayamos a querer tratar como a simples repuestos. Y este sería el fin de nuestra cultura. –— Traducción de Aleksander Bugajski
© Leszek Kolakowski

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fue un filósofo polaco. Entre sus obras más conocidas destacan los tres tomos de Las principales corrientes del marxismo.


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