Al escritor de Historia Luis González y González, con cuyos admirables libros suelo platicar.Los fantasmas de Porfirio Díaz, de Emiliano Zapata, de Francisco Villa, de Victoriano Huerta, de la señorita de Polavieja, existen. Llegan desde la segunda década del siglo y los veo, los reveo: silenciosos, en blanco, negro y gris, con real movimiento.
El vacilante fantasma del general Díaz medrosamente intenta cruzar una calle de París apoyándose en el brazo del fantasma de su esposa y en su bastón de anciano, irrisorio tercer pie del dictador desempleado por la Historia. Los fantasmas de los caudillos revolucionarios Zapata y Villa comparten una misma aparición y una misma mesa de banquete en las cercanías de la Ciudad de México: al de Zapata se le ve intimidado por el blanco mantel y los cubiertos, mientras el fantasma de Francisco Villa, valiéndole madres las miradas, ataca el plato con animoso tenedor. El fantasma de Victoriano Huerta, pesado, torvo, con la mirada inescrutable tras los lentes tenebrosos, actor nato y perfecto de traidor de la historia (y de la Historia), recorre urgido un corredor de, presumiblemente, el patio del Palacio Nacional. El alto, garboso, blanco y sonriente fantasma de la hija del marqués de Polavieja (embajador de España ante el Porfiriato), se yergue en la barandilla del vagón terminal de un tren fugitivo del México seudo-Belle Époque y ya tormentoso. Y, entre un momento y otro de todo ese teatro de apariciones, de un México ya vuelto mera Historia, ya fantasmal, fluye una muchedumbre espectral de hombres y mujeres anónimos, figurantes de la intrahistoria o la infrahistoria: fantasmas de obreros, de campesinos, de catrines, de burócratas, de damas y damiselas, de soldados y alzados, de vendedores y danzantes callejeros, de mirones o comparsas en los interminables desfiles patrióticos o insurrectos. Y transita por dondequiera, como leitmotiv visual y quién sabe si significativo, el reiterado perro fantasma: el circunstancial, flaco, oscuro, huidizo, lateral, perro innumerable deambulando a lo largo de los años y del metraje de celuloide, por entre las desolaciones campestres o suburbanas, por entre las multitudes capitalinas y los desfiles porfirianos y maderistas y carrancistas, por alguna ceremonia ornada de pecheras, levitas y penachos ante el Palacio Nacional, ese perro no histórico escurriéndose entre los diplomáticos, los jefes militares, los horteras y los mirones. Y corren de un horizonte a otro los trenes fantasmas, esos arcaicos, negruzcos, infatigables, silenciosos trenes de locomotoras como cafeteras y con cohorte de cajones que transportan hasta sobre los techos una muchedumbre popular: un gran fantasma colectivo que vino el remolino y lo alevantó.
Esas apariciones postmortem, de las cuales no puedo dar cuenta cabal, habitan la película humilde aunque ambiciosamente titulada Memorias de un mexicano, recopilación cronológica de las tomas logradas por los camarógrafos del ingeniero Salvador Toscano encargados de filmar la historia viva del México entre 1897 y 1924. El film compuesto por Carmen Toscano es valioso no tanto por el proyecto "diegético" de su narración (que desde una nebulosa primera persona en voz off pretende narrar tres décadas de la Historia mexicana), como por la cantidad, la calidad y la intensidad testimoniales de los momentos allí colectados.
"Porque, ay, señor Arcipreste, sólo somos una larga historia de fantasmas" (León Felipe). Pero si la Historia y su derivación, la leyenda (no siempre más fantasmagórica que la misma Historia), están desde sus comienzos sobrepobladas de fantasmas, en cambio no existen fantasmas visibles anteriores al lustro final del siglo XIX. Fue entonces cuando, gracias a los hermanos Lumière (los hermanos Luz, apellido predestinado), habrían de comenzar la industria y el comercio de fantasmas, es decir de seres ya ausentes de aquí-y-ahora, pero presentes y móviles en imagen gracias a la cinta de celuloide, la emulsión fotográfica, una mecánica a 16 o 24 fotogramas por segundo, la luz y la pantalla y, sobre todo, gracias a la persistencia de las imágenes en la retina.
Es decir: en 1895 los fantasmas habían llegado ya. Venían urgidos de entrar al siglo siguiente.
El cine, que un anónimo cronista recibía como a un aparato resucitador,1 comenzó en el fin de siècle. Ahora y allí, en la pantalla, como facsímiles de los seres vivos que fueron alguna vez, están esos obreros precisamente saliendo de la fábrica de productos fotográficos de los Lumière en Lyon. Así los vemos en el film de 1895 cuyo título es casi un alejandrino que regalase Racine al cine: La sortie des ouvriers des usines Lumière. Todas las personas entonces filmadas habrán muerto ya, y en el caso inverosímil de algún sobreviviente, ese momento registrado en la cinta de celuloide ya murió en el tiempo. No le faltaría razón al niño alarmante que, motivando un baudelairiano "estremecimiento nuevo" en el poeta Max Jacob, explicaba el secreto industrial del invento estupendo: "El cine se hace con muertos. Pones unos muertos a caminar y eso es el cine." Y sí: los sucesivos fotogramas son "presentes sucesiones de difunto" (Quevedo) y componen una especie de ectoplasma con vocación de eternidad. En las pantallas perdura una Greta Garbo intemporal, inmortal, mientras la Greta Garbo de carne y hueso ya se ausentó de nuestro tiempo y nuestro espacio. Por lo demás, la Garbo, que vivía realmente, escondida, atrincherada tras gafas ciegas y bajo sombreros de bruja (para evitar comparaciones con su luminoso fantasma) podía ir a un cineclub, o a la cineteca del Museo de Arte Moderno, a verse en la pantalla, usando de un privilegio que no gozó ningún actor anterior al cine;2 pero entonces contemplaba a otra, pues eran los habitantes de tiempos muy distintos los que se confrontaban: la Greta de un presente que estaba dejando de ser y la Greta de un pasado que perdurará por lo menos mientras las películas cinematográficas duren, perduren.
El cine requiere el fantasma así como el fantasma requiere la muerte previa de la presencia carnal, o de un momento de esa presencia. Ilusionista de la vida, el cine plantea siempre el tema de la muerte, pero pocas escenas me habrán conmovido tanto como aquella de un film prodigioso y aparentemente frívolo, Heaven can wait, en que una Gene Tierney otoñal baila un vals en brazos del actor que sea, y la vemos perdurablemente bella y adorable mientras la narrativa voz off nos anuncia su muy próximo fallecimiento. O como la íntima, cálida, lírica escena de una película supuestamente melodramática, Letter from an unknown woman, en que Joan Fontaine vive su mayor felicidad en la noche y en el glamoroso invierno del Prater vienés en compañía de su amado, interpretado por el actor que sea, y sabemos que esos momentos ya están teñidos de muerte, pues como notifica el incipit del film, la escena, y casi toda la historia del film, ocurre en la memoria de una moribunda.3
El cine es el reflejo, el eco del tiempo, la ilusión objetivada y perpetuadora del fragmento de vida, que no permite se disipen en el tiempo el gesto de placentero desmayo con que Louise Brooks, Lulú, se entrega al falo y al cuchillo de Jack el Destripador; el humo del cigarrillo de Humphrey Bogart; el gesto desmelenado de Francesca Bertini; las faldas aleteantes de Marilyn Monroe sobre la rejilla del subway neoyorquino; el atletismo sonámbulo de Buster Keaton; el simiesco gesticular de Hitler; el gesto de Cyd Charisse levantando el sombrero de Kelly en la punta del pie; las girls de Busby Berkeley resumiéndose en grandes flores giratorias y espejeantes remolinos; el androide trágico de Blade Runner que, filosofando bien en la lluvia, cree poder disolverse como tears in the rain. Fantasmas vencedores del tiempo. Todos los fantasmas del cine, desde la más insignificante bañista de Sennet hasta la sonriente y burbujeante Esther Williams, se bañan más de una vez, todas las veces que se quiera, en las aguas del mismo río o mar, o siquiera en la misma alberca de la mgm maxfactorizada de azul.
Máquina del tiempo, demoradora o aceleradora o traspapeladora del tiempo, el cine es un río de imágenes que, semejante a la luz de un planeta lejano, nos llega desde momentos ya idos, pero idos no hace mucho. Nacida demasiado tarde, la técnica cinematográfica no nos entrega testimonios de la Historia anteriores a 1895. Buñuel decía que hasta un convencional film publicitario sobre el cultivo de la remolacha en una campiña de la Edad Media sería hoy cosa apasionante, rica en datos y en sorpresas que nos harían conocer muchas más cosas que su asunto manifiesto (pues la fotografía registra no sólo lo que nos interesa ver, sino todo objeto o ser que, pertinente o circunstancial, esté situado ante su imparcial ojo). Faulkner, argumentista de Land of the pharaohs para el cineasta Howard Hawks, decía que el gran problema que habían tenido para poner en pie a los personajes era la ignorancia de cuáles serían los gestos, el modo de andar y de hablar de un faraón o de cualquier hombre del antiguo Egipto.4 Melancólica comprobación: el cinematógrafo pudo ser el gran complemento ancilar de la Historia. Y tal vez la perfecta escritura de la Historia. Un famoso historiador del arte pensaba en el problema y en su resolución hipotética:
Comprendemos por qué los habitantes de una estrella lejana, si pueden ver la Tierra con poderosos telescopios, son realmente los contemporáneos de Jesús cuando, en el momento en que escribo estas líneas, contemplan la Crucifixión, de la que tal vez toman pruebas fotográficas, o incluso cinematográficas, pues la luz que nos ilumina demora diecinueve o veinte siglos en llegar hasta nosotros. Podemos imaginar también, y esto habría de modificar aún más sensiblemente nuestra idea de la durée,5 que veremos un día ese film, ya sea que nos lo envíen en cualquier tipo de proyectil, o que un sistema de proyección interplanetaria nos lo traslade a las pantallas. Esto, que no es científicamente imposible, nos haría contemporáneos de hechos ocurridos diecinueve o cien siglos antes de nosotros, en el espacio mismo en que vivimos.Y es que el cine ha querido ser, tan sólo en este mero parpadeo entre los eones que es un siglo, la respuesta a la busca del tiempo pasado y del espacio perdido. Es una salvación, con un sentido digamos aún más físico del ofrecido por Ortega y Gasset a esta palabra. Por medio del cine, momentos de seres que nunca veremos ni vimos en su carnal presencia son rescatados del devenir, son salvados y traídos ante nosotros tal como acaecieron en el común lugar de las apariencias, en el individual ritmo del gesto, y tal como podríamos haberlos visto en su circunstancia y podrán verlos los ocupadores de la butaca siglos después de nosotros. Lo maravilloso o monstruoso del asunto es que algunos de esos fantasmas quizá sean más intensos, más presentes en nuestra memoria, o para nuestro deseo, que mucha gente que nos rodea en el aquí-y-ahora. Yo debo confesar que he convivido más con Nosferatu, Michel Simon, Humphrey Bogart, Danielle Darrieux, Greer Garson o Gene Tierney, que con la mayoría de mis vecinos, de mis habituales compañeros de viaje en el metro, de algunos de mis parientes más inmediatos.
Un hombre de nuestro siglo, si es cinéfilo como yo, si ha visto cuando menos tres mil films,7 tiene su existencia poblada, compartida y a veces convivida con meros reflejos intemporales de seres, con fantasmas que fueron actores y actrices. El nuestro habrá sido un siglo de fantasmas que, siendo estrellas fugaces o persistentes, habitantes de films olvidados o "de culto", pasaron a una mitología del cine y del siglo. En El castillo de los Cárpatos, Julio Verne, con una trama de folletín y trucos de linterna mágica y de fonógrafo, presenta un ersatz de la star cinematográfica, un simulacro que motiva el loco amor de un personaje central: el fantasma de una diva de la ópera. Así, Verne anticipa las stars fantasmas, digamos Lillian Gish, Francesca Bertini, Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Louise Brooks, Betty Boop, James Dean, Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Sofía Loren, y ahora Leonardo di Caprio, Catherine Zeta Jones, capaces de poseer (en el sentido de la demonología) a cinéfilos de varias generaciones…8
Lugar de apariciones de los fenómenos visibles, casa de fantasmas, o arte, o lenguaje… Pero, a final de cuentas ¿qué es el cine? D'ailleurs, le cinéma est une industrie, decía André Malraux al final de un célebre ensayo en el que había postulado "el 7 0 arte" como una sintaxis y una mitología.
Temo haber llegado a una encrucijada: ¿es el cine mero cinematógrafo (registro documental de la móvil realidad), o mero espectáculo (una variante de la puesta en escena teatral), o una escritura (literatura) de imágenes en el tiempo, o…?
Al correr del tiempo, la crítica de cine, ese espectral "oficio del siglo XX" (Cabrera Infante), ha considerado su motivo desde diferentes, sucesivos puntos de vista. Del parto del cinematógrafo hasta el siempre anunciado último canto (de cisne) del cine, la cosa echada a andar por los Lumière ha sido para los nuevos Aristarcos atracción de feria, conservación del teatro, distracción de masas, industria, objeto de consumo, espectáculo, séptimo arte, cine de estrellas, cine de argumentista, cine de realizador, cine de autor, cine-cine. La politique des auteurs lanzada por los Cahiers du cinéma regidos por una mayoría de aspirantes a cineastas (y aquel crítico que en la geografía occidental haya estado libre de la influencia cahieriste, que tire la primera piedra), postuló que el responsable de la mise en scène (la puesta en escena)9 sería el verdadero autor de la película siempre que ésta reflejara su "visión del mundo". Esta percepción hizo mucho bien, porque nos permitió advertir que Jean Renoir o Mizoguchi o John Ford, etc., y algunos realizadores menospreciados, hasta entonces reducidos a la categoría de meros artesanos del cine industrial de Hollywood (por ejemplos: Hawks o Walsh o McCarey), tenían la hauteur des auteurs. Pero el abuso de la teoría, como ya barruntaba el maestro de esos nuevos críticos, André Bazin, la condujo a la nouvelle vague, una escuela o un movimiento o lo que fuese que, con excepciones que confirmarían la regla, produjeron films en principio frescos e innovadores que tan sólo diez años después estarían cargados de canas y arrugas.
Si la política de los autores era un abuso en cuanto era una política,10 la theorie des auteurs honraba al cine reconociéndolo realmente como arte. Pero el problema sigue plantado, y para movernos desde él aunque sea unos pocos centímetros habría que hacer la pregunta de otra manera:
¿Cuáles son los poderes del cine?
Parpadeando pálido, como Buster Keaton ante los peligros y las mujeres (esos otros peligros), descubro que los centímetros de desvío no han hecho más que devolverme al punto de partida de estas páginas: el fantasma. Por lo menos uno de los supremos poderes del cine vendría de suscitar la aparición de las apariencias, de producir el fantasma como una presencia: como la imagen postmortem que se vuelve imagen viva.
Reino de fantasmas, evocaciones de presencias. Me pregunto si esencialmente eso será ahora el poder del cine para mí. Repaso la lista tentativa de "mis" films11 y advierto que no abunda mucho en los clásicos y los prestigiados, en las obras maestras "de todos los tiempos", en los recientes aspirantes al cineclub y la cineteca. Aunque presiento que mi memoria ha pasado por encima de muchos films que deberían estar en esa nómina, confieso que adrede no he registrado, digamos, ni Intolerance, o Potiomkin, o The gold rush, entre los clásicos; ni Ladri de biciclette, o Las fresas silvestres, o A bout de souffle, o La avventura, o The belly of an architect (uno de los films más inaguantables de la historia), entre los modernos; tampoco incluyo muchos films que, como todo el mundo, admiré y hasta adoré, y cuya resistencia al desgaste como obras de arte puedo reconocer, pero que hoy pagaría por no verlos.
En cambio, los que quedan como "mis" films (sin que en unos cuantos sea obstáculo el prestigio de clásico) creo que son aquellos en los que, ante todo, se ejerce el poder de aparición: la belleza o la fuerza o el misterio del fantasma, la gracia o la energía o la justeza y la necesariedad del gesto, y la evocación recreada de momentos. El cine ha de ceñir la mirada (su mirada y la nuestra) a la piel del fantasma vivo, al trazado de su movimiento, al centro sin materia de su presencia que sólo es apariencia. Suele lograrlo con el más difícil y a la vez más flexible recurso de su sintaxis: la toma-secuencia, o toma continua, que en su fluir puede abarcar varios planos o encuadres. Mientras el cine del montaje, o de la edición de múltiples tomas, corre el riesgo de volver al estancamiento de la mera fotografía, el cine de la toma continua se hermana con el movimiento, relaciona las presencias entre ellas y con su tiempo, con su ritmo y su estar en el espacio. ¿Saben ustedes, Saint-Real y Stendhal, que la toma-secuencia, la frase amplia y fluida del cine, intento proustiano de captación del tiempo y sus criaturas en el espacio, es el auténtico espejo paseado a lo largo, no de un camino, sino de un río? 12. –
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.