Pablo Escobar marcó a Colombia; su nombre aparece desde los primeros folios de El ruido de las cosas al caer, la novela de Juan Gabriel Vásquez. Doscientas páginas más allá se atraviesa el recuerdo del vuelo 203 de Avianca que el jefe del Cártel de Medellín hizo volar en el aire, asesinando a 110 personas poco antes del final de 1989. «Ahí supimos que la guerra era también contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos», dice uno de sus personajes, porque a pesar de que hubo bombas en lugares públicos, aquello parecían «cosas que les pasan a los que tienen mala suerte».
Para aquel momento, Escobar ya había asesinado al ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla; al director del diario El Espectador, Guillermo Cano, y al candidato presidencial Luis Carlos Galán. Había hecho estallar un carro-bomba con más de cien kilos de explosivos frente a las instalaciones de El Espectador y guardaría otros 500 kilos de dinamita que detonaría en un camión estacionado frente al edificio del órgano encargado de la seguridad nacional.
Desde su propia experiencia, Vásquez habla del miedo que reclamó su lugar en la cotidianidad, el no saber «cuándo le va a tocar a uno. Preocuparse si alguien que tenía que llegar no llega. […] Vivir así, pendiente de la posibilidad de que se nos hayan muerto los otros, pendientes de tranquilizar a los otros para que no crean que uno está entre los muertos».
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La noche del 15 de septiembre de 2008, durante la ceremonia de El Grito y mientras el gobernador de Michoacán gritaba «vivas» desde el balcón del Palacio de Gobierno, en Morelia, integrantes de La Familia (hoy los Caballeros Templarios) detonaron dos granadas entre la multitud que mataron a ocho personas e hirieron a otras 132.
El 29 de junio de 2010 un grupo armado interceptó sobre la carretera a la comitiva del candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, a quien bajaron de su camioneta antes de dispararle. El 15 de julio de 2010 un automóvil con varios kilogramos de explosivos estalló en Ciudad Juárez, Chihuahua, en el lugar donde policías federales y paramédicos atendían un reporte anónimo acerca del asesinato de un policía. Cuatro personas, incluido un médico voluntario, murieron esa tarde.
El 27 de agosto de 2010, un auto bomba explotó frente a las instalaciones de Televisa en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Tres días después se dio el hallazgo de un grupo de 72 migrantes, en su mayoría centroamericanos, que habían sido asesinados por los Zetas en una finca cercana al poblado de San Fernando, Tamaulipas.
En la novela de Juan Gabriel Vásquez, sus personajes se preguntan cómo eran sus vidas en el momento de aquellos sucesos «emparentando los hitos de la violencia con la cotidianidad y la vida personal». ¿Qué estabas haciendo cuando…? La cotidianidad en regiones enteras de Tamaulipas y Veracruz se rompe con frecuencia por los sonidos de los enfrentamientos en las calles o las imágenes del fin de las refriegas entre grupos delictivos o de estos con autoridades federales. Miedo es lo que hemos heredado de estos años.
Sin embargo, no parece que los mexicanos (no solo las víctimas, no solo sus familias) hayamos puesto esos marcapáginas a nuestra vida por la violencia de los cárteles. No parece todavía que esto sea contra nosotros y los atentados contra civiles son cosas que les pasan a otros. La responsabilidad del Estado, la corrupción de las instituciones, su complicidad con el crimen y la impunidad para cometerlo han sido abordados por las mejores y peores plumas de este país. Pero fue después del asesinato de su hijo, que el poeta Javier Sicilia escribió una carta con algunas de las poquísimas líneas de furia publicadas contra los asesinos de la delincuencia organizada, sin justificaciones ni matices ni miradas comprensivas:
«De ustedes, criminales, estamos hasta la madre, de su violencia, de su pérdida de honorabilidad, de su crueldad, de su sinsentido. Antiguamente ustedes tenían códigos de honor. No eran tan crueles en sus ajustes de cuentas y no tocaban ni a los ciudadanos ni a sus familias. Ahora ya no distinguen. Su violencia ya no puede ser nombrada porque ni siquiera, como el dolor y el sufrimiento que provocan, tiene un nombre y un sentido. Han perdido incluso la dignidad para matar. Se han vuelto cobardes como los miserables Sonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes. Estamos hasta la madre porque su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal, sino subhumana, demoniaca, imbécil. Estamos hasta la madre porque en su afán de poder y de enriquecimiento humillan a nuestros hijos y los destrozan y producen miedo y espanto».
Algunos crearon su movimiento social, le llamaron No+Sangre. Su objetivo era repudiar la ofensiva federal contra el narcotráfico lanzada por el presidente Felipe Calderón y las violentas secuelas que esta traía consigo. Pero en la mira de este movimiento no estaba señalar las fracturas hechas por la violencia, sino apalear al político despreciado. Por eso, todo lo que tenían que decir cesó en cuanto aquel dejó la Presidencia.
El cierre de la etapa más violenta de nuestra historia reciente, en la que los criminales estaban en guerra con el gobierno federal, será diferente del que han hecho los colombianos marcados por Escobar, capaces de mirar las ruinas de esa enorme mansión con avioneta a la entrada, piscina vacía y una colección de carros de lujo pudriéndose en el garaje y pensar que todo aquello también era contra ellos.
Hasta hace poco, nuestra farándula le escribía cartas amistosas a Joaquín El Chapo Guzmán, sugiriéndole traficar con el amor y prodigándole la fe que no se tiene en las autoridades. Descubrimos las lujosas mansiones que nuestros narcos michoacanos abandonan en mitad de la noche, con la piscina llena y el agua caliente, protegidos por una base social construida con miedo, violencia y dinero. Fingimos asombro cuando el exgobernador interino y, hasta días, secretario de gobierno de Michoacán es retenido por sus posibles vínculos con el crimen organizado.
Hace mucho que la "guerra" dejó de ser entre ellos para dirigirse también contra nosotros. La pregunta es dónde estaremos, qué estaremos haciendo el día que podamos cerrar esta etapa sin justificaciones ni miradas comprensivas para los asesinos.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).