Problemas de House of Cards

El gran problema de la temporada dos de House of cards es que sólo tiene una cosa que decir: los políticos son cínicos y harán todo lo posible por salirse con la suya. 
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[Spoilers]

La segunda temporada de House of cards es problemática de muchas maneras. La más fácil de discernir es esta: la serie ha decidido no sólo no estar interesada en la verosimilitud: tampoco en la realidad. No voy a hacer un alegato por lo “verosímil” o lo “plausible”, pero sí es cierto que existe un punto en que la ruptura del compromiso de los autores con su material propicia también la ruptura del acuerdo del espectador con el material que tiene enfrente. (El acuerdo es: Engáñame pero no me mientas.) Para muchos esa ruptura sucedió en el mismísimo primer episodio de la segunda temporada. Ahí, Frank Underwood –virtual vicepresidente de los Estados Unidos nomás–, portando convenientes abrigo y sobrerito, se da una escapada del servicio secreto para citarse en el metro con su piedra en el zapato de la primera temporada, la periodista Zoe Barnes. Una vez que Frank se ha cerciorado de que la joven Barnes no guarda ningún mensajito incriminatorio en su celular (“¿Ya los borraste?” “Ya.” “¿De veras?” “De veras.”), un también conveniente tren pasa a toda velocidad y Frank asesina a Zoe lanzándola a las vías. Old school! Ya entrados en gastos, que el vicepresidente salga de la estación sin atraer ni una mirada en medio de la alharaca parece sólo una pequeñísima infracción a las tareas elementales de cualquier guionista.

Pero ese momento tiene, cuando menos, las ventajas de tomarnos por sorpresa, durar unos cuantos segundos y estar cerca del final del episodio. Casi no hay tiempo para reflexionarlo cuando se ha esfumado. (Al rato llegan las dudas.) Otra cosa sucede cuando la inverosimilitud se ve empeorada por la morosidad, lo inexplicable o la mera locura. Pongamos por ejemplo el episodio 4. Dos líneas principales de acción: por un lado, un sobre con supuesto ántrax enviado a la oficina de Underwood pone en alerta máxima y cuarentena al Capitolio, y Frank queda encerrado en su oficina con el senador Donald Blythe –lo que el vicepresidente aprovechará para tramposamente intentar hacer avanzar una propuesta de ley–; por otro, una entrevista de la periodista Ashleigh Banfield de CNN con Claire Underwood en casa del vicepresidente. (La entrevista era a la pareja pero a Frank se le hizo tarde, ya saben, por causas de fuerza mayor.) La entrevista se supone versará sobre el pasado familiar de los Underwood, las carreras de ambos e inocuidades por el estilo. Pero la entrevistadora resulta ponzoñosa, insiste casi con crueldad sobre un posible aborto de Claire y ésta no sólo declara que el aborto sucedió: también que se debe a una violación y que la violación fue perpetrada por Dalton McGinnis, general del ejército gringo, muchos años atrás. (Claire miente parcialmente: la violación sucedió, pero el aborto es muy posterior.)

Vale decir primero que si el episodio se salva –y se salva– es por las estupendas actuaciones de Reed Birney como Donald Blythe y Robin Wright como Claire Underwood, capaces de matizar a sus personajes con titubeos, vueltas atrás, contradicciones que no están en el guión; sus miradas enriquecen sus palabras y sus palabras parecen, por momentos, impugnar sus gestos. Pero ahora veamos: ¿no es demasiado extraño que una entrevista amistosa se convierta en una cacería? ¿Y cómo iba a hacer la periodista para sacar esos trapos en una entrevista conjunta a la pareja vicepresidencial? Digamos que hasta ahí lo dejamos pasar, en nombre de la bendita suspensión de la incredulidad. Pero una maestra del engaño y la manipulación como Claire Underwood, perfectamente entrenada para no dejar cabos sueltos, ¿realmente se echaría una mentirota como la de relacionar una violación a un aborto comprobables, cuando sucedieron con una diferencia de al menos un lustro? ¿Y no sería conveniente que la periodista hiciera un poco de fact-checking en una de las varias pausas convocadas por Claire? Tal vez. Pero, ¡esperen!, ¿no hay en el Capitolio un posible ataque terrorista justo en este momento? Considerando que una de las dos personas que iban a ser entrevistadas no llegó (por *cof* culpa del ántrax *cof*) y que esto es CNN: ¿no hubiera sido natural, ya no digamos por cortesía sino por puro amor al rating, dejar la entrevista para después y mandar las cámaras a ver qué diablos está pasando con esa ALERTA MÁXIMA?

Y así, una vez tras otra, durante toda la temporada.

(Entre paréntesis: qué cosa más rara ser la periodista Ashleigh Banfield de CNN e interpretarse “a sí misma” en House of cards. Su versión ficticia es respondona, crítica, limítrofe; la de la vida real es de una tibieza y una latitud totales. ¿Qué sentirá cuando se ve?)

*   *   *

House of cards padece también de una suerte de indecisión moral. Por un lado, nos propone a Frank Underwood, villano sin matices, como protagonista y base de nuestro interés. Por puro tiempo en pantalla nos inclinamos hacia él: un tipo más o menos encantador, más o menos hipnótico, capaz de cualquier violación, de la zalamería al asesinato, con tal de conseguir un espacio más de poder. Por otro lado, es una serie que se escandaliza fácilmente. Un ejemplo: la nueva whip del senado demócrata, Jackie Sharp, es capaz de destruir a su mentor de un ambicioso plumazo pero se disfraza para ir a agrandarse un tatuaje. ¿Otro? La introducción de uno de los probables enemigos de Frank, el millonario chino Xender Feng, llega con una insufrible actitud moralina: la primera vez que lo vemos, Feng está teniendo relaciones sexuales con dos prostitutos (un hombre y una mujer), amarrado a una hamaca, autoasfixiándose con una bolsa en la cabeza. ¿Debemos asumir que “a esto han llegado” los millonarios corruptos? ¿Esto es un “crimen” que hace a Feng digno adversario de Frank? Curiosamente, después de esa presentación y hasta el final de la temporada, no hay ninguna nueva mención a las costumbres eróticas del millonario.

Hablando de adversarios de Frank: durante la primera mitad de la temporada, la serie da tumbos para encontrarle un contrapeso verdaderamente amenazante. Al periodista Lucas Goodwin lo despachan en unos cuantos capítulos, reduciendo constantemente su amenaza, mientras que Feng se despeña en el ridículo del millonario ñacañaca ineficaz para llevar a la realidad sus planes (no ayuda que toda la maraña diplomática con China está sobreexplicada en largas juntas expositivas y al mismo tiempo nunca desentrañada; una de las quejas más comunes de los recappers de la serie es que sus conflictos políticos simplemente no se entienden). Por su parte, el hacker Gavin Orsay, que probablemente se convierta en una molestia real para Frank en la temporada tres pues ya cuenta con material suficiente para destapar la cloaca de crímenes cometidos en la temporada uno, es tal vez el personaje más enloquecidamente caricaturesco que una serie dramática, con excepción de The following, ha propuesto en mucho tiempo. Dueño de un departamento a máximo lujo, con todo el sistema de AT&T hackeado y a la mano, siempre escuchando techno a volúmenes imposibles y con su mascota en el regazo (la conejilla de indias Cashew o Castañita, tal vez el personaje más complejo de la seriey su estrella definitiva), capaz de hincarse y ladrar como un perro a la orden de un agente del FBI, Gavin llevó House of cards a terrenos de caracterización dignos de la próxima secuela de Austin Powers.

También se ha hablado de la falta de sentido común de la Casa Blanca, de la inaguantable blandura del presidente Walker, de las increíbles veleidades de las respuestas del electorado en la serie, de las absurdas decisiones del millonario Raymond Tusk –él sí un enemigo digno de Frank–, pero nada de lo anterior es verdaderamente grave en comparación con lo siguiente. El gran problema de la temporada dos de House of cards es que sólo tiene una cosa que decir: los políticos son cínicos y harán todo lo posible por salirse con la suya. Lo cual puede ser verdad, pero será verdad a medias porque deja de lado toda la riqueza de motivos, contradicciones, impulsos; toda la ardua, casi insondable complejidad de los verdaderos seres humanos. Puede ser verdad pero es una verdad despachable en un cartón de cualquier semanario político, no una verdad capaz de sostener un drama de trece horas de duración.  

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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