“México es un país en paz y con gobierno fuerte”. La afirmación no parecía tener interés periodístico alguno. Se leía más como propaganda de dependencia de gobierno. Sin embargo, mereció las ocho columnas de al menos 40 diarios de la Organización Editorial Mexicana (OEM) en diferentes estados. Era una extensa entrevista al encargado de la política interna del país que no había tenido eco, pues lo más novedoso que tenía para ofrecer era una frase todoterreno y autocomplaciente.
Meses atrás, la misma empresa periodística le había dedicado durante tres días todas y cada una de las portadas de sus periódicos a una entrevista al presidente Enrique Peña Nieto que usaba la misma fórmula. «El Pacto por México, un logro nacional», titulaba la primera; «Debemos consolidar liderazgo de México en el mundo», recogía otra obviedad convertida en primicia.
El periodismo como fotocopia (las mismas palabras, la misma imagen reproducida ad nauseam) se había usado antes, numerosas veces. En abril de 2012 una revelación de tiempos electorales saltó desde las páginas de los soles: «Desde secundaria me apasionó la política: Peña». Semanas después, el viernes negro en la Universidad Iberoamericana fue resumido como un «Éxito de Peña en la Ibero pese a intento orquestado de boicot». Ya durante la actual administración, las notas del presidente se reseñaron como apunte de la bitácora de un capitán de mar: "Tenemos claridad de rumbo. Sí es posible transformar a México".
La OEM es propietaria de más de 60 diarios que, de acuerdo con el Padrón Nacional de Medios Impresos de la Secretaría de Gobernación, pueden producir un tiraje coordinado de cerca de un millón de ejemplares cada mañana con una oferta informativa perfectamente alineada. Decenas de diarios que se distinguen apenas por su cabezal, pero sin independencia editorial en los hechos.
El grupo periodístico tiene presencia en 24 entidades, dominancia en algunas regiones y capacidad de amplificar el mensaje de cualquier grupo político al que decida servir. Más allá de su déficit de credibilidad en algunas plazas del país, su penetración a nivel regional debería propiciar una discusión sobre cómo preservar la libertad de opinión y de crítica en lugares donde la construcción discursiva de la realidad la hace un solo actor que reproduce lemas de gobierno como información.
Hace pocas semanas Mario Vargas Llosa recordaba los años en que el periodismo peruano, bajo control del gobierno se dedicaba a ensalzar todas las iniciativas del régimen, a difamar y silenciar a sus críticos, alcanzando “extraordinarios niveles de mediocridad y envilecimiento”. Por encima de la discusión sobre medios públicos o privados, cuando un actor se hace del monopolio del relato, la libertad de información y de crítica se deterioran porque la información pasa a ser “un monólogo tan cacofónico como el de una prensa estatizada”.
Días atrás, Javier Marías escribía acerca de la crítica que se ejerce en la prensa y refutaba a un intelectual que sostiene que pretender influir como crítico independiente es ridículo, de modo que la alternativa es renunciar a llamar la atención sobre la corrupción, sobre los sin escrúpulos de la política, y ponerse al servicio de un partido, convertirse en peón, alfil o torre o de una facción. Sus abusos y sus imbecilidades, su cinismo y su desfachatez estarían a salvo, piensa el escritor, mientras que para el lector nada quedaría sino abrir los periódicos y no encontrar en ellos “más que asentimiento e indiferencia y silencio”.
La pauta publicitaria gubernamental como horizonte de sobrevivencia ha acercado los criterios para titular noticias. En México no solo los diarios de los Vázquez Raña, sino también la prensa de izquierda ha empezado a desempeñar con mayor frecuencia el triste papel de correa de transmisión de frases de boletín. Justo ese periodismo de fotocopia que se confunde tanto con la gacetilla, menos crítico, menos libre. Inservible.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).