Nerds de la Tierra Media, fanáticos de la literatura fantástica, gendarmes de las adaptaciones respetuosas, les advierto: The Desolation of Smaug no le es fiel a The Hobbit. J.R.R. Tolkien daría vueltas en su tumba oxoniense si pudiera ver a Peter Jackson usar la novela como mero listado de lugares que los enanos deben recorrer, para después reordenar el argumento a su gusto. Jackson transforma el universo asexual y sobrio de la Tierra Media literaria en un collage que incluye triángulos amorosos interraciales, personajes creados ex profeso para la película y secuencias de acción cuya ridiculez empalagosa haría sonrojar a Bugs Bunny. Pero pedirle lealtad a una adaptación es terquedad. Las películas no tienen que apegarse a los libros de los que se desprenden. Basta ver las primeras cintas de Harry Potter: aburridísimas copias calca de la página. Si lo que te gusta es la novela, ve a leerla de nuevo. La licencia creativa, archivar la fuente, es el primer paso de cualquier adaptación exitosa.
Hay que abordar esta nueva trilogía como una isla, cuyo único vaso comunicante la vincula, quizás, con The Lord of the Rings. Si bien el año pasado, al cotejar ambas adaptaciones, me quejé de las excesivas similitudes entre sus tramas, cualquier crítica que demerite An Unexpected Journey o The Desolation of Smaug en función de la trilogía que la precede o del canon de Tolkien simplemente le está buscando tres pies al gato. Con esta secuela queda claro que Jackson no busca emular el ritmo, el tono o la estructura de The Lord of the Rings. La nueva saga es a todas luces más desparpajada y, sobre todo, menos solemne. En The Desolation of Smaug hay secuencias que serían impensables dentro del contexto austero, supuestamente verosímil, de The Return of the King: enanos dentro de barriles dan tumbos por el litoral de un río, matando orcos a diestra y siniestra; un pelotón de elfos aniquila un nido de arañas gigantes entre acrobacias de gimnasia olímpica; el epónimo reptil acecha a Thorin y compañía por los pasadizos y cavernas de Erebor en un maratón del absurdo. The Lord of the Rings tenía un ojo en la Tierra Media y otro en los Óscares. Su misión: alejarse en lo posible de los efectos computarizados y anclar la fantasía en la realidad (de ahí el uso turístico/pornográfico de la belleza natural neozelandesa). Al Hobbit, la verosimilitud y el éxito crítico le tienen sin cuidado. Lo que quiere es vender palomitas. Y cumple.
Peter Jackson es heredero de una loable tradición Spielbergiana. Más que entretener, su meta es asombrar. Joss Whedon presenta la batalla final de Avengers sin crear expectativa: el ejército de bichos alienígenas que desciende sobre Manhattan se siente como rutina, orquestada con todo el entusiasmo que suscita un desfile militar. Es cine cocinado en microondas, plástico, tan efímero como pirotecnia. En contraste, Jackson esconde, coquetea y revela a cuentagotas, hasta que finalmente levanta el telón, en busca de la recompensa más codiciada por el cineasta comercial: quijadas que se abren hasta tocar el suelo. Mostrar al dragón Smaug, su pièce de résistance, le toma dos películas, pieza por pieza, como un buen striptease. Vemos su cola y sus patas en el prólogo de la primera, que termina con la pupila del animal retando a la cámara, escondido entre monedas de oro. Después nos hace esperar 120 minutos más para poder verlo completo, primero entre sombras y, más adelante, iluminado por calderas hirvientes. Si Jackson fuera Zack Snyder, An Unexpected Journey abriría con el dragón de cabo a rabo, volando sobre Erebor, para darle a la audiencia lo que pide y cumplir rapidito, sin mayor preámbulo. Jackson es paciente y, a cambio, pide la misma virtud.
Eso no implica que el resto de la película carezca de goce. The Desolation of Smaug está llena de regalos por abrir, previos al clímax. La secuencia inicial dentro del bosque de Mirkwood comprueba que los pasajes alucinantes y ominosos son el fuerte de Jackson (ver, también, el rapto de Ann Darrow en King Kong o la entrada al túnel de Shelob, repletas de dolly backs y zoom ins simultáneos, desconcertantes planos holandeses y paneos nerviosos). Interpretado por Lee Pace, Thranduil es una criatura inasible, andrógina, ni humana ni animal: muy efectiva. Además, Peter Jackson prueba montajes escénicos más fluidos. Antes, sus personajes hablaban sin moverse alrededor del cuadro, como si el director neozelandés fuera un estudiante de cine, temeroso de romper el eje. Aunque sigue prefiriendo encuadres económicos y sencillos, da gusto ver que su cámara levó anclas y empezó a navegar por el tablero.
Ahora, es innegable que a Jackson le urge un editor más demandante o algo de presión por parte del estudio. Tiene que aprender a cortar aquello que no es relevante y embridar al niñote dictador que lleva dentro. El diseño de Radagast y el de ciertos enanos –el gordo; el del sombrero de hacha- es simplemente imperdonable: producto de un director alérgico al consejo. Aquí y allá, Jackson hace pasar por lúdico lo pueril, por simpático lo burdo. The Hobbit necesitaría convertirse en una serie de televisión para darle espacio y personalidad a todos los miembros del grupo: algo anda mal cuando, después de seis horas, ningún espectador sería capaz de distinguirlos. El exceso de personajes afecta el desarrollo de Bilbo, el héroe de la aventura, quien no se adueña del cuadro hasta que entra a la montaña. Como resultado, el foco narrativo es difuso, y desperdiga la lealtad de la audiencia, inversión básica del cine comercial (juro que al cabo de dos horas, conforme los enanos torturan a su Gulliver escamoso, comencé a echarle porras al pobre de Smaug). En ese sentido, la trilogía del Hobbit es un caso paradójico: una cinta cuya duración es demasiado extensa para la historia que cuenta y una historia demasiado breve para el número de personajes que contiene. Quizás la conclusión le dé tiempo en pantalla a quien tiempo en pantalla merece. Por lo pronto, The Desolation of Smaug marca un bienvenido cambio de ritmo para la nueva saga.