La devastación causada por los huracanes Ingrid y Manuel no solo ha puesto al descubierto una enorme maraña de corruptelas. También obligó a los responsables directos o indirectos del desastre a montar ante las cámaras un nuevo ritual político: el remojón expiatorio, en donde el gobernador que vigila las tareas de rescate, el secretario de estado encargado de evaluar los daños o el presidente que entrega despensas a familias sin hogar chapotean en los estanques deletéreos de las zonas inundadas, solos o acompañados por una comitiva, para compartir, aunque sea por unos minutos, el sufrimiento de su amado pueblo y las condiciones de insalubridad en que vive.
Si la memoria no me falla, el pionero en estas zambullidas fue el conductor de noticieros Carlos Loret de Mola. Recuerdo haberlo visto hace algunos años, metido hasta las rodillas en las aguas lodosas de algún pueblo tabasqueño. No solo buscaba solidarizarse con las víctimas del desastre sino darnos a entender que él se la rifaba en medio de la tragedia como el rescatista más valeroso. Pero Loret de Mola chapoteaba con botas de hule, lo que de algún modo demeritaba su sacrificio. Más patriotas aún, los abnegados políticos que lo imitan se meten al agua pútrida con todo y zapatos, sin temor a llenarse de ajolotes los calcetines, apapachan con ternura a una abuela desconsolada y salen corriendo a su hotel de cinco estrellas, o al helicóptero donde los espera una muda de ropa, para ordenar al jefe de prensa que publique en Twitter las fotos de su proeza.
A juzgar por la coyuntura política en la que ha surgido, el remojón expiatorio es una señal de mea culpa, con la que un político intenta reparar una negligencia suya o de administraciones anteriores. La gravedad de la falta cometida determina la hondura de la inmersión y el grado de contaminación de las aguas. El presidente Peña Nieto salió retratado con el agua a las altura de las pantorrillas durante un recorrido por Coyuca de Benitez, en una foto que mereció la primera plana de El Universal (25-IX-2013). Para el buen entendedor, la imagen denota claramente que Peña Nieto solo admite una responsabilidad indirecta y limitada en esta catástrofe, pues el charco era pequeño y no demasiado sucio. Con menos de un año en la presidencia, quizá solo se sienta culpable de solapar a los próceres que lucraron a manos llenas con la nefasta Autopista de Sol: su admirado padrino Salinas de Gortari, entonces presidente de la República y el actual senador Emilio Gamboa Patrón, que fungía como secretario de Comunicaciones y Transportes. Un número indeterminado de personas murió en esa autopista a causa de los recientes deslaves, porque sus taludes están mal hechos. De algún lugar tenía que salir la mochada para los otorgantes de la licitación. Administraciones posteriores han invertido miles de millones para repararla, sin dar buenos resultados, porque al parecer, sus defectos estructurales no tienen remedio. Peña Nieto ya anunció la construcción de una nueva autopista a Acapulco (La jornada, 22-IX-2013) pero no ha dicho ni pío sobre los evidentes latrocinios del régimen salinista. ¿O el chapoteo en Coyuca de Benítez es su manera de expiar esa culpa? Me temo que no la pagaría ni aunque nadara dos horas en el canal del desagüe.
Más severo consigo mismo, el gobernador de Guerrero Angel Aguirre Rivero se impuso una penitencia atroz: conceder una larga entrevista a un reportero de Televisa, sumergidos ambos hasta el cuello en un océano de aguas negras. Que haya involucrado al pobre reportero en el rito expiatorio denota cierta proclividad a llevarse entre las patas a los inocentes. La inmolación ocurrió en Tixtla, con una casa derrumbada como telón de fondo, y según el pie de la foto publicada en Reforma (23-IX-2013), la oficina de prensa del gobierno guerrerense la distribuyó a todos los medios. No era para menos: el gobernador necesitaba flagelarse a lo grande, y conmover al mayor número posible de espectadores, porque él sí tiene una culpa enorme en este desastre. La Conagua le advirtió con 72 horas de anticipación la confluencia de dos huracanes que se acercaban a la costa, pero él temió perder la derrama turística por el puente del Grito si daba aviso a la población, y el 13 de septiembre, cuando las lluvias ya causaban grandes estragos, no se dignó interrumpir una francachela con otros dos ex gobernadores para atender la emergencia (véase Proceso, 21-IX-2013).
Decenas de miles de turistas, entre ellos una sobrina mía, se quedaron varados en Acapulco varios días, pagando de su bolsillo las cuentas de hotel, y hasta la fecha se han contabilizado más de 130 víctimas. Aguirre Rivero ya había sido gobernador interino en 1997, cuando el huracán Paulina azotó Acapulco, pero aquella experiencia no le sirvió de nada, o quizá le haya servido para aprender a jinetear los fondos de emergencia que ahora volverá a recibir. Si los dirigentes del PRD, el partido que lo postuló a la gubernatura, no le exigen pronto la renuncia, terminarán ahogados en la misma cloaca donde su distinguido militante concede entrevistas.
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.