Pablo Iglesias: el emperador de Vallecas

Pablo Iglesias recuerda a Alejandro Lerroux, que comenzó en el radicalismo político para acabar en la moderación republicana.
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Pablo Iglesias se alzó como gran triunfador del debate de ayer. Fue incisivo cuando Pedro Sánchez se mostró blando o dubitativo, respondió con aplomo mientras Soraya Sáenz de Santamaría cantaba la oposición a la abogacía del estado, no se perdió en las explicaciones farragosas que ahogaron a Albert Rivera y conectó con las tripas de la izquierda en un discurso final que podría haber firmado Zapatero. Levantó un muro entre la casta y la gente, trazó una divisoria entre el pasado enlodado y el porvenir ilusionante que ofrece Podemos. Sonrían.

La única duda afloró de los labios de Ana Pastor, como si los ciudadanos la hubieran puesto en su boca, en una suerte de égloga política desprovista de encanto bucólico: ¿Con qué programa se presenta Podemos a estas elecciones? ¿Con aquel de las europeas que hablaba de no pagar la deuda, salir de la OTAN y jubilarse a los 60? ¿O con este otro que promete socialdemocracia a la danesa? La diferencia es sustancial.

Si analizamos la evolución del discurso de Podemos desde mayo de 2014 hasta ahora encontramos que, efectivamente, se han operado grandes cambios en apenas año y medio de andadura electoral. Pablo Iglesias recuerda, por momentos, a Alejandro Lerroux, que comenzó en el radicalismo político para acabar en la moderación republicana. Es cierto que “el emperador del Paralelo”, como llegó a ser conocido “don Ale”, tuvo una carrera dilatada que difícilmente puede servir a un análisis comparado con la de Iglesias, apenas incipiente. Sin embargo, sí vale la pena observar algunos trazos en las biografías de ambos, con el propósito de entender y relacionar aquel tiempo, tan alejado y a la vez tan cercano al nuestro.

Lerroux nació en 1864 en una familia de clase media modesta. Se labró un nombre político ejerciendo el periodismo, en una época en la que la falta de especialización e implantación de los partidos hacía que su actividad fuera canalizada a través de otras instituciones que se politizaban, como el ejército, la universidades, los sindicatos o la prensa. Los periódicos eran auténticos órganos políticos que representaban a formaciones, a facciones dentro de las formaciones, e incluso a figuras concretas de una determinada facción. Desde las páginas de El País, Lerroux se batió la pluma con los enemigos de la causa republicana, y más de una vez hubo de batirse también en duelo, a espada o a pistola, a causa de sus enfrentamientos impresos. Desde luego, no puede decirse que el caso de Pablo Iglesias sea similar, pero también en él observamos unos inicios políticos muy ligados a los medios de comunicación y el debate.

Lerroux comienza a alcanzar altas cotas de popularidad a finales del siglo XIX, cuando España, desfallecida por la pérdida de sus últimas colonias, atraviesa un momento de crisis identitaria. Su éxito radica en su capacidad para movilizar la apatía y el victimismo que siguieron al desastre del 98 y reconducirlos hacia un proyecto de regeneración republicano. Lo hace con un discurso marcadamente populista, cuajado de apelaciones a la patria y con una hoja de ruta que demanda acción y carece de programa. “No caben mis aspiraciones en ninguno de los [programas] conocidos”, solía excusarse. ¿Les suena? Es el “nuestros sueños no caben en vuestras urnas” de nuestros días. También los primeros pasos de Podemos se circunscribieron a la soflama populista y rehuyeron la concreción. Durante meses, nadie estaba demasiado seguro de qué era lo que proponía aquel profesor universitario, pero eso no impedía que su intención de voto no hiciera sino crecer y crecer en las encuestas.

El objetivo de Lerroux era alentar la agitación social para propiciar la apertura política del régimen, que se encontraba en manos de una oligarquía. Álvarez Junco ha descrito su causa y la de los radicales republicanos como un conflicto entre élites dominantes y élites aspirantes, una definición que se ajusta perfectamente al caso de Pablo Iglesias y los suyos. Las protestas sociales que siguen a la crisis económica son su gran oportunidad: sin espacios para prosperar en una Izquierda Unida cooptada por una vieja guardia de dinosaurios y comunistas, Pablo Iglesias y el grupo de jóvenes politólogos de su círculo descubren en la institucionalización del 15M su esperanza blanca. Había espacio para un nuevo partido que saciara el malestar de la ciudadanía y ese partido sería Podemos.

En opinión de Álvarez Junco, la razón del éxito de Lerroux no estriba en su personalidad singular ni su carisma arrebatador, sino en que constituye “un producto típico de su lugar y su momento históricos”. Algo similar ocurre con Pablo Iglesias: es el líder en el que se ven reflejadas las jóvenes clases medias con estudios, a las que la crisis ha golpeado y condenado a un destierro económico y social. O, como dirá de nuevo Álvarez Junco sobre Lerroux: acertó a “expresar intereses materiales de segmentos sociales que hasta entonces se habían encontrado sin el portavoz adecuado”.

De este modo, don Ale se convirtió en “el primer gran canalizador de la actuación de las masas urbanas españolas hacia las prácticas de la representación política moderna”, y eso es exactamente lo que consiguió Podemos un siglo más tarde: canalizar el descontento popular y rentabilizarlo electoralmente. En ambos casos es probable que fuera en este gesto institucionalizador donde se inició la deriva de moderación de ambos líderes: las urnas son las tumbas de la revolución. Una vez obtuvo su escaño de diputado, la afilada lengua de Lerroux adquirió muy pronto formas romas: “Haré política revolucionaria a mi manera. Haré labor demoledora en cuanto me sea posible”, se corrigió. Revolución a su modo, y a su debido tiempo. También Iglesias parece haber olvidado ya sus aspiraciones emancipadoras maximalistas, y hasta admite ahora que no hay una mayoría social para impulsar un nuevo proceso constituyente.

Lerroux y Podemos comenzaron en política señalándose como uno de “los de abajo” o “un hijo del pueblo”. Aseguraron estar en contra de “la casta”, que en el caso de Lerroux era “la oligarquía”, y querían “tomar el cielo por asalto” o hacer la “revolución”. Sin embargo, con el tiempo renunciaron a representar a una sola clase social y adquirieron una vocación de mayorías. Lerroux consiguió el voto de los obreros no cualificados, pero también se hizo muy popular entre las clases medias profesionales: es lo que Pablo iglesias llama ocupar la centralidad. Al final, claro, ni uno ni otro harán la revolución. Como vuelve a advertir Álvarez Junco sobre Lerroux: “Ni es tan fácil subvertir el sistema social ni él está verdaderamente empeñado en hacerlo.”

Al emperador del Paralelo le llegó el éxito muy tarde, y terminó su viaje político en las postrimerías de la Segunda República, ya como un hombre conservador y centrado que pudo y no supo ser la figura que conciliara el alma revolucionaria de la izquierda y el alma militarista de la derecha. Despojado de juventud y abandonado por las fuerzas, fracasó como contrapeso estabilizador y fue incapaz de transitar hacia una política moderna que evitara la Guerra Civil. Por el contrario, la andadura de Pablo Iglesias apenas da comienzo. Es difícil aventurar cuál será el papel que la historia le reserva. Quizá sea más fácil aventurar cuál es el lugar que la ley electoral le depara.

 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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