Conforme se acerca el final de la administración de Barack Obama –y mientras candidatos de ambos partidos debaten sus posturas frente a su legado–-, el presidente ha hecho varias reflexiones sobre sus logros y los temas que quedaron pendientes. El 13 de enero de este año, durante su discurso sobre el estado de la Unión (State of the Union), aunque no abundó en detalles, destacó que seguirá insistiendo en la reforma del disfuncional sistema migratorio de EUA, un tema con el que ha batallado, sin éxito, a lo largo de sus siete años en la presidencia.
Días antes del State of the Union, a lo largo de país, millones de inmigrantes vivían el reinicio de redadas para detener y deportar a migrantes indocumentados. Al igual que en el gobierno de Bush y los primeros años de la administración de Obama, la justificación de estas acciones es que funcionan para disuadir nuevos flujos migratorios (en este caso, flujos de centroamericanos), y que se dirigen principalmente a personas que tienen antecedentes criminales y representan una amenaza a la seguridad. Pero la realidad es que afectaron, de nuevo, a todos los miembros de las comunidades que viven o han vivido con estatus migratorio precario (sean indocumentados, trabajadores temporales o residentes permanentes) y a ciudadanos americanos cuyos padres o hermanos tienen otro estatus. Este artículo, de Nancy Hiemstra, ilustra claramente el miedo y las barreras que crean las redadas. Madres y padres que dejan de llevar a sus hijos a la escuela por miedo a salir de casa. Mujeres que dejan de ir a la iglesia a tomar clases de inglés. Niños que dejan de ir al parque a jugar. Ventanas y cortinas se cierran. En estas comunidades, “la vida se detiene”, escribe Hiemstra.
El impacto de más de dos millones de personas deportadas durante la administración de Obama es profundo y sus consecuencias son permanentes, tanto para los familiares que se quedaron en Estados Unidos como para las personas que regresaron –muchas de ellas a lugares que conocían vagamente, o en donde ya no tienen familia, o en donde su vida corre peligro. El presidente creyó, como lo han hecho sus antecesores, y como lo hacen ahora los candidatos a la presidencia, que demostrar su capacidad para hacer cumplir la ley en lo que se refiere al control de los flujos migratorios desde una perspectiva de seguridad, facilitaría el camino para ampliar el marco de negociación respecto a la regularización de los once millones de migrantes indocumentados. No fue así y no lo será nunca. Clara muestra de ello fue la oposición –por medio de una apelación legal apoyada por 26 estados (liderados por gobernadores republicanos)– a las acciones ejecutivas (DACA y DAPA) que propuso Obama para diferir también la deportación y otorgar permisos de trabajo temporal a migrantes indocumentados que cumplan con requisitos específicos de edad, parentesco con ciudadanos americanos y buena conducta.
La decisión de la Suprema Corte de Justicia de aceptar este caso y dar una opinión sobre si Obama ha excedido o no su autoridad con estas acciones sentará un precedente fundamental para futuras decisiones sobre la implementación de la política migratoria en Estados Unidos. Es difícil mantenerse optimista en este tema, sobre todo en un periodo de campañas electorales en donde el discurso sobre la migración se ha deteriorado, mientras Bernie Sanders y Hilary Clinton dejan que la discusión sobre el tema esté dominada por la retórica republicana. Obama tiene muy claro que si el fallo de la Suprema Corte, que se espera en junio, es positivo[1] y aún si logran iniciar la implementación de los programas de acción diferida inmediatamente, es posible que el siguiente presidente revierta estos programas. Un fallo a favor de Obama podría verse como una última oportunidad para que su legado en el tema de migración se equilibrara: más de cuatro millones se beneficiarían de estos programas. Pero la huella que han dejado las detenciones y deportaciones difícilmente puede borrarse. Nunca ha sido ni será posible hablar de un sistema migratorio “funcional” o “humanitario” mientras el beneficio de algunos sea a costa de políticas de control que cobran vidas.
Mientras tanto, las redadas de madrugada y las deportaciones continúan. Veintidós senadores demócratas pidieron al presidente detenerlas porque afectan a madres y a jóvenes cuyas vidas peligran al regresar a sus países de origen. Mientras tanto, desde sus comunidades de origen o desde los albergues que encuentran en el camino, quienes viven las consecuencias de estas políticas expresan su solidaridad y exigen: #NiUnaMás #EndFamilyDetention.
es profesora de estudios globales en The New School en Nueva York. Su trabajo se enfoca en las políticas migratorias de México y Estados Unidos.