El 20 de abril de 1999, Eric Harris y Dylan Klebold, dos estudiantes de la preparatoria Columbine, en Colorado, llevaron a cabo un elaborado plan; ambos montaron una trampa mortal y entraron armados a la biblioteca y la cafetería de la escuela, donde dispararon y asesinaron a 12 estudiantes y un profesor. Posteriormente, se suicidaron. Dos semanas más tarde, Time publicó en su portada los rostros de los asesinos, a quienes llamó “los monstruos de al lado”, buscando una explicación a qué había convertido a estos dos muchachos en los responsables de una tragedia.
Timothy McVeigh, autor del atentado en Oklahoma, donde murieron 168 personas, apareció al menos en tres ocasiones como el actor principal de la portada de ese semanario entre la fecha de su aprehensión y su ejecución en 2001. Lo mismo pasó con Osama bin Laden después del 9/11.
Antes de siquiera ser puesta a la venta, la revista Rolling Stone (correspondiente a la primera quincena de agosto) desató una viva polémica, debido a la imagen en portada de Dzhokhar Tsarnaev, quien enfrenta juicio como uno de los responsables de los atentados del maratón de Boston del 15 de abril pasado, que dejaron tres muertos y 264 heridos.
Las críticas han pasado por alto el amplio reportaje de Janet Reitman que, como se advierte en portada, intenta explicar cómo un estudiante popular y prometedor se vinculó con islamistas radicales y se convirtió en un monstruo. Más aún, los editores de la revista han defendido su decisión; el hecho de que Dzhokhar Tsarnaev sea joven y se ubique dentro del mismo grupo de edad de muchos de sus lectores, hace más importante para la publicación examinar las complejidades del tema.
Para un sector de la opinión pública, la edición de agosto de Rolling Stone premia a terroristas, prodigándoles un tratamiento de celebridades y a Tsarnaev, en lo particular, lo ha colocado ante los ojos del mundo como un rockstar. El alcalde de Boston, Thomas Menino, incluso consideró que la portada fue en el mejor de los casos una mala idea y “reafirma un mensaje de que la destrucción les da fama a los asesinos”.
Numerosos negocios y cadenas minoristas como Rite Aid, CVS Pharmacy, Walgreens, Tedeschi Food Shops, Roche Bros., Kmart e incluso 7-Eleven anunciaron a través de redes sociales y diversos canales que no permitirán la venta de la revista en sus anaqueles por respeto a las víctimas y las familias. Otros más han llamado a quemar en público ejemplares de la misma.
Tal como reflexiona el periodista Ian Crouch en The New Yorker, la portada de la revista sigue teniendo un papel cultural importante; la elección y el despliegue de una fotografía puede sacudir al lector. Rolling Stone no parece haber alterado la imagen para transmitir una opinión editorial sobre el tema, como sí lo hizo Time hace unos años con O.J. Simpson; la furia en todo caso proviene de que la revista muestra a un muchacho como cualquiera que usa Instagram para subir una foto suya a las redes sociales y que carece del gesto perturbador del asesino en masa, expectativa que cubre mejor su hermano Tamerlan, quien luce mayor, acaso más enojado y quien, finalmente, fue abatido a tiros por la policía.
La polémica foto, sin embargo, no es nueva; desde hace meses ha sido utilizada por varios medios, incluido The New York Times, que la llevó en su primera plana, convencido de que, periodísticamente, emplear la fotografía de una persona no significa avalar o respaldar sus acciones. De hecho, el retrato de Dzhokhar es el mismo que usan como icono los grupos que defienden su inocencia
Tal como lo comentó el mismo NYT en su editorial del pasado 19 de julio, los establecimientos que lo consideren pertinente, tienen el derecho a negarse a vender productos que les parezcan nocivos, como algunos lo hacen con los cigarros, mientras que los consumidores tienen todo el derecho de evitar la compra de una revista que les ofende.
La irritación por la publicación generó también una respuesta editorial de Boston Magazine, que abrió su espacio para publicar varias fotografías inéditas tomadas por Sean Murphy, fotógrafo del cuerpo de policía de Massachusetts, durante la captura de Tsarnaev, en las que se ve al joven herido y con los láser de los rifles de la policía apuntando a su cabeza.
En un texto titulado “El verdadero rostro del terror”, Murphy considera que la decisión editorial de Rolling Stone no es solo un insulto porque glamoriza al asesino, sino que además es un incentivo para otros que desean estar en la portada de una revista: “Este es el verdadero terrorista de Boston. No alguien acicalado y pulcro para la portada de la revista Rolling Stone”.
El episodio exhibe de alguna manera el extravío ético de quien piensa que a diferencia de esta, la portada dedicada por Rolling Stone a Charles Manson en junio de 1970 es mucho más adecuada porque en aquélla al asesino luce como loco y con los ojos desorbitados. O bien, de quien considera que llevar en la tapa la foto de uno de los muertos de Boston (aunque violente los derechos de la víctima) es una alternativa.
Sin embargo, como observa el citado texto de The New Yorker, la virulencia contra la publicación —que había salido fuera de toda proporción incluso antes de que alguien tuviera la oportunidad de leer el reportaje en páginas interiores— evidencia uno de los más perniciosos efectos del terrorismo sobre la libertad de expresión: favorecer una cultura de la autocensura ante la tragedia, de modo que todo material debe responder a pautas que se consideran correctas, a riesgo de ser considerado de mal gusto o fuera de lugar.
En ningún caso, las imágenes publicadas por Time (y a las cuales me refiero al inicio de este texto) causaron revuelo o conmoción, pues se ha asumido que el material delicado tiene un alcance y un sentido totalmente diferentes dado el carácter de la publicación. Rolling Stone, como una revista de música y cultura pop, se ha visto obligada a discutir públicamente sus criterios editoriales a raíz de este episodio y lo ha hecho con argumentos discutibles, pero admisibles, disputando la idea de que el asesino, para tranquilidad de todos, deba lucir el gesto contrahecho y la mirada perdida de quien desayuna pólvora todos los días.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).