El azul entre el cielo y el agua es la segunda novela de la escritora palestina Susan Abulhawa. Relata la historia de mujeres palestinas de diferentes generaciones de la desmembrada familia Baraka. Algunas de ellas permanecen en los campos de refugiados de Gaza y otras crecen en otros países, como Nur Valdez, una de las protagonistas, cuyos padres terminan por emigrar a Estados Unidos. En el caso de Nur, como en el de su autora, ya en Estados Unidos la familia se desbarata una vez más y la segunda infancia de ambas transita de un orfanato a otro, entre el árabe y el inglés, el islam y el catolicismo.
Hace unos días estuve conversando con Abulhawa en uno de los eventos del Hay Festival 2016 de Querétaro. Me interesaba de qué manera la ficción, con detalles y emociones, nos muestra dilemas éticos, o la experiencia de sobrevivir la ocupación israelí en Palestina: cómo se mantienen las familias a las que les encajaron un muro de cemento en medio de sus cosechas de olivos, cómo se defienden en sus viviendas improvisadas, cómo conviven con quienes habitan territorios tomados, con qué narrativa se lo explican, qué se cuentan cuando se sientan a comer. Cómo se transmite de padres a hijos, de hijos a nietos, de palestinos a palestinos-gringos, el dolor y también la fuerza. Me interesaba de qué manera, sin argumentos ni declaraciones, los personajes dislocados de la novela padecen la separación violenta de una tradición y la inmersión en otra, tras su expulsión por los bombardeos de Beit Daras en 1948. Y lo hablamos, y también hablamos de cómo nosotros, desde el lejano occidente, con nuestras guerras propias y una histórica cadena de traiciones, nos identificamos con la abuela, la madre o la nieta, con la migración y con la violencia.
Pero también nos contó que fue tanto por aquel laberinto identitario entre países y creencias, representado en la novela a través de Nur, como por haber vivido en un ambiente que más que un conflicto es una forma del colonialismo, que Abulhawa fundó Playgrounds for Palestine, una pequeña asociación que compra estructuras desarmadas para sostener columpios y resbaladillas, envía a Palestina, y transfiere la propiedad de los materiales a una ONG o a la municipalidad para que los armen y los cuiden.
Ya decía Alice Miller que los niños y niñas que crecen en un escenario de guerra, poco tiempo tienen para la inocencia; al contrario, se espera de ellos que maduren tan pronto como puedan, que aprendan a identificar qué es lo que su familia y la comunidad a la que pertenecen necesita, para satisfacer, para proveer, para trabajar.
Así que Susan Abulhawa escribe novelas y también defiende el derecho a jugar de niños palestinos que van heredando un trauma que los moldea, pues crecen marcados por el conflicto y exilio forzado.
Le pregunto, al final, por los efectos de que los niños jueguen allá, pero ella ya tiene prohibida la entrada a Palestina. Solo puede contar lo que le han dicho sobre los más de 25 patios de juego instalados en Gaza y otras zonas ocupadas por la fuerza militar israelí. Da respuestas que habrá articulado hasta el cansancio, que sin lugar a dudas conoce de memoria, pero que otra vez le provocan una sonrisa. Al hablar de los niños y los juegos sus ojos se iluminan detrás de esos lentes cuadrados, lo cual nos sorprende porque este es un asunto que no deja de ser un problema devastador. Pero para empatar la alegría de Susan imaginamos a esos niños palestinos gritando mientras se deslizan por un tobogán o mientras se balancean en un columpio en la sitiada Franja de Gaza.
Ciudad de México