Primero verás los ojos de una cabra. Pasarán unos segundos antes de que una punzada se active como alarma contra el horror. Querrás apartarte enseguida de esa mirada tenaz, de esos ojos que como dos llamas encienden el pelaje negro y espeso de un macho cabrío. Sabes bien que estás ante una mirada intransigente –¿porque pertenece a un animal?–, enmarcada entre un hocico y un par de cuernos capaces de atravesar a un hombre de una cornada.
Esta cabra no se sienta como los cuadrúpedos. Erguida, extiende su pata izquierda para rodear a una mujer que siente sobre su espalda el extraño abrazo de una pezuña. Su postura y sus gestos ponen en duda el carácter de animal doméstico, pero esta cabra tampoco puede ser un hombre. Ahí sentada parece dos veces más grande que el corro de mujeres que la rodean. Tiene entonces la escala de lo sobrenatural, que tan fácilmente supera y sobrecoge al ser humano. Ahora lo sabes: estás ante los ojos del diablo.
Un niño acaba de morir, sus piernas son ya las de un esqueleto amarillo y brillante. Una diligente anciana lo retira de la presencia de la cabra para que otra mujer entregue su ofrenda –el cuerpo sano, rosa y aún vivo de un recién nacido. ¿De dónde han salido estos niños? Un bebé patalea entre la falda amarilla y la capa blanca de una mujer. Alguien se ha nutrido de un cadáver que termina de secarse, como una cáscara, en el polvo. Son brujas. Han raptado a estos niños de una aldea del norte de España, han echado a correr con ellos hacia las montañas en donde asisten a un cónclave satánico.
Un vendaval levanta la sangre que trastorna el olor de la noche y enloquece a los murciélagos que se presienten en la oscuridad. Otras brujas esperan su turno. Deberán darse prisa: algunas líneas rosas estrían el cielo y el día ya ha empezado a iluminar una estaca de la que penden los cuerpos de un trío de infantes que fueron presas, y ahora son los desperdicios, de un aquelarre.
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Por terrorífica que parezca, esta escena es, en realidad, una sátira contra la superstición. En 1798 los duques de Osuna compraron esta y otras cinco pinturas de Francisco de Goya y las colgaron en los interiores de su casa de campo. No pretendían aterrorizar a sus invitados ni, mucho menos, usar estos óleos como afrodisiacos del espanto en una velada en la que se contaran de historias de terror. Por el contrario, los duques encargaron una serie que presentara y condenara las creencias irracionales de la sociedad española. Los cuadros, entonces, son un programa de la razón ilustrada.[1]
Quizás este sentido es más evidente en Vuelo de brujas. Un hombre que camina por la cima de un monte va cubriéndose la cara con su capa; otro, que se ha tirado al suelo, se tapa con fuerza las orejas. Ambas funcionan como una metáfora visual de los necios: los que no quieren ver, ni oír. La mula que se ha quedado varada en la esquina del cuadro representa la Ignorancia –aunque Goya también usaba a las mulas como alegoría de las maneras oscurantistas del pasado.[2] Finalmente, los brujos que sobrevuelan el monte llevan en la cabeza el sombrero que usaban los condenados por la Inquisición española.
Tengo para mí que estas pinturas, otras más de los discípulos de Goya, y algunos textos del siglo XIX echaron mano de las brujas para desprestigiar a la Inquisición; estrategia que ahora sabemos desatinada, pues se ha demostrado que el Santo Oficio solo fue responsable de una veintena de ejecuciones –verdaderamente muy pocas, en comparación con la masacre que se desató en Alemania, Suiza e Italia. En realidad, apunta William Monter (historiador de este fenómeno en la península ibérica) la Inquisición y sus miembros se rehusaban a procesar a las personas por el cargo de brujería porque, en opinión de sus teólogos, era imposible pactar con el diablo. De acuerdo con Monter, el Santo Oficio incluso evitó que las comunidades del norte de España y sus autoridades locales ejecutaran a los acusados.[3] Más que propiciar el miedo en el pueblo español, la Inquisición se dedicó a contenerlo y desmentirlo.
Si la brujería no fue un fenómeno que preocupara el Santo Oficio, ¿de dónde, entonces, se hizo Goya de este concepto?, ¿cuáles fueron las fuentes iconográficas que consultó? Las brujas –hay que decirlo– no pertenecen a la tradición pictórica española, sino a la alemana, flamenca y holandesa (Albrecht Dürer, Hans Baldung, Frans Frencken, Pieter Coecke van Aelst y Pieter Bruegel el joven son pintores clásicos de este tipo de imágenes). Aunque los historiadores han explicado ya los aspectos judiciales, teológicos y sociales de la brujería, todavía queda pendiente investigar cómo fue que circuló esta iconografía tan precisa que reúne al diablo en forma de macho cabrío, la asamblea de brujas (el sabbath), el infanticidio, el canibalismo, el poder de las brujas para volar y los animales de compañía. La pregunta se vuelve más pertinente cuando consideramos que una imaginería similar puede verse en la película The Witch (2015). La imprenta debió haber jugado un rol crucial en la difusión de este concepto visual, sin embargo, todavía no sabemos cómo pasó de Alemania a España, de Suiza a Nueva Inglaterra, de un siglo al siguiente.
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Hemos reconocido en Francisco de Goya al pintor que nos dio la visión moderna de la guerra. Sus Desastres la retratan muy lejos de la perspectiva imperial (lejos de la victoria de una monarquía que se hace de nuevos territorios) para, en cambio, mostrar la opinión de un ciudadano que es testigo de la injusticia, la muerte y las crisis humanitarias que resultan de las invasiones militares. La mirada de Goya sobre la guerra es la nuestra. Acerca de las supersticiones, el Museo Lázaro Galdiano recuperó una reveladora cita del pintor: “Yo confieso que me aturdí al principio, pero ¿ahora?, ya, ya, ya ni temo a brujas, duendes, fantasmas, balentones gigantes, follones, malandrines, etc. Ni ninguna clase de cuerpos sino a los humanos…” ¿No será que también le debemos a Goya esa actitud moderna ante lo irracional que se debate entre la ingenuidad y el escepticismo y que se empeña en pasar del miedo a la risa?
[1] Entre algunos historiadores sigue vivo el debate acerca de si puede llamarse “Ilustración” a los cambios políticos y sociales que tuvieron lugar en España entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX. Tanto Gabriel Paquette como Julián Viejo han aprovechado definiciones más amplias del fenómeno para investigar y describir los sucesos de este periodo. Al respecto –y antes de argumentar que toda Ilustración debe ser anticlerical como la francesa– recomiendo encarecidamente la lectura de los siguientes artículos: Gabriel Paquette, “Proyectos ilustrados: la herencia historiográfica” y Julián Viejo, “Amor propio, interés y religión en la monarquía hispana de finales del siglo XVIII”, en 20/10 El mundo atlántico y la modernidad iberoamericana, 1750-1850, diciembre de 2013.
[2] En otra de sus sátiras, que cito como ejemplo porque contiene una crítica que puede aprovecharse en nuestros días, un asno se vanagloria de la nobleza de su linaje y apellidos.
[3] William Monter, “Witchcraft in Iberia”, en Brian P. Levack (ed.), The Oxford Handbook of Witchcrat in Early Modern Wurope and Colonial America, Oxford University Press, 2012, pp. 268-282.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.