Lo imposible se ha hecho realidad. El populismo anega la Casa Blanca gracias a un tsunami llamado Donald Trump. Lo sucedido en Estados Unidos es una advertencia. Si los norteamericanos son gobernados por el populismo es que todos estamos expuestos a ello. La sombra de la democracia ha demostrado que la oscurece y que puede devorarla si no se pertrecha frente a ella. Un estremecimiento recorre el espinazo de nuestra racionalidad liberal porque sabíamos que podía pasar. Porque el panorama de Occidente en la próxima década está expuesto a que se repita por doquier debido al colapso de la Modernidad política y económica.
El agotamiento de la capacidad de ilusionar que la democracia liberal y la economía de mercado proyectaban antes de la crisis, han contribuido a generar una mayoría de humillados, ofendidos y enfadados con las estructuras institucionales. La democracia ha dejado de ser instrumento de progreso y cambio para transformarse en vía de malestar y protesta. Es víctima de un complejo sumatorio de frustraciones, es el cauce que utiliza una especie de proletariado emocional que ha surgido de la crisis. Las urnas son la válvula de escape de la alienación de una mayoría que se siente desposeída del derecho a creer que el futuro le pertenece como un horizonte de bienestar y seguridad. Así, la democracia es utilizada por una clase trasversal que se reconoce emocionalmente en el ágora postmoderna de los platós televisivos y mediante el vozarrón de tribunos de la plebe que la manipulan impúdicamente con su demagogia populista.
Hoy en Estados Unidos, ayer en Reino Unido o Colombia, y mañana quizá en Italia, la emoción desnuda triunfa sobre la razón instrumental. Y lo hace en las urnas. Logrando que los malestares silencios de muchos se transformen democráticamente en el griterío de un malestar colectivo que todos pagamos al ver cómo se hiere la democracia a sí misma.
¿Qué hacer? Combatir nuestra desesperanza y confiar en que sobreviviremos a Trump y a los que pugnan por emularlo. La democracia es una idea demasiado luminosa como para verla definitivamente oscurecida por la sombra del populismo. Hay motivos para el optimismo en medio del desconcierto. Confiemos en que los Padres de la Constitución norteamericana hicieron bien su trabajo. Más de doscientos años después, la arquitectura constitucional de 1787 ha sido puesta a prueba de manera radical. Y, además, en sus fundamentos más profundos: aquellos que tensan su propia legitimidad al atribuir el gobierno a la mayoría, sí, pero dentro de los límites que impiden su arbitrariedad.
Y es que para la Constitución estadounidense la legitimidad no solo reside en la mayoría. También está en el respeto republicano a la legalidad y al sistema de poderes. Esto llevará a que si Trump se empeña en desarrollar una agenda populista desde el ejecutivo, la naturaleza compleja del gobierno federal reequilibrará esa tentación con el contrapoder del imperio de la ley y el respeto judicial de los derechos individuales. Así, la pulsión autodestructiva de un pueblo que se ha dado como gobernante a un demagogo populista será reconducida mediante el sometimiento republicano de este a la ley, pues, como decía Adams, la democracia o es republicana o es tiranía de la mayoría. Precisamente la envoltura republicana de la democracia norteamericana es el principal cortafuegos frente a Trump. En ella, y en el liberalismo, están las garantías institucionales frente a la arbitrariedad. De manera que lo que protege a la democracia de sí misma estriba en que una democracia republicana se define como el gobierno de las leyes y no de los hombres.
Estoy convencido de que el trabajo de Adams y Jefferson se impondrá al populismo de Trump. La esencia admirable de Estados Unidos está en el esfuerzo teórico y racional de aquéllos y en la idea de que su país era el teatro en donde el hombre había tenido la oportunidad de plasmar un gobierno en el que primara la ciencia, la virtud, la libertad, la felicidad, la gloria y la paz. Confiemos en que el diseño institucional y legal que desarrollaron preserve la libertad de sus enemigos mediante el imperio de la ley. De los enemigos exteriores ya lo demostró en dos guerras mundiales y en la Guerra Fría. Ahora toca hacerlo frente a los interiores, aunque el precedente de la victoria sobre el Macartismo es una garantía de que la libertad ya se salió con la suya. Entonces se controló y limitó el riesgo de que un gobernante se corrompiera y extralimitara en sus funciones. Ahora toca que se proteja la libertad frente a un pueblo que se ha dejado corromper al ceder ante la tentación emocional de elegir a un populista como Donald Trump.
Estoy seguro que la libertad saldrá vencedora en la tarea que los próximos cuatro años le depara. Mientras tanto habrá que recordar lo que Tocqueville decía de la libertad: “la habríamos amado en cualquier época, pero que en los tiempos actuales estamos inclinados a adorarla”. Habrá que hacerlo, sí, y habrá que dar esa batalla comprendiendo que al populismo de las emociones se le vence con la racionalidad de los conceptos y la promoción de una cultura que promueva ciudadanos con mentes generosas y humanas, mentes que aprecien al otro y no lo desprecien, mentes que empaticen con la libertad responsable de quien sabe que en el respeto del otro está el fundamento de la dignidad de uno mismo.
(Santander, 1966) es consultor, escritor y profesor universitario. Su libro más reciente es 'El liberalismo herido' (Arpa, 2021).