La crisis del liberalismo es también la crisis de sus valores: el pluralismo, el respeto a las minorías, la libertad de expresión, la tolerancia. Los acontecimientos sociales y políticos que se han operado en Occidente en los últimos tiempos vienen a recordarnos que los viejos conflictos ideológicos de la era industrial han dado paso a la confrontación identitaria en el mundo posmoderno. Esta semana hemos tenido ocasión de comprobarlo en España.
Primero fue la reacción de Hazte Oír contra una campaña que pretendía visibilizar la transexualidad infantil. Hazte Oír es una asociación católica que representa muy bien los valores posmaterialistas: una forma de organización ciudadana que opera al margen de las estructuras del Estado (aunque se beneficie de sus ayudas), que reivindica el empoderamiento individual con imperativa voz y que hace gala de una identidad en pie de guerra. Su nombre describe perfectamente el espíritu contemporáneo: la horizontalidad de los discursos y una voluntad de superación de las jerarquías clásicas.
La democratización del acceso a internet y el cambio tecnológico han permitido el desarrollo de redes sociales que, efectivamente, sirven de altavoz para opinadores cuyas palabras antes se perdían en la barra de un bar. El progreso técnico, así, ha dado alas a movimientos que retan a las élites tradicionales, en un desafío que se ha trasladado también a los sistemas de partidos, donde las viejas formaciones sucumben ante la vigorosa proyección de candidatos heterodoxos que dicen hablar en nombre del pueblo.
El autobús de la discordia planteaba una reacción antiliberal en forma y contenido, desde el sobreseimiento de los postulados científicos hasta la suspensión del respeto al otro. Sin embargo, sus opositores se han movido, en líneas generales, por derroteros igualmente antiliberales. Es a los jueces a quienes corresponde juzgar si Hazte Oír ha incurrido en un delito de odio, pero me suscita no pocas dudas el ánimo prohibicionista que se ha instalado entre los representantes sociales de las viejas izquierda y derecha.
Censurar canciones, condenar a tuiteros y perseguir chistes de mal gusto se ha convertido en un ejercicio cotidiano que está vaciando de contenido la libertad de expresión, que es un derecho, precisamente, hecho a la medida del impertinente y no del zalamero. No es el adulador el que necesita leyes que lo amparen, sino el insolente.
Vivir en un mundo dominado por identidades hipertrofiadas significa estar expuesto a la potencialidad de un conflicto permanente, máxime cuando ese desarrollo identitario no ha venido acompañado de una mayor resistencia al agravio. Paradójicamente, hemos ensanchado nuestras identidades, pero no las hemos robustecido, de tal forma que cualquier comentario vertido en público es susceptible de interpretarse como una ofensa.
Y es cierto que muchas de las expresiones expuestas son ofensivas, pero ello debería ser encajado con una cierta deportividad: aceptar la pluralidad de nuestras sociedades implica asumir que convivimos con gente zafia, y el hecho de que se verbalicen creencias indudablemente perniciosas no constituye, necesariamente, un argumento suficiente para su erradicación. Además, la tecnología ha hecho posible el florecimiento de burbujas de opinión e interacción que nos permiten mantenernos aislados de nuestros discrepantes, de tal modo que mostramos una intolerancia cada vez mayor a la disensión.
Los conflictos derivados de la nueva centralidad de las identidades no solo tienen lugar en el terreno neutral de la sociedad civil, sino que se trasladan inevitablemente a las instituciones. Es lo que ha sucedido en días recientes con la emisión de un polémico programa en la televisión pública de Euskadi, durante el cual diversos personajes de la cultura vasca hacían un retrato execrable de España y de los españoles.
Fachas, paletos, chonis y un discurso general que sitúa a quienes aquí nacimos en los antípodas de la modernidad y la ilustración. Recuerdo el chascarrillo de uno de los participantes, que aseguraba que este país se llama España porque, cuando fueron a elegir nombre, Mongolia ya estaba pillado. Una demostración olímpica de que es posible denigrar a los ciudadanos de dos Estados y a las personas con discapacidades intelectuales a un tiempo.
Aquí, a la zafiedad se une el concurso de una institución pública financiada con el dinero de los ciudadanos, también con el de los insultados. Este dato no es baladí, porque nos sirve para apuntar un matiz: los mensajes discriminatorios y excluyentes no deberían financiarse con dinero público, pero nadie debería impedir que, no mediando nuestros impuestos, estos patanes ufanos exhibieran sin sonrojo su miseria moral.
Es cierto que la profusión antiliberal resulta menos sorprendente cuando proviene de un nacionalismo siempre a la vanguardia de la reacción: la xenofobia, el rechazo al diferente, la negación de los símbolos son síntomas de reciente efervescencia en las sociedades occidentales, pero que gozan de antiguo arraigo en las regiones dominadas por el nacionalismo.
Por último, se dan la mano también cretinez e instituciones en el discurso reciente de un eurodiputado polaco que afirmó que las mujeres debíamos ganar menos dinero que los hombres debido a nuestras menores competencias físicas e intelectuales. Me cuesta trabajo creer que tales exabruptos no estén amparados por la libertad de expresión, por aberrantes que suenen.
El eurodiputado polaco, los odiadores de ETB y los ultras de Hazte Oír están a años luz de poder humillar a las mujeres, a los españoles, a los transexuales. Lo único que consiguen es avergonzar a aquellos a quienes dicen representar. Por eso quiero aprovechar esta tribuna para solidarizarme con los católicos, los vascos y los polacos que viven su identidad desde el respeto al otro. Quizá valga la pena que dejemos de hacernos oír por un momento y nos tomemos la molestia de escuchar a los demás.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.