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Fernando Alonso: el piloto que siempre busca el camino más difícil

Pocos deportistas se hacen a un lado cuando finalmente llegan a la cumbre de su oficio. Alonso, sin embargo, ha cambiado de escuderías, siempre eligiendo la ruta más complicada para triunfar. ¿Cómo se explica su carrera?
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En cuanto Nico Rosberg ganó por fin el campeonato del mundo el año pasado no tardó ni cinco minutos en anunciar su retirada. Tenía 31 años, uno menos que su compañero de escudería y gran rival por el título, Lewis Hamilton, pero ya estaba harto. No es de extrañar: hartarse de la Fórmula Uno es lo más fácil del mundo. De entrada, por mucho dinero que haya de por medio, se trata de un deporte en el que te juegas la vida cada vez que sales a la pista. A veces depende de ti y a veces depende de otro, pero ahí están la velocidad, la tracción y el suelo amenazante prácticamente a tus pies.

Por otro lado, es un deporte donde las responsabilidades son excesivamente individuales. Tu nombre es el que aparece en la pantalla, tú eres al que entrevistan después de la carrera, todo gira en torno a tu pilotaje… cuando en realidad la carrera viene determinada por decisiones que se toman en otro lado. Si un mecánico falla, adiós a la victoria. Si un técnico toma una mala decisión táctica, olvídate del podio. Si el coche, sencillamente, no da para más, confórmate con dar vueltas a la pista y ármate de paciencia.

Puede que Fernando Alonso sintiera algo parecido cuando consiguió su segundo título de campeón del mundo en 2006, es decir, a los 25 años, pero, ¿cómo seguir a esa edad el camino de Rosberg, con todo el futuro por delante, y un contrato con McLaren que parecía prometerle al menos otros dos o tres años de éxitos? Las decisiones de Alonso durante estos once años sin títulos siempre han sido discutibles y discutidas pero al menos algo hay que agradecerle: nunca nos ha pedido que estemos de acuerdo con él, nunca ha intentado caerle bien a nadie.

Es imposible saber hasta qué punto la experiencia en McLaren ha marcado el resto de su carrera, cuando Ron Dennis tomó partido claramente por su joven canterano Lewis Hamilton y toda esa lucha interna acabó regalándole el campeonato a Kimi Raikkonen y su Ferrari. Desde luego, aquello tuvo que volverle desconfiado, como si no quisiera que su talento se perdiera en disputas absurdas, prefiriendo hacerse cada año con el título honorífico de “mejor piloto del mundo” en vez de con el mundano “piloto con más puntos en la clasificación”.

Igual que años antes había decidido irse a vivir a Londres harto de la sobreexposición mediática que vivía en España, Alonso decidió volver a Renault cuando Renault estaba ya de retirada. Pasó de luchar por el campeonato a luchar por mantener el coche en pista. Los que iban a ser los mejores años de su carrera pasaron entre sextos, séptimos y décimos puestos muy trabajados. ¿Se equivocó con la decisión, al menos en términos deportivos? Probablemente sí, pero él no necesitaba campeonatos del mundo –insisto, ya tenía dos-, necesitaba algo parecido a la paz, a volver a disfrutar de lo que hacía, a jugarse la vida por gente que se la jugaría por él, como Flavio Briattore, dueño de la escudería, para quien siempre fue como un hijo.

Cuando pasó el trauma, se fue a Ferrari. Ya estábamos en 2010 y Alonso estaba a punto de cumplir 29 años. No creo que nadie dudara de que era el momento idóneo, el soñado: el mejor piloto en la mejor escudería. De hecho, todo podría haber cambiado de no haber sido por Vitaly Petrov. Alonso llegó líder a la última carrera y tenía las cuentas más o menos claras: con mantener a raya al segundo clasificado, el australiano Mark Webber, debería valerle. Y, sin embargo, Red Bull se la jugó a Ferrari: dejaron la táctica correcta en manos de Sebastian Vettel, el segundo piloto, y confiaron en que Alonso imitara a Webber en todas sus acciones.

Así fue. Condenado por sus ingenieros a una inútil parada en boxes, Alonso volvió a pista en medio de un monumental atasco, sin nada que hacer más que dar vueltas impotente detrás de Petrov mientras Vettel se disparaba hacia el triunfo en la carrera y el campeonato.

 

Aquello fue un golpe tremendo porque, de nuevo, en rigor, no había sido culpa suya. El tercer mundial se esfumó tras todo un año liderando la clasificación y en ese momento Alonso se dio cuenta de que quizá no llegaría nunca. A partir de ahí, su relación con Ferrari, igual que había pasado con McLaren, se hizo difícil, quejumbrosa. De repente, todo estaba mal, nada valía, no había ambición… Red Bull sumaba título tras título y, sí, Alonso lo intentaba, pero sin éxito: en 2012 pudo haber conseguido el campeonato soñado. Lo volvió a perder en la última carrera.

Harto de segundos y terceros puestos, Alonso tomó una decisión insólita. Otra de esas decisiones con las que no esperaba que nadie estuviera de acuerdo: volvió a echarse a un lado. Si tan buenos se creían en Ferrari, que lo intentaran con otro. Consciente de que la Fórmula Uno se mueve por rachas inesperadas –un año, Honda es un equipo del montón y al año siguiente, arrasa; Red Bull no encuentra manera de meter a un piloto en el podio y de repente encadena cuatro campeonatos seguidos-, Alonso decidió marcharse a un equipo en ruinas, McLaren, con la esperanza de que su turno llegara tarde o temprano y seguro de que Ferrari no volvería a ganar en mucho tiempo.

Acertó en lo segundo –pese a la victoria de Vettel en Australia, pocos dudan de que este año será otro año Mercedes, el cuarto consecutivo- pero no en lo primero. Desde que Alonso llegara a la escudería británica, su mejor resultado ha sido un quinto puesto. La primera carrera de este tercer año ha acabado con un abandono cuando el coche dijo basta, después de una hora y pico defendiendo con las uñas el décimo puesto.

Lo que fascina de Alonso desde la distancia es precisamente esa mezcla de altivez, de resignación y a la vez de profundo empeño. Rosberg se fue a la primera y él, once años después de su segundo título, sigue luchando por conseguir un punto que no servirá para nada. Dijo este domingo el propio Webber que Fernando está harto, que posiblemente no acabe el año en McLaren. El propio Alonso ha dejado caer su retirada a lo largo del pasado invierno. Sin embargo, todo apunta a que necesita la velocidad como una droga, que necesita la competición, aunque sea una competición a distancia, un poco en la sombra, con sus pequeños retos y sus objetivos a corto plazo.

Cuando Mercedes se puso a buscar piloto que acompañara a Hamilton este otoño, el nombre de Alonso sonó de los primeros. Parecía una opción lógica. Fue el propio asturiano el que se ocupó de desmentirlo antes de que la bola se hiciera más grande: “Yo no corro para ayudar a nadie”. Exacto. De eso se trata. Al final, es una lucha a vida a muerte entre él y el cronómetro. Una lucha de un orgulloso a lo Paul Newman en “La leyenda del indomable”, capaz de comerse cincuenta huevos duros solo por demostrar que puede comerse cincuenta huevos duros.

Desde luego, hay mucho de indomable en Alonso y de ahí la gran cantidad de filias y de fobias que arrastra. De ahí, también, el respeto que muestran todos sus rivales. Con él no se juega. Podría haberse marchado hace tiempo y ahí sigue, amenazante, como si en cualquier momento fuera a decir: “No me toquéis mucho las narices o me voy a un equipo de verdad y me pongo a ganar carreras una tras otra”. Sin embargo, por lo que sea, no lo hace. Mejor décimo partiéndose el cobre que segundo de paseo en Mercedes.

En cualquier caso, nada acaba en Australia. Al contrario. El año no ha hecho sino empezar y el 9 de abril todos volverán a verse las caras en China. Ahí estará Vettel como líder del Mundial, Hamilton y Bottas como aspirantes y Alonso, con su McLaren, siempre dispuesto a dar guerra al que se le ponga por delante. Si se piensa, pocas figuras ha dado el deporte en los últimos años tan fascinantes y enigmáticas como el español. Un hombre para el que, en resumidas cuentas, lo fácil no tiene sentido. 

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(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.


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