A finales de julio vi Rotterdam, una comedia ligera montada en el Foro Shakespeare. No es una pieza memorable por su calidad dramática pero me interesa como ejemplo de los embrollos doctrinales en los que se han extraviado algunos ideólogos de la comunidad gay. De hecho, podría subtitularse “Tiro por la culata”, pues su autor, el joven dramaturgo Jon Brittain, pergeñó un panegírico de la frustración sexual en nombre de los ideales libertarios más radicales. Sinopsis de la trama: una pareja de lesbianas entra en conflicto cuando una de ellas, Fiona, anuncia a su novia Alice que después de una larga lucha interior ha decidido cambiar de sexo y a partir de ahora quiere llamarse Adrián. Alice quiere a Fiona tal como es, pero duda que la siga deseando después de la operación. No se atreve a romper con ella cuando el tratamiento hormonal empieza a transformarla, pero disgustada por su incipiente bigote y su áspera voz, la engaña con una compañera de oficina. El descubrimiento de su infidelidad provoca un pleito en el que Alice acusa a Fiona de no haberla tomado en cuenta cuando decidió volverse varón. Llevan tres meses sin hacer el amor, le reprocha, porque ya no la desea. Fiona intenta convencerla de que volverá a desearla cuando tenga cuerpo de hombre, porque a su juicio, Alice siempre ha sido straight. Ofendida por ese argumento bizantino, Alice la manda al diablo y se muda a casa de su nueva amante. Fiona cae en el alcoholismo y se impone la penitencia de salir a la calle con vestido y tacones, el peor autoflagelo imaginable para un macho en ciernes. Hasta aquí la verdad psicológica de la trama todavía sale indemne, pero en un vuelco melodramático metido con calzador, Alice hace un acto de contrición y vuelve abnegadamente a los velludos brazos de Fiona.
Si las preferencias sexuales son renunciables, como propone la obra, ¿por qué los homosexuales del mundo entero se han empecinado tanto en defenderlas? Cuando una mujer con alma de hombre o un varón que se siente mujer cambian de sexo, ¿no deberían aceptar la ruptura con sus parejas como consecuencia lógica de esa transformación? ¿Es lícito escamotear el dilema existencial que la propia obra insinúa? ¿Por qué no exponer con franqueza los riesgos de la transexualidad, como lo hizo Fassbinder en la película Un año con trece lunas? Desde luego, en las relaciones amorosas de cualquier tipo el espíritu de sacrificio se impone con frecuencia a la ley del deseo, pero ¿se puede presentar la inmolación de Alice como un final feliz? ¿No será más bien el principio de un calvario atroz?
La intromisión de la ideología en un drama o en una novela es inocultable porque falsea los móviles de la conducta. La metamorfosis de Fiona puso al dramaturgo en una disyuntiva comprometedora en términos de corrección política: si la condenaba a una soledad amarga, podía darle armas al enemigo, las fuerzas conservadores que tachan de patológica la transexualidad. Para curarse en salud y complacer a los quisquillosos profesores de Queer Studies prefirió desfigurar el carácter de Alice y hacerla abjurar de su lesbianismo. La principal bandera del movimiento gay es que ningún ser humano puede ser obligado a vivir en contra de su libido, pero, según parece, algunos legisladores de Sodoma quieren derogar ese principio básico. El desenlace de la obra refleja que Brittain temió herir a la comunidad transgénero y a sus simpatizantes, como si el público marginal a quien va dirigida la obra no supiera o no quisiera distinguir las figuras emblemáticas de los casos particulares. Ningún escritor teme exponerse a ese tipo de malentendidos cuando narra los conflictos de una pareja heterosexual, pero el autor de Rotterdam sabía que la comunidad lgtb está en guardia contra cualquier estereotipo degradante u ofensivo. Para ganarse su aplauso invocó la fuerza del cariño, el antídoto más eficaz contra los bajos apetitos carnales, según los preceptos de la vieja y represora moral judeocristiana. La concesión le funcionó: el público del gueto homosexual aplaudió a rabiar. Convertido en credo estético, el programa de lucha del movimiento gay constriñe la imaginación de los escritores sectarios al imponerles una falsedad autocomplaciente. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.