Al principio pensé que era vértigo, náuseas provocadas por la congoja que llevaba atorada en el pescuezo desde aquella mañana, cuando desperté obsesionada con la idea de investigar los nombres, edades y circunstancias en que fueron asesinadas las (hasta aquel martes 19) 84 víctimas de feminicidio registradas en el estado de Puebla, tan solo en 2017. Mara Castilla, la estudiante de diecinueve años desaparecida tras abordar un taxi asociado a la empresa Cabify, y cuyo cuerpo violentado fuera hallado el viernes 15 de septiembre, provocando protestas masivas en la Ciudad de México y en la propia capital poblana, era la víctima más reciente.
A la 1:14 de la tarde me encontraba tuiteando el feminicidio número 47 –el de María Azucena Lara, de veintiún años, quien a finales de mayo apenas llevaba cinco días residiendo en la ciudad de Puebla cuando fue degollada en el interior del cuarto que rentaba–. Empecé a sentir que el suelo se sacudía, y por un momento pensé que se trataba de un mareo, un acceso de angustia como los que había estado sintiendo a lo largo de aquella mañana al pensar en esas 84 mujeres asesinadas, en lo diferentes y, a la vez, semejantes que eran sus historias, hasta que escuché un estrépito de platos rotos y vi las lámparas de la habitación oscilar en preocupantes círculos perfectos.
Salí de la casa imaginando que las paredes en las que me apoyaba se me venían encima. No tenía idea de nada. El gato, impasible ante mis voces de alarma, permaneció arrebujado bajo las cobijas y se negó a salir de su escondite hasta bien entrada la tarde, cuando la luz eléctrica e internet volvieron al barrio. Son pocos los recuerdos que me quedaron de las horas inmediatas al sismo del 19 de septiembre: el súbito estallido de sirenas en el Periférico; las plegarias de mi vecina, devota evangélica, que más que rezar parecía predicar entre infieles, a mitad de la calle; la cara de alivio de mi hija cuando por fin logré llegar a su colegio; el fragor obcecado de los autos atorados en el tráfico de las avenidas sin semáforos de Cholula. Porque la realidad de las polvaredas y el pánico y el llanto y las montañas de escombro y fierros retorcidos y los cuerpos atrapados debajo, en las calles del antiguo DF, o ahí mismo en Puebla y en los municipios de la Mixteca, no me golpearían sino hasta varias horas más tarde, cuando finalmente salí del shock inicial y se me ocurrió encender la radio: Álvaro Obregón y el colegio Rébsamen, escuché; la fábrica textil de Chimalpopoca y Bolívar. La Roma y la Condesa. Iztapalapa. Las noticias se concentraban en el horror que tenía lugar en la capital del país, pero poco a poco se filtraron noticias del centenar de municipios afectados en el estado de Puebla. Aquella noche me dormí pensando en Atzala y en la docena de fieles que murieron mientras celebraban el bautizo de una nena en la iglesia de Santiago Apóstol.
Los recuerdos más dolorosos que tengo del sismo son casi todos ajenos, mediados por pantallas: imágenes llenas de espanto, impotencia y desesperación, pero también de altruismo, sacrificio y una esperanza desgarradora cuya belleza me marcó más que cualquier cosa que pude atestiguar en persona. Jamás olvidaré, eso sí, la culpa que sentí durante las noches que siguieron al terremoto: de poder abrazar a mi hija y a mi esposo; de tener una cama abrigada y un techo que nos protegiera; de no poder ayudar lo suficiente; culpa de que no nos faltara nada, de que estuviéramos completos e incluso ansiando el regreso a una supuesta “normalidad” que, muy pronto me daría cuenta, no iba a ser el consuelo que mi fantasía maquinaba. Porque cuando el lunes 25 me obligué a reanudar el conteo de feminicidios poblanos, cuando me dispuse a tuitear el caso número 46 –el de Yolanda Badillo, asesinada, también en mayo, también degollada, en su propia casa en el municipio de Zacatlán–, me enteré que en esos días de luto nacional, cuando México parecía haberse convertido en el país que todos anhelábamos (valiente ante el caos; desprendido ante la necesidad ajena; e infatigable a pesar de las carencias, las dificultades y la franca indolencia de nuestras autoridades), tres mujeres más fueron brutalmente asesinadas, tan solo en el estado de Puebla.
Este despertar a la “normalidad” ha sido áspero y violento: como salir de un sueño terrible pero esclarecedor, y despertar en una pesadilla cuyos bordes se confunden con el mundo verdadero. ~
(Veracruz, 1982) es periodista, editora y escritora. Este año publicó dos libros: Aquí no es Miami (Almadía/Producciones El Salario del Miedo/UANL) y Falsa liebre (Almadía)