Es un mismo olor a madera quemada, aceite hirviendo y salitre. Quioscos endebles a la orilla de la carretera con sillas de plástico curtidas sobre el suelo de tierra arenosa. Ves la panza dura de hombres y mujeres que tendrían su tarjeta de cliente frecuente, el surfista, el conductor de autobuses, la familia con cinco niños endemoniados que se pelean por subir a una palmera –ojalá, piensas, para romperse la cabeza–. Pero es el olor lo que me lleva en un Monza junto a mis padres hasta El Guapo, en el oriente costero de Venezuela, y de ahí a Santa Marta y a la Guajira en una camioneta de Marsol con L.
He estado tantas veces aquí.
No precisamente en las playas de Piñones, a veinte minutos de las autopistas de San Juan de Puerto Rico, pero sí entre este humo que huele igual en todo el Caribe y te empaña las retinas. Este humo, el mensaje cifrado que dejaron en herencia los esclavos para que los blancos viniéramos a la orilla a sentir que nos falta color. Porque si para broncearse basta acostarse bajo el sol, para ponerse negro hay que ahumarse frente a estos quioscos y comer la fritura que corresponda.
Tú sabes que en esta isla la melanina se lleva por dentro.
Dice Mayra, tan negra por donde la mires y tan boricua como Paxie, el amigo que ya me acompañó hace unos meses a comer chuletas fritas. Y aquí estamos otra vez, a meternos colesterol y melanina. Podría hablarles del bacalaíto que hay en el centro de la foto. Harina, cilantro, cebolla y trozos de bacalao, todo en aceite hirviendo, pero atención a las dos frituras de cada costado: se llaman alcapurrias y se rellenan de lo que ustedes quieran. Las mías son de jueyes, cangrejos que abundaban entre las cañas de azúcar de la isla y ahora traen de contrabando desde Venezuela.
La masa está hecha de plátano verde y yautía, una suerte de tubérculo que en Venezuela llaman ocumo y va cambiando de nombre desde Filipinas hasta África subsahariana. Y hay que estar muerto de hambre para pensar que hirviendo durante horas ese cormo duro uno va a obtener alimento. Hay que ser esclavo. Plátano verde, yautía, achiote, sal, agua y frío para que coja buena textura. La masa se extiende sobre una hoja de almendro o de uva de playa, el relleno va al centro, se usa la hoja para cerrarlo todo, y al caldero –mientras más negro y abollado, mejor–.
Doña Eva las saca al cabo de ocho minutos y aunque escucho el susurro del aceite burbujear sobre la masa, meto el primer mordisco. Quemarse la boca como un pendejo es menester en el mundo de los fritos, llámense piononos, carimañolas o patacones. Y las alcapurrias valen esta llaga que llevo en la lengua. Aquí no hay harina sino manos amasando y la yautía, muy cargada de almidón, es clave en la textura final, suave, realmente delicada. El cangrejo tiene el sofrito de siempre, sal, tomate y cebolla, pero he llegado a pensar que el verdadero ingrediente secreto es el rastro del salitre en el aire.
Quemarse también es un gesto de respeto histórico para que el espíritu de los esclavos que sufrieron bajo este sol se rían de uno.
Le falta color.
Dicen entre carcajadas, con un plato lleno de alcapurrias y el consuelo de que en el cielo las frituras no engordan.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.