Días atrás, Jimena Duarte, reportera de Excélsior/Grupo Imagen fue detenida mientras portaba un uniforme e insignias oficiales de la Secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad de México, por lo que fue presentada ante un agente del Ministerio Público por la comisión de un delito.
La periodista había incurrido en usurpación de funciones, de acuerdo con el Código Penal local que impone de uno a seis años de prisión a quien sin ser servidor público se atribuya ese carácter y ejerza alguna de las funciones de tal, así como a quien utilice placas, distintivos, insignias, siglas o uniformes de instituciones de seguridad pública, a las que no tenga derecho.
La asignación periodística no era sólo conocida por su medio y sus jefes, pues desde el 27 de abril pasado, Duarte publicó en su cuenta de Twitter una fotografía en la cual se veía una placa de la policía con el número 551050 y una chapa con el nombre “J. Duarte R”. La reportera fue detectada cuando tomaba fotografías y video dentro de las instalaciones de la policía capitalina, pero según el parte de su detención, no supo explicar su proceder. Sólo dijo que laboraba en el periódico Excélsior y que no sabía que era un delito lo que estaba haciendo. Más tarde, argumentó que elaboraba un reportaje que pondría en evidencia la facilidad para adquirir los uniformes policiacos.
La prensa –según el investigador Raúl Trejo Delarbre–, lejos de la autocrítica, llega a ser oficio en las tinieblas, en lo que a pautas de conducta se refiere. Como tal no existe al interior del medio un código de prácticas o de ética en el que se discurra sobre la aproximación del periodista a las fuentes ni una postura acerca del engaño en el proceso de obtención de la información. Podría argumentarse que en ocasiones el reportero debe echar mano de recursos debatibles para conocer hechos u obtener datos a los que de otra manera sería imposible acceder. Pero la cuestión no está en lo que se puede o no descubrir, sino en lo que es ético y legal.
En su libro Los renglones torcidos del periodismo, José Manuel Burgueño recoge una reflexión sobre por qué los medios deben apartarse de las prácticas de mentir sobre su identidad y las técnicas encubiertas. “En primer lugar –se lee–, porque en la mayoría de los casos hay otras formas de obtener la información; el engaño es simplemente un atajo. Segundo, porque crea un entorno que tolera la mentira”.
En esa misma línea, Juan Luis Cebrián reflexiona en que hubo un tiempo en el que los periodistas nos dedicábamos a contar las cosas que sucedían. Sin embargo, la lógica editorial de Excélsior/Grupo Imagen no hay que esperar que las cosas ocurran, sino que hay que provocar que ocurran.
¿Qué hay de Günter Wallraff, quien defiende la inmersión como legítima para investigar? Pues bien, ahí el colombiano Javier Darío Restrepo cree que el periodista construye su credibilidad con trabajo constante y arduo a lo largo de toda su vida profesional. No actúa, ni se disfraza, ni engaña; vive la situación de los que son objeto de su información. No roba una identidad, la asume con todos los riesgos.
María Dolores Masana, exvicepresidenta de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España, sostiene que la supervivencia del periodismo depende de la responsabilidad ética que los medios asuman respecto a los derechos de los ciudadanos a recibir una información veraz mediante una buena praxis de la profesión. Por eso, para ella no todo vale en el periodismo, sobre todo cuando hablamos de prácticas ilícitas que rozan el delito.
Para saber si un acto como el urdido en Excélsior es éticamente correcto o no, miremos las consecuencias, además de la constante caída en picada de su credibilidad.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).