Álvaro Uribe
Caracteres
Ciudad de México, Alfaguara, 2018, 162 pp.
El hombre es necio, qué duda cabe. Unos más, otros menos, pero todos necios. Se requiere cierta necedad para porfiar en esta vida llena de noches, obstáculos, enfermedades y sinsabores. Si la cosa sale bien, a la necedad le llamamos voluntad, tenacidad. Si a la larga las cosas salen mal, a la necedad le llamamos estupidez o vicio. Álvaro Uribe, observador agudo de nuestras costumbres, se propuso reunir en un volumen un divertido conjunto de retratos de gente necia.
Caracteres tiene muchos abuelos y un solo padre: Álvaro Uribe, moralista a su pesar. Señalo primero a los abuelos cercanos: Augusto Monterroso y Jorge Ibargüengoitia. De ellos le viene al autor el arte de transformar su mal humor en observaciones graciosas, irónicas, sarcásticas. Abuelo de este libro es sin duda Gustave Flaubert y su Diccionario de los lugares comunes, compendio de la ignorancia, la pedantería y la estulticia humanas. Y, por supuesto, abuelos son también, en mayor medida, La Bruyère, autor de Los caracteres o las costumbres de este siglo, y el sabio Teofrasto y sus Caracteres morales. De esta vasta tradición abreva el libro de Álvaro Uribe.
En su concisa introducción (que debería ser modelo de todas, pues lo que quiere el lector es entrar en materia), Uribe apunta sobre los Caracteres de Teofrasto que “comienzan con una definición del vicio o el vicioso estudiado […] y proceden con rigor silogístico hasta su condena final”, para luego describir en una nuez lo que define a los caracteres descritos por La Bruyère: “acumulan párrafos de diversas extensiones y abundan en pérfidos retratos de personajes con nombres antiguos”.
Si Teofrasto nos legó treinta bosquejos o caricaturas de personajes y La Bruyère 1,120, Uribe aporta cincuenta retratos a esta ilustre galería. Quien la recorra encontrará en ella todo tipo de actitudes, manías, costumbres, prejuicios y necedades, no solamente referidas al mundo literario –aunque sean de las más numerosas– sino al mundo en general. Se topará, por ejemplo, con Brabante el feriante (al que se le ve en todas las ferias del libro), Pulido el sentido, Herrante el abajofirmante, Reynoso el supersticioso, Nicanor el objetor, Arizta el turista (que ante el célebre fresco de Simone Martini exclama “qué pintorazo”); Plutense el antihollywoodense, Amaral el escritor profesional, Lotario el plagiario, Calero el tuitero artero y otros más. Uribe no pretende con estos retratos moralizar o corregir, “lejos de mí el deseo de instruir a nadie con mis escritos”. Su propósito es otro: dotar al lector “de un espejo de mano donde pueda examinar con otros ojos las imperfecciones de su propio maquillaje”. Tampoco instruir, que ese no es el fin de la literatura. Uribe tiene muy claro que la lectura no es “capaz de mejorar éticamente a los lectores”. Lo que se corrobora al constatar que los pueblos históricamente más cultos no han sido precisamente los más pacíficos, ni los más justos. Uribe critica y ridiculiza “los defectos ajenos […] para lamentar y acaso redimir los propios”.
De la amplia variedad de caracteres que Álvaro Uribe retrata en su libro, dos destacan por su reiteración y vehemencia: el becario y el crítico. El becario por cínico y el crítico por impertinente. El becario suele ser de izquierda. Con una mano recibe el dinero del Estado y con la otra escribe líneas fulminantes contra él, como es el caso –fácilmente reconocible en el medio– de “la poeta, becaria también y a mucha honra, que versifica la muerte”. Aquella que, ante las acusaciones de incongruencia, suele repetir como mantra que el Estado de- be corregir las injusticias del mercado. Aunque nadie lee los libros que publica, ella seguirá escribiéndolos “mientras las instituciones me mantengan con el dinero de la gente”. Si al becario se le pide que explique las responsabilidades del gobierno y el Estado “te aclara, rabioso, que no es lo mismo. Pero enmudece si le pides de buena manera que te explique por qué”. Álvaro Uribe, becario él mismo, miembro desde hace años del Sistema Nacional de Creadores de Arte, lo tiene muy claro: “Para ti el Estado es una entelequia y solo existen los funcionarios. Y si les aceptas dinero, también estás aceptando el gobierno para el que trabajan.”
La otra diana frecuente de sus dardos son los críticos. La crítica es, para Uribe, “como la hiedra o la sanguijuela, una entidad parasitaria”. El crítico es un escritor, “o para mayor exactitud: cree ser un escritor”. Al argumento de que la crítica ayuda a mejorar al escritor criticado, responde que eso es “como los padres que golpean a sus hijos para corregirlos”. El crítico, en fin, es para Uribe, “un escritor frustrante”. Y si yo ahora, como crítico literario, no respingo ante tamañas descalificaciones es porque, parafraseando a Horacio, nadie se reconoce en su propia caricatura.
Caracteres abunda en observaciones agudas, valiosas en este tiempo en el que “resulta que todos somos expertos en todo”. Añadiría, además, que lo hace con gran estilo si no fuera porque Uribe piensa que “cuando la crítica se demora en ponderar el estilo de un autor es para sugerir o de plano afirmar que este no tiene nada que decir”.
Encontramos así a Bartoloche que ama tanto a su coche que nunca lo usa para protegerlo; a Vicente el intransigente que jamás cede “porque siempre tengo la razón”; a Pío el baldío, implacable “siempre, por supuesto, que se tratara de lo que hicieran los demás”; a Plutense el antihollywoodense que sin rubor afirma que “para cine, el de Irán”; a Nepomuceno el hombre bueno que “descubrió la bondad cuando ya se había cansado de cometer el mal”; a Lotario el plagiario “especialista en plagiar a sus contemporáneos y luego acusarlos de ser ellos quienes lo plagian a él”; a aquel poeta novel al que le costaba distinguir a Rambo de Rimbaud…
Caracteres se inserta en la tradición de los retratistas morales y al mismo tiempo la renueva. Apunta y, en la mayoría de los casos, atina al blanco. No hay amargura, sello del moralista, en sus páginas. Escribe con soltura y un ácido buen humor que el lector agradece. Como en el caso de Pascual el espiritual, que en su Manifiesto del insatisfecho deja asentado que “nada, ya nada a mi edad, / ni siquiera la opulencia, / me da felicidad”. ~