El infierno tan temido

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Un periodista sin excesivos escrúpulos convirtió en declaración formal algo que le dijo el papa Francisco en charla privada: que las almas que eligen no arrepentirse al morir, no son castigadas pues “no hay infierno” y que simplemente “desaparecen”. Obviamente se armó en Roma un putiferio importante, superior a cuando Ratzinger, el papa previo, consideró que no hay tal lugar como el limbo. El Vaticano azorado urdió una salida de escuela Montessori: el infierno es lo que cada quien elige desde su personal “responsabilidad”. Aunque la verdad es necia tal incapacidad para el arrepentimiento: si está muriendo uno, ¿qué más le da pedir perdón y comprar seguro de muerte? (mejor tenerlo y no necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo). Y los teólogos sudorosos volvieron a la vieja conjetura en el sentido de que, como Dios nos perdona todo pues nos ama tanto y da boletos multipass, de haber infierno estará vacío.

Lo supo el Ariel del próspero Shakespeare: el infierno está aquí y los demonios están entre nosotros. El infierno son los otros, dijo Sartre, tan puro él. El infierno es uno mismo, dijo el Edward de Eliot bebiéndose un cocktail. Antes, Milton pensó que la mente individual Can make a Heav’n of Hell, a Hell of Heav’n. Rimbaud fue más allá: “Me creo en el infierno, ergo, estoy en él.” Para López Velarde “el infierno en que creo” se localiza entre dos “fértiles bustos” y se mueve como las hormigas. Villaurrutia lo atisbó en el orgasmo que junta “un cielo alucinante y un infierno de agonía”. Y Borges juzgó que “El hoy fugaz es tenue y es eterno; / otro Cielo no esperes, ni otro Infierno”. Y Auden vio en el fascismo el empeño para lograr que el infierno exista de veras…

En fin que, según los poetas, teólogos avanzados, más que un lugar el infierno es un estado de ánima. Pero echo ya de menos la desintegración de la escatología, arrasada por el racionalismo y por la laxa teología contemporizadora. Fue raro leer eso del papa al mismo tiempo que el Infierno de Dante (esa Biblia alternativa, dice Jung) en las redes, retuiteaba el Malebolge. Un infierno magnífico y bien organizado, un all inclusive del sufrimiento absoluto con cien opciones de tortura, jacuzzis llenos de cal viva, cloacas de sangre, cadenas y caca. ¿Tardará en llegar la película de Pixar?

Educado en un catolicismo simplón y provinciano, viví mi infancia aterrado por el infierno. La prédica catequística era que el infierno consiste en el alejamiento de Dios, más que en la cercanía de la lumbre. Pero como la lumbre se ve y se siente, me sentía hereje y así más la aproximaba, por lo que fui viajero frecuente al confesionario. De ahí que no deje de sentirme despojado de la imagen del infierno que me insuflaron la iconografía y los curas, ni de los años de angustia escuchando prédicas canónicas como la que le asesta el cura a Stephen Dedalus:

El infierno es una prisión oscura y hedionda, un recinto de demonios y almas perdidas, lleno de lumbre y humo. La estrechez de esta prisión fue diseñada por Dios para castigar a quienes no obedecen su ley. Los prisioneros son tantos que están amontonados unos sobre otros entre unos muros que tienen cuatro mil millas de anchura. Están tan amontonados que ni siquiera pueden quitarse del ojo al gusano que los horada. Es oscuro porque, recuerden, el fuego del infierno no da luz… El hedor es terrible. Todo el hedor del mundo, hedor de vísceras y podredumbre, se acumula en ese drenaje de peste innombrable. Los cuerpos de los condenados exhalan un olor tan pestilente que, como dice san Buenaventura, uno solo bastaría para infectar al mundo entero. Imaginen un cadáver pútrido y descompuesto en la tumba, una masa de descomposición gelatinosa. Ahora imagínenlo entre las llamas que lo incineran con azufre vivo, lanzando nubes abominables. Y luego imaginen esa peste multiplicada por un millón y luego por un millón más que sale de millones de fétidos cadáveres amontonados en la oscuridad. Si imaginan esto, tendrán una idea leve del infierno. Y eso no es lo peor: lo peor es la lumbre. Pongan un dedo en la llama y sentirán el dolor de la quemadura… Pero ese es fuego bueno, creado por Dios para beneficio del hombre. El del infierno es otro, creado para torturar al pecador sin arrepentimiento. El fuego de la tierra se consume combustible. Pero la lumbre sulfurosa del infierno ha sido diseñada para arder para siempre con eterna furia. Y ahí los condenados se torturan unos a otros, se aúllan y gritan unos a otros, lo que multiplica la furia y el hedor y la violencia y el tormento de todos, en compañía de los demonios…

Creyó morir, el pobre Dedalus. Y luego –como yo– prefirió a la Virgen, que todo lo arregla. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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