Chopin al piano / IV

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Estatua de George Sand en los jardines de Luxemburgo.

En 1834, en 1835, en 1836, Chopin sale por temporadas de Paris para efectuar muy viajadas, aplaudidas, no mal retribuidas pero fatigantes performances en salones y teatros de Europa. Ha habido en esas giras momentos felices: se ha reunido con sus padres en Karlsbag, la ciudad de veraneo en Bohemia; en Viena lo ha interpretado y elogiado la gran pianista Clara Wieck, futura esposa de su ya admirador Robert Schumann; en el festival de Aix-la-Chapelle, Mendelssohn, después de criticar su “manía parisina de tocar con una pose de desesperado”, lo dizque glorifica declarando: “La forma de tocar el piano de Chopin nos deparó tantas sorpresas como las ofrece el fantástico violín de Paganini”.

Frederick, retornado a París cuya élite ya lo adora y lo tiene por la coqueluche del día, pero en el cual aún se siente incómodo (demasiada gente, demasiado ruido, demasiado aturdidor mundillo salonnier, ¡y esos populares y atroces orgues de Berberis, es decir organillos de manivela, que chabacanamente reproducen algunas de sus mazurkas!), se multiplica dando lecciones de piano a señoritas cloróticas, señoras linfáticas y mimados niñitos necios, y en las altas noches se desvela fatigando el teclado y la pluma para componer piezas como los maravillosos dos Nocturnos opus 27 que en Leipzig habrán de extasiar a Schumann. Muy pronto se recrudece su mal del pecho y, en un librito de notas y entre golpes de tos, redacta cartas en el modo “tenebrista” de Petrus (“el Licántropo”) Borel: “Anoche he dado mil vueltas sin poder dormir en una cama de miserable hotel en la que no sé cuántos cadáveres habrán yacido con el puñal en el pecho y…” Y se dice que llegó a pensar en el suicidio.

La elegante primavera parisina, la entusiasta admiración y amistad del siempre amigo Franz Lizst, más acaso los ocasionales jolgorios libertinos pagados por éste, eximieron a Chopin del pistoletazo en la sien y del trago de veneno, y lo reanimaron hasta el grado de dedicarse a pretender con buen éxito a la bella Maria Wodzinska, una elfa de 17 años, hija de pudientes exilados polacos; pero el previsto suegro, al saber de su mal del pecho, le cortó el noviazgo y le cerró la tapa sobre el marfilino teclado del Pleyel anunciado litográficamente en las publicaciones cultas: “Para el deleite de quien puede darse el lujo exigido por su buen gusto, nuestro pianoforte es toda una orquesta de salón en un solo mueble”, etc.

Decepcionado, vuelto a la palidez por una tristeza wertheriana que le aportaba un aire a la vez frágil, tenebroso y trés romantique, el incauto muchacho polaco ya estaba precisamente en punto de perfección para ser absorbido en el voraz seno de la escritora de pantalones estrechos, de sombrero de copa y aromático cigarrillo en larga boquilla de marfil: la misma tierna vampiresa literata de quien el poeta Baudelaire escribiría tras acariciar el pomposo flanco de Jeanne Duval, su amada, su idealizada y sublimada puta mulata: “Que algunos hombres hayan podido enamorarse de George Sand demuestra la bajeza a que han llegado los hombres de este siglo.”

Y… Alea jacta est. El pianista y la dame écrivain se reencuentran en una tertulia de amigos a la cual ella acude estratégicamente ataviada de folclórica campesina polaca para escuchar las proezas musicales ejecutadas a cuatro prestidigitadoras manos por Liszt y Chopin y para, de paso, seducir a quien ya ha decidido que aunque él se oponga, él será de ella o de ninguna pues ¡qué se habrán creído esas ridículas burguesitas suspirosas que no entienden de arte, de letras, de amor, de rien, mais de rien de tout!

Se ha dicho, y tomémoslo por digno de crédito aunque sea esbozando un gesto de tongue in cheek, que George Sand eligió a Chopin para un amasiato que no escandalizaría a un París amante de los idilios algo bizarres: a él le habría tocado el papel femenino y a ella el papel masculino. Como quiera que sea, el de los esguinces tímidos y reticentes es Fréderick, que moralmente es bastante conservador, y la de los briosos arrebatos pasionales, la protectora económica y la principal publicista y sostenedora de la vida doméstica del artista, es la señora o exseñora Sandor, que gana muy buen dinero gracias a sus novelas, esos best-sellers de la época que hoy, por lo visto, sólo lee Christopher Domínguez Michael.

La relación de esta pareja satisfactoriamente dispareja, iniciada en el verano de 1838, cuando se instala en compañía de los hijos de ella en Nohant, durará unos ocho años, en los cuales la pasión de la Sand irá derivando hacia un sentir maternal. En cartas de 1847 a Grillmazer, a quien trata de “querido esposo”, George confiesa: “Hace siete años que vivo como una virgen para él y para otros. Quiero a Chopin como si fuese el mayor de mis hijos”.

Comenzaron su vida de pareja instalados en París, en viviendas contiguas y en compañía de los niños, con quienes Fréderick se siente a gusto como si fuese un amable hermano algo mayor. Los veranos, con sólo un desdichado y tosedor intermedio en la isla de Mallorca, los pasarán en Nohant, la finca de ella, en el corazón del condado de Berry, y allí reciben a ilustres amigos de los dos, como la fervorosa condesa D’Agoult, el infaltable par y fan Liszt y el gran pintor Delacroix, que los retrata al lápiz o al óleo. Y hay que decir (aunque esto contraríe nuestra poca simpatía por la dama de Nohant) que en esa etapa nohantiana logra Chopin componer mucho de lo mejor de su obra. En 1838 ya ha completado sus Estudios Op. 25, dedicados a la condesa d’Agoult, y en 1840 compone el Trío de la Marcha Fúnebre, que, inicialmente compuesto en homenaje a los levantamientos polacos de 1830, pasaría a formar parte de la Sonata Op. 35.

Y dejemos por ahora a Chopin retornado a la vida de familia, haciendo cantar el piano en el ambiente plácidamente rural de Nohant, y a su maternal señora Sand llamándose George y escribiendo gananciosas novelas en la línea fronteriza entre romanticismo y costumbrismo.

(Continuará)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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