Luisgé Martín o la introducción a la vida futura

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Luisgé Martín

El mundo feliz. Una apología de la vida falsa

Barcelona, Anagrama, 2018, 168 pp.

Este ensayo literario de Luisgé Martín –quien ya en su obra anterior, El amor del revés, se sumergió en las aguas gozosas de la no ficción– nos lleva inevitablemente desde su título a pensar en la novela de Aldous Huxley. En la narración del escritor británico, la felicidad parece estar reñida con la esencia misma de la humanidad, que tan a menudo implica sufrimiento y sacrificio. En el mundo ficcional que imagina Huxley no se procrea por las vías tradicionales sino in vitro, y el enamoramiento está prohibido por los malestares que conlleva. Todos los individuos, sin importar la casta a la que pertenezcan (alfa, beta, gamma, delta y épsilon), son dichosos gracias en parte al soma, una pastilla que proporciona la felicidad. Por muy distópica que en su día fuese esta obra de Huxley, la sociedad que imagina cada vez está más vinculada con la nuestra, al menos en los intentos de solucionar los males que la aquejan; basta con pensar en el ascenso en el consumo de antidepresivos y ansiolíticos en las últimas décadas a nivel mundial.

En las primeras páginas de El mundo feliz, Luisgé Martín nos plantea la pregunta principal que lo llevó a escribir este libro: ¿A qué sería necesario que renunciáramos para extirpar de raíz el sufrimiento vital? En su periplo intelectual para averiguarlo, al autor lo acompañan y arropan lecturas de Camus, Hobbes, Rousseau, Cioran, Canetti y Yourcenar, o fábulas audiovisuales como Matrix y Black mirror, que también plantean directa o indirectamente la pregunta que vertebra su ensayo. A la hora de ofrecer posibles respuestas para atenuar lo difícil de la empresa de vivir, el autor nos sugiere que, más que como humanos, nos pensemos como “agrupaciones complejas de células”. Esta posición le permite arremeter contra esos dogmas de fe románticos que convierten al ser humano en un “semidiós de pies llagados” y contra los valores del cristianismo en relación con la trascendencia, sin olvidarse del sufrimiento que también pueden llegar a causar los deseos similares que alberga el “alma laica”.

Como leitmotiv presente en todos los capítulos, Martín emplea esta frase provocadora: “La vida es, en su esencia, un sumidero de mierda o un acto ridículo.” Ante ella habrá lectores que se pongan en guardia, pero para todos será inevitable seguir leyendo y asistir al desarrollo de este pensamiento de radical pesimismo. Martín sostiene que, para poder vivir sin enloquecer, empleamos la “suspensión voluntaria de la incredulidad”. Esta expresión la acuñó el poeta inglés Samuel T. Coleridge para describir nuestra relación de entrega a los textos literarios y, de acuerdo con Martín, es ese mismo instinto de suspensión de la incredulidad lo que el pesimista tiene dañado, aunque esto no le extirpe las ganas de vivir. Sin embargo, nadie ha de engañarse pensando que este ensayo es triste y tanático; al revés, está lleno de amor por la vida y es, ante todo, un texto valiente, provocador y repleto de preguntas pertinentes, que nos invita a “estar a solas con nuestra naturaleza biológica” y a modificar para bien nuestra inteligencia moral, si es que no hemos comenzado a hacerlo ya. Quienes se escandalicen ante sus propuestas, probablemente dejen de leer antes de acabar el segundo capítulo.

Cada una de las partes del ensayo analiza una serie de valores en apariencia incuestionables como la bondad humana, la felicidad o el trío de ideales de la Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Destacaría el capítulo dedicado a la autenticidad, pues es al analizar este supuesto valor cuando Martín se aproxima más a responder a la pregunta que formula el propio ensayo: sobrevalorar la autenticidad, la “mística de la identidad humana”, no nos permite liberarnos del sufrimiento. En conexión con esta pérdida de autenticidad liberadora el autor nos introduce en las ideas del transhumanismo, movimiento que, al abogar por la posibilidad de transformar la condición humana mediante el desarrollo de la tecnología, renuncia por completo a aquella mística.

En el último capítulo, titulado “El mundo feliz”, Martín se atreve a apuntar las características de ese nuevo mundo, que tendrá todas las ventajas del que conocemos pero ninguno de sus inconvenientes. Aquí echamos de menos una deriva cienciaficcional en la que desarrollase, no en uno solo sino en varios capítulos, las características que apunta –“los sentimientos tendrán remedios farmacológicos o quirúrgicos” o “el sexo dejará de ser reproductivo”–, similares algunas a las del mundo que creó Huxley.

Es también en esa última parte donde somos plenamente conscientes de lo ambicioso de los temas que toca el ensayo que, de haber sido planteado de un modo más académico, incluiría una extensa bibliografía final sobre transhumanidad y poshumanidad en la que probablemente estarían Peter Sloterdijk, Robert Pepperell, Fukuyama, Habermas o Katherine Hayles.

Pero la intención del autor no ha sido escribir el ensayo definitivo sobre el transhumanismo y el poshumanismo, sino invitar a sus coetáneos a iniciarse en “los debates éticos que las nuevas realidades tecnológicas y sociales crean en nuestra época”, en sus propias palabras. Si de algo nos quedan ganas al terminar de leerlo es de acercarnos, de nuevo o por primera vez, a Un mundo feliz de Huxley y a otros tantos títulos filosóficos y de ficción. Un libro que abre el apetito lector es siempre un libro que merece la pena, y este que nos ocupa es la puerta de entrada –dotada de un futurista código de acceso, no de aldaba de bronce envejecido– a asuntos que ya nos tocan muy de cerca. ~

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