Una radio, un radioescucha

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No es raro encontrarse en el transcurso de, digamos, una semana, alguna conversación que incluya la frase “…si fuéramos Noruega”. El recurso, conocido por todos, cuestiona las condiciones de este país y pretende servir de parámetro concreto para alguna hipótesis incom- probable. Bueno, está usted por enfrentarse a su cuota semanal de comparativos transnacionales: si fuéramos Noruega, solo el 6% de la población escucharía la radio.

El porcentaje no es arbitrario y, en este caso, la mención específica a Noruega tampoco lo es. Como cualquier comparativo de este tipo, hay una explicación latente. Porque la radio en México es una presencia fiel –telón de fondo y diálogo activo– en la vida cotidiana. Hay datos que lo corroboran. Una encuesta del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), por ejemplo, indica que más de la mitad (el 62%) de los hogares de este país hasta hace dos años tenían un aparato de radio. Si bien la televisión campea con soltura en las preferencias de atención (hay en el 96% de los hogares y 1.9 televisores en promedio por casa), las bandas AM y FM parecen estar vivas y activas entre las familias mexicanas. Aunque, claro, si fuéramos Noruega la mayoría de esos hogares estaría usando la televisión como principal medio de información y de contacto. Porque, a partir de diciembre del año pasado, el país nórdico dejó de utilizar la banda FM para sus cadenas nacionales de radio. Dieron el salto hacia la radio digital en pos de mejor calidad en las emisiones y mayor ahorro económico. Tardaron un año en migrar y el proceso no estuvo exento de protestas por la cobertura incompleta y los altos costos de los nuevos aparatos o los adaptadores para los antiguos, y eventualmente de una caída en el número de escuchas: un reporte local citado por The Guardian habla de 10% menos de la audiencia total y 21% de escuchas menos para la estación pública nacional. El punto de esta comparación, si bien forzado, es resaltar que la radio en México, no obstante su respetable aspiración de ubicuidad, no necesariamente vive un contexto holgado y quizá menos aún la radio pública.

Usted, seguro, la tiene: su estación, su programa y su costumbre –o se deja acompañar por las preferencias radiofónicas de alguna otra persona–. O la tuvo y ya no más. Según la encuesta realizada por el Instituto Mexicano de la Radio en 2013, siete de cada diez personas escuchaban radio. Tres años después, en el estudio que levantó el IFT, el porcentaje es menos halagüeño: el 41% de las personas escuchan radio en su día a día. Más allá de las inferencias superficiales, el camino descendente no es del todo insospechado: la tecnología le niega a la radio tradicional su preeminencia. No todos los dispositivos cuentan con antena para escuchar radio sin gastar la cuota de datos y la costumbre natural es reproducir música en el teléfono. Los datos dicen que la casa y el automóvil siguen siendo los sitios naturales de la escucha y, quizá sin que nadie se sorprenda, casi tres cuartas partes de los habituales usan la radio para dos cosas: música y noticias. Dice otro de los estudios que las preferencias están abrumadoramente puestas en la frecuencia modulada (cuatro contra uno del AM, números más, números menos). Un dato más que atañe a la radio pública es uno mencionado ya hace mucho tiempo: el porcentaje de gente afín a “programas culturales”, o a otro tipo de contenidos que no caigan dentro del combo música y noticias, va ladeándose hacia la cifra de un dígito. El IFT anunció que en el segundo semestre de este año habrá licitación para ofrecer nuevos espacios en el espectro radioeléctrico como parte del Programa Anual de Uso y Aprovechamiento de Bandas de Frecuencias 2018; más ofertas, en teoría, para un público que, parece, a cuentagotas se hace menos. Una línea hacia arriba –el incremento de estaciones–, otra línea hacia abajo –el total de audiencia– y una más hacia arriba –la oferta de dispositivos y tecnologías digitales vinculadas a internet–. Ese es más o menos el panorama graficado que rodea a la radio pública en México. Y ante esto, qué. Desde el puesto común y corriente del radioescucha, lanzo una que otra consideración.

Para la radio pública los oídos que buscan música y noticias están ganados y precisan, en todo caso, ser procurados, mantenidos. La lucha en esos dos ámbitos altamente populares está en combatir la complacencia. El campo minoritario de “lo que no es música ni noticias” es justo donde la oportunidad es vasta y la deuda grande. Liberada de la presión de la rentabilidad extrema, este tipo de radio está al mismo tiempo compelida por principio a dar cabida a lo que el espectro comercial deja de lado. Si bien hay excepciones importantes, esa Cultura ahí representada, históricamente, sesga con fuerza hacia la C mayúscula –música clásica, literatura en clave engolada, alguna historia local o universal–. Ese abismo que se abre entre las dos versiones de cultura se ve retratado de manera puntual en la radiofonía no comercial y es una pena.

((Un punto importante –que no es carencia por omisión sino por pérdida de costumbre– es la dramatización y la radionovela. Género bellísimo y de potenciales insondables, se echa en falta, en esta época de vuelta a lo seriado y al consumo por entregas, una exploración desde las ondas que actualice eso en lo que fuimos potencia.
))

 ¿Para cuándo tratar al deporte, a la historieta, la ciencia ficción, el ensayo personal, la crónica, el documental no noticioso, la vida minúscula, la sociología de los objetos, los excesos, la comedia sin imponerle el ribete dorado ni la felpa verde? La comparación siempre es odiosa pero no deja de ser útil: pienso en la bbc con sus series Documentary o The Essay, en la histórica serie de ciencia ficción de la radio española Cuando Juan y Tula fueron a Siritinga, o en el trabajo de relatos y testimonios realizado por la radio pública francesa o estadounidense: ejemplos mínimos –faltan muchos más– que, sin pretender descubrir nada nuevo, le sacuden el moho al tratamiento y, al hacerlo, se renuevan.

Habrá, qué duda cabe, ejemplos de esto en nuestra latitud pero permanecen oscurecidos, enlatados o en todo caso poco atendidos en los archivos de las radios del país. La tensión espantosa que parece obligar a sumarse a la carrera armamentista contra la obsolescencia tecnológica tiene, por lo menos, una ventaja: como un Espartaco, permite liberar, inversión y estrategia mediante, de la decrepitud forzada del archivo.

Habrá también ideas abortadas o jamás ejecutadas por la desconexión entre el recurso, la experiencia y la candidez de las buenas intenciones. Y en esto la radio como escuela para hacer radio –en especial las universitarias– cumple su función. Quizás el esfuerzo multiplicador en otros ámbitos –radios comunitarias, radios locales– padece de la paradoja de la distribución: como casi todos los bienes culturales, el punto crítico de su existencia es asegurar la llegada al público destinatario. La radio, vehículo para promover muchos otros bienes, termina limitada por su propio alcance. Alcance que, relatábamos párrafos atrás, no parece ensancharse.

La radio, masiva como ha sido, quizá tiene enfrente un futuro más es- belto, más preciso: el mundo más local, la comunidad más íntima. Quizás, en ese futuro de tecnologías cada vez más aceleradas y excluyentes, la radio personifique y ponga en práctica la responsabilidad rotunda de ser defensa y ejemplo de inclusión. ~

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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