Algunos de los mejores estudiosos de la teoría política en México (Jesús Silva-Herzog Márquez, José Antonio Aguilar, Carlos Bravo Regidor, Juan Espíndola…) debaten si el eje del debate público se está moviendo a la tensión entre liberalismo y populismo. Cualquier esfuerzo por dotar de rigor intelectual la conversación pública me parece loable, sobre todo después de un proceso electoral que dejó un grave saldo de polarización. Sin embargo, para llegar a buen puerto el debate deberá sortear algunas trabas, que gloso a continuación.
Lo primero sería preguntarse si vale la pena traducir teóricamente los diferendos políticos en una esfera pública tecnologizada como la del siglo XXI. Muchos piensan que no es conveniente, porque definir a unos y otros como “liberales” o “populistas” es etiquetar y, por tanto, constreñir analíticamente el margen de maniobra de los actores políticos. Mi impresión es que, por el contrario, la dimensión ideológica de la política es saludable para la esfera pública, siempre y cuando no se pierda de vista la mezcla de simbolismo y pragmatismo de la razón de Estado en el siglo XXI.
La disputa entre liberalismo y populismo es real en Estados Unidos, Europa y América Latina, pero adquiere en cada contexto nacional una modalidad propia. En México, por la hegemonía prolongada de una ideología nacionalista-revolucionaria, que desplazaba al populismo latinoamericano y marginaba a los marxismos y los socialismos, buena parte de la izquierda no se reconoce dentro de la tradición populista. A la vez, el peso de aquel nacionalismo revolucionario produjo el equívoco de que el liberalismo había sido contenido o superado por el llamado “constitucionalismo social” de 1917.
La larga y tardía transición a la democracia en México, en los años 90, en medio del contexto global post-comunista, favoreció una recuperación del legado liberal. En el campo intelectual eso se tradujo en un renovado interés por los clásicos del pensamiento liberal (Locke, Hobbes, Montesquieu, Constant, Tocqueville, Stuart Mill, Berlin, Arendt, Aron, Furet) o en las derivas postmodernas, fueran radicales o socialdemócratas, del marxismo clásico: de Foucault a Giddens o de Bobbio a Habermas. En el campo político, en cambio, las derechas se movían hacia el neoliberalismo –aunque le llamaran “liberalismo social”–, mientras la izquierda regresaba por los fueros del nacionalismo revolucionario.
El resultado es que hoy, en el mapa político de México, casi ningún actor se autodefine como “liberal” o “populista”, pero, como advierten los autores mencionados, la fricción entre liberalismo y populismo existe en el plano de las ideas. No solo de las ideas que se discuten en el campo intelectual, sino en aquellas que informan las propias fuerzas políticas en pugna. Solo que los conceptos de liberalismo y populismo, al nivel básico del conflicto, significan con frecuencia cosas distintas a las que representan en el choque de ideas.
La querella entre el liberalismo y sus enemigos es una herencia de la Guerra Fría o, si se quiere, de la hechura misma del mundo moderno. Pero es equivocado entender dicha pugna en términos binarios, es decir, como si el otro que se enfrenta al liberalismo siempre fuera el mismo, que cambia de rostro. O como si el liberalismo no se hubiera transformado a lo largo de sus luchas con el conservadurismo en el siglo XIX o con los totalitarismos en el siglo XX. Creer en la perennidad liberal ha sido un error caro, que condujo al triunfalismo neoliberal post-89, hoy afortunadamente agotado.
Una de las falacias de aquella euforia fue la identificación entre democracia y liberalismo. La tradición liberal no siempre favoreció la democracia y en diversos contextos, donde se descuida la extensión de derechos sociales, se restringen las ciudadanías con racismos y xenofobias o se limitan derechos políticos por razones de seguridad nacional, no la favorece hoy. De manera que la relación problemática con la democracia no es patrimonio exclusivo de los “enemigos de la sociedad abierta”. También el liberalismo ha experimentado con fórmulas autoritarias de gobierno.
Aún así, la mayor conflictividad de la política en América Latina y México, como han observado Edward Luce y Yascha Mounk para Estados Unidos y Europa, está ubicada en la presión de las alternativas al liberalismo real, es decir, al modelo institucional democrático, predominante en la mayoría de los estados de la región, y a las políticas económicas y sociales que se derivan del mismo. Algunos actores regionales, como el bloque bolivariano, le llaman a esa alternativa “socialismo del siglo XXI”, aunque el término esconde una diversidad irreductible que va del modelo estadocéntrico cubano al plurinacional boliviano. Otros, sobre todo en el Cono Sur, prefieren la denominación de “socialismo democrático”.
Andrés Manuel López Obrador, por su lado, se define como liberal en la medida que se asume como juarista. Juarista, entiéndase, no como defensor de la propiedad individual sobre cualquier otra modalidad “corporativa” o comunitaria –lo que fue, en efecto, Benito Juárez–, sino como defensor de la soberanía nacional, de la forma republicana de gobierno, de la voluntad del pueblo y de la administración honesta. Lo que López Obrador entiende por juarismo es más nacionalismo o republicanismo que liberalismo.
Y, sin embargo, en López Obrador, su lenguaje y su estilo, así como en el programa todavía difuso de Morena, hay un evidente populismo de izquierda. Algunas promesas de campaña o realidades de su gobierno –concentración de poder, consultas ciudadanas, mecanismos plebiscitarios, revocación de mandato, reorientación masiva del gasto público, programa para “ninis”, “Constitución moral”– tienen antecedentes precisos en la larga duración de la izquierda populista latinoamericana, que va de Vargas y Perón a Chávez y Correa. Lo interesante en el lopezobradorismo es que, justamente por el contexto hemisférico de su gobierno, tiene la posibilidad de preservar lo mejor de esa tradición, el combate a la pobreza y la desigualdad, por ejemplo, sin caer en el autoritarismo.
Desde el polo liberal opositor (PAN, PRI, PRD), la situación es más grave aún. Si para López Obrador y Morena es complicado afincarse en un populismo cívico o democrático, para sus rivales es más difícil reclamar el rótulo del liberalismo. La burda confusión entre liberalismo y neoliberalismo está tan difundida como la caricatura de lo populista como demagogia o caudillismo. El relanzamiento de la posición liberal en México requiere no solo de una distinción teórica entre liberalismo y neoliberalismo, sino de la remoción de sólidos estereotipos en la opinión pública.
Otra de las dificultades que enfrenta el debate entre liberalismo y populismo es la resistencia de las minorías. En la izquierda, ese es el lugar no solo de los marxismos o los comunismos sino del multiculturalismo o el comunitarismo. Cualquier modalidad de socialismo, en México, parece estar reducida a una posición testimonial fuera del bloque hegemónico de izquierda. Una vez inserta en la hegemonía nacionalista revolucionaria o populista, esa posición empaña el debate porque carga con los prejuicios antipopulistas del viejo marxismo-leninista. Su rol es muy parecido al del neoliberalismo dentro del polo liberal: presenta como suyo lo que le es ajeno.
El debate entre populismo y liberalismo debería avanzar sobre una definición aproximada de los referentes teóricos y las prioridades prácticas de cada opción. Y para ello se requiere no solo de la aceptación de la legitimidad del otro, sino de algo más difícil: el acuerdo de que no toda la izquierda es populista ni toda la derecha es liberal. La colonización de ambos polos por los sujetos hegemónicos avanza a gran velocidad en México. Ojalá que esa doble colonización no acabe pulverizando las minorías y clausurando los espacios en que se debaten a fondo las diferencias.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.