Imagen: Wikimedia Commons

Para algunos en Hungría, Frida Kahlo es el enemigo

¿Qué vínculo existe entre Frida Kahlo y el extremismo en Europa actual? Las reacciones a una exposición de la pintora mexicana en Budapest sirve como botón de muestra de lo que sucede en la región.
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¿Qué vínculo existe entre Frida Kahlo y el extremismo en Europa actual? Lamentablemente, a decir del clima político en Hungría, uno más sólido del que en primera instancia pudiera suponerse.

El verano pasado, una de las tantas exposiciones itinerantes de la pintora mexicana fue inaugurada en la Galeria Nacional de Budapest. El júbilo de los visitantes fue el habitual: alrededor de tres mil personas acudieron diariamente a la exposición, que permaneció abierta hasta este mes. La nota discordante, sin embargo, provino de un diario oficialista que acusó a la galería de usar fondos públicos para promover el comunismo.

La acusación no sería preocupante de no estar inscrita en una trayectoria de intolerancia y autoritarismo que caracteriza a Hungría desde hace varios años. Si tan sólo fuera un caso aislado, todo el incidente sería descartado como la aberración que en realidad es. Sin embargo, lo que sucede en Hungría se extiende ya por toda Europa y tiene un nombre: extremismo.

El caso de Hungría es paradigmático para entender esta nueva época. Victor Orbán, Primer Ministro desde 2010, ha sido consistente en sus políticas sociales y económicas; una mezcla de populismo, nacionalismo étnico y resentimiento hacia las burocracias de la Unión Europea. Desde que ocupó el cargo, gracias a un apoyo popular indiscutible, Orban ha logrado centralizar el poder en su persona a la vez que perseguir y anular el poder de los medios de comunicación, la sociedad civil y los partidos opositores.

Orban ha cumplido meticulosamente el primer consejo en el libro del buen tirano: modificar el pasado para justificar el presente. Quizá en ningún otro país europeo sea tan manifiesta esta guerra de baja intensidad cultural como en Hungría. La delirante acusación a la pintora mexicana es tan sólo una batalla más para reescribir la historia. Desde la construcción de un monumento que sugiere a Hungría como una víctima pasiva e impotente de la Alemania nazi, hasta el rescate de Miklós Horthy, el controversial líder que entre las guerras mundiales no ocultó su desprecio por la población judía ni sus aspiraciones irredentistas, o la irrupción en el espacio público de homenajes a líderes políticos de antaño indiscutiblemente polémicos (como Gyorgy Donath y Balint Homan), Hungría no ha dudado en recurrir a la historia y a la cultura como arietes políticos.

Las formulas del Viktor Orbán no son nuevas, y aunque también tienen ciertos tonos ridículos, en el fondo lo que hay es tragedia. Europa del Este es uno de esos territorios elásticos siempre a merced de otros imperios. Desde hace más de un siglo, sus límites geográficos y culturales se deciden fuera de sus fronteras. Es precisamente en estas áreas periféricas donde las fracturas del balance regional son más visibles; así sucedió en los últimos años del Imperio Otomano, en las dos guerras mundiales y, más recientemente, tras la disolución de la Unión Soviética.

Hungría encarna hoy el precario equilibrio entre las dos fuerzas imperantes en Europa. Una es la de los entramados burocráticos supranacionales; aquella que favorece la tolerancia y la integración; la otra, es la de los nacionalismos raciales y la xenofobia. Aunque hace apenas una década el surgimiento del extremismo era tabú, hoy este escenario pareciera normalizarse paulatinamente.

Uno podría –o preferiría– suponer que la Unión Europea tiene mecanismos suficientes para atemperar a un gobernante que promueve abiertamente un régimen no liberal o que afirma que su país está siendo invadido por inmigrantes musulmanes. Aunque sobre Hungría pende la posibilidad de perder el derecho a voto en el Consejo Europeo, debido a violaciones sistemáticas en materia de gobernanza, libertad académica y de expresión, y derechos de minorías e inmigrantes, el proceso burocrático apenas comienza, y si se mira al ejemplo de Polonia, en un caso similar desde diciembre de 2017, el resultado tampoco es muy esperanzador.

Hungría no es el único territorio europeo en el que cabalga el espectro del extremismo. La diversidad de países en donde aparece es asombrosa, no así sus causas: inequidad económica, desregulación de los mercados y desmantelamiento del estado benefactor. A estas circunstancias complejas, que llevan décadas fermentándose, se suman factores externos, como el arribo de refugiados y la aparición de nuevos polos económicos como China e India.

Esta nueva ola de extremismo, que se registra en Italia, Polonia, Rumania, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, Francia, Austria y Alemania, repta en el discurso público desde las periferias ideológicas y gradualmente ocupa un espacio de preeminencia. Lo que era una charla sigilosa de sobremesa es ya una iniciativa parlamentaria o la plataforma de un partido, o en el caso de Hungría, un aparato estatal monopólico.

En un mundo de gratificación instantánea, las complejidades políticas y económicas no tienen lugar; lo que resta son simplificaciones rudimentarias: la grandeza del pasado, la injusticia del presente, y el enemigo a las puertas. La búsqueda de la justicia social o económica no despierta el interés de las nuevas generaciones tanto como lo hace el clamor de la revancha. Sin excepción, todos estos discursos apelan a a las emociones. Al final, lo que los extremistas ofrecen a sus seguidores no es la renovación del contrato social, sino la promesa de irse a la cama sin hambre.

Que Frida Kahlo, delirante y sobre medicada en sus últimos días, y  quien, por cierto, entre sus últimas obras realizó un burdamente delineado “Autorretrato con Stalin”, sea percibida como una amenaza más que provocar curiosidad provoca espanto, y la pregunta obligada es: ¿Qué sigue?

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Es escritor. Reside actualmente en Sídney


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