El desierto seco, de arena ocre claro, inmóvil y estéril, puede transformarse imaginativamente en su contrario, el mar inmenso que une y separa, espejo del cielo, origen de toda vida. Son muy diferentes, casi podríamos decir opuestos. Y sin embargo pueden unificarse, fundirse en un solo concepto. Probemos.
Piensa el desierto como el mar, con quietas olas de arena que suben y bajan sin moverse. Como el mar, el desierto tiene bulliciosos puertos de escala y rutas trazadas y seguras. Las caravanas son los barcos que se atreven a cruzar el océano. Los audaces navegantes son los beduinos de mirada impenetrable, envueltos en sus hermosas telas, serios y parcos en movimientos y palabras.
Paul Westheim escribió en Mundo y vida de grandes artistas, libro que no puedo cansarme de visitar, esta observación: “Al cerrar el siglo XVI vivía en Silesia un zapatero. Y se cuenta que un día vio en un basurero un vaso de estaño viejo e inservible donde se reflejaba el Sol. Lleno de asombro y emoción, dijo para sus adentros: ‘Es un trasto viejo y sin embargo está en él todo el Sol.’ Y murmurábase que desde entonces el zapatero dio en entregarse a los pensamientos profundos.”
“Este hombre se llamaba Jacobo Boehme y llegó a ser un gran teósofo y místico. En sus horas de meditación reunía en torno suyo a numerosos alumnos. Escribió libros, algunas de las más hermosas obras teosóficas. De él se ha podido decir que por una súbita intuición comprendió que en este mundo todo se manifiesta por su contraste: la luz por la oscuridad; lo bueno por lo malo; el sí por el no; Dios por el mundo; el amor de Dios por la ira de Dios.” Y que, por lo tanto, todo ser no solo consiste en los contrastes, sino también existe gracias a ellos, pues únicamente a ellos debe su existencia.
“Cuando Jacobo Boehme murió en 1624”, sigue diciendo Westheim, “un joven llamado Rembrandt van Rijn, que vivía en el extremo opuesto del imperio alemán, en Holanda, se iniciaba en la pintura. Se ignora si Rembrandt sabía algo del zapatero metido a filósofo. No es probable”, pero la verdad es que los dos, el pintor y el teósofo, desarrollaron la misma intuición: la oscuridad envolvente incrementa el brillo y esplendor de la breve zona iluminada (iluminarlo todo pareja y fuertemente equivale a ocultar la luz).
Hemos llegado con estas transfiguraciones al gran tema chino de los contrarios. Los chinos aseveran que en el Tao los contrarios finalmente se anulan y ya nada es pequeño o grande, lejano o próximo, feliz o desdichado, ya no hay luz ni tinieblas. Mejor dicho, sí hay, pero inimaginablemente fundidos e irreconocibles por separado. Claro que esta anulación de contrarios, la certidumbre de Boehme de que el amor de Dios se expresa en su ira, parece milagrosa.
Se me ocurre una manera. Unificar en un concepto dos opuestos, el blanco y el negro, puede hacerse así: hallamos un elemento común y subsumimos en él los contrarios. Blanco y negro no son más que tonos de gris, al gris más claro posible lo llamamos blanco y al más oscuro lo llamamos negro. Así no dejarían de ser opuestos y no serían, al revés, más que un solo color en tonos diferentes y su diferencia es solo de grado.
Estas unificaciones de contrarios se han estimado siempre capaces de misterioso poder. Por ejemplo, el andrógino, en el que se unifican los dos principios, el masculino y el femenino, y es por eso, dotado de ambas facultades y mucho más poderoso, que es semisagrado y mágico.
Y en la Edad Media se definió a Dios justamente como coincidentia oppositorum, conciliación de contrarios, que puede entenderse más o menos así: en los seres finitos podemos hallar distinciones y oposiciones. En el infinito, en Dios, empero, desaparecen las diferencias. Es decir, nosotros llegamos a algo finito por relación a lo que es conocido, comparando, distinguiendo los seres. Pero ninguna de estas operaciones es aplicable a Dios en sentido unívoco. Esto lo llevó a estimar, por cierto, que no hay puntos fijos en el universo; si no hay arriba ni abajo ni centro, no tiene sentido afirmar que la Tierra es el centro del universo, o si está quieta o en movimiento, con lo que se allanó el camino de la cosmovisión renacentista de Galileo o Giordano Bruno de la Tierra que gira alrededor del Sol en un espacio infinito.
Pero tal vez hemos llegado demasiado lejos y mejor suspendemos aquí nuestra exploración. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.